La encrucijada de Venezuela: entre la decadencia del chavismo y el saqueo petrolero de Trump

Combo de fotografías de archivo que muestran al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, y al presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

César G. Calero

Hubo un tiempo en que la revolución bolivariana de Hugo Chávez disfrutaba de una comunión mágica con una mayoría del pueblo venezolano. El comandante proyectaba sobre los más pobres una imagen de mesías redentor, como ese Jesucristo armado con un Ak 47 que daba la bienvenida en un mural a la populosa barriada 23 de Enero en Caracas. Esa sintonía del chavismo con las clases populares fue apagándose tras la muerte de su ideólogo en 2013. Desde entonces, Nicolás Maduro, su sucesor, se ha encargado de dilapidar poco a poco el capital político acumulado y ha transformado una democracia popular en un régimen autocrático.

Tras varios años en la cuerda floja, con una oposición que le ganó las elecciones legislativas en 2015 y luego se echó al monte con las guarimbas (violentas protestas callejeras), Maduro logró sobrevivir con una buena dosis de represión para rearmarse electoralmente en los comicios regionales de 2021. Ante el desconcierto de una derecha enfrascada en disputas internas, el mandatario disfrutó incluso de un periodo de gracia internacional en 2022, cuando Estados Unidos, necesitado de petróleo tras el estallido de la guerra en Ucrania, se acercó a Caracas en son de paz. En paralelo y a trompicones, se desarrollaron varios procesos de diálogo con la oposición hasta que pudo concretarse una fecha para las elecciones presidenciales: julio de 2024. Esos comicios, de los que nunca se publicaron sus actas, marcarían un punto de inflexión en el devenir del régimen. La sombra del fraude acentuó su deriva autoritaria. Debilitado tras un cuarto de siglo en el poder, el chavismo conserva, no obstante, una sólida estructura institucional y territorial.

Venezuela vive un momento de hastío hacia el chavismo”, explica a infoLibre desde Caracas Ociel López, sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela: “El Gobierno tiene mucha gente movilizada en armas pero poco apoyo popular por la forma en que Maduro se quitó su máscara. Sin embargo, la cotidianidad acá no ha cambiado con esta crisis. Trump puede decir lo que quiera, pero la gente ya se acostumbró y sigue con su vida. Más que en una invasión estadounidense, la gente piensa en las compras navideñas. En años anteriores sí era más crítica la situación, había más inquietud y mucha gente abandonó el país. Hoy no se vive con tanta zozobra”.

Trump y el petróleo

El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2025 puso en guardia al inquilino del Palacio de Miraflores. En su segundo mandato, el presidente estadounidense se ha ensimismado con América Latina, es decir, con los recursos naturales de una región en la que han desembarcado China y Rusia sin pedir permiso. En el puzle de Trump, Venezuela es la pieza principal, el laboratorio, su gran apuesta geoestratégica. Cuenta con la mayor reserva de petróleo del mundo, enormes yacimientos de gas y es rica en minerales y tierras raras. Un tesoro para la industria tecnológica y militar del país norteamericano. El despliegue de una potente flota en el Caribe, con miles de marines y el mayor portaaviones del mundo, no ha amilanado a Maduro. Como tampoco lo han hecho la recompensa de 50 millones de dólares que ofrece Washington por su cabeza al considerarlo narcoterrorista ni el asesinato de un centenar de personas en los bombardeos a una veintena de supuestas narcolanchas en el Caribe y el Pacífico.

La enésima amenaza de Trump pasa ahora por asfixiar económicamente al régimen con el bloqueo impuesto a los cargueros de petróleo sancionados. “Que nos devuelvan el petróleo que nos robaron”, se ha justificado Trump, una declaración que arroja luz sobre la verdadera motivación de su cerco al régimen bolivariano. La excusa de la lucha contra el narcotráfico quedó en evidencia hace unas semanas cuando indultó a uno de los mayores capos de la región: el expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, condenado en Estados Unidos a 45 años de prisión.

Venezuela nacionalizó la industria petrolera en 1976 y creó la empresa estatal PDVSA. Con Chávez en el poder, se expropiaron los activos de las compañías estadounidenses Exxon Mobile y ConocoPhillips. El líder bolivariano aprovechó los altos precios del petróleo en la primera década del siglo para financiar los programas sociales que sacaron a millones de personas de la pobreza y, al mismo tiempo, expandir su ideario socialista por la región, con la Cuba de Fidel Castro como principal aliada. Pero la corrupción y la mala gestión administrativa abonaron el lento y progresivo derrumbe de la producción petrolera. Paradójicamente, hoy la única gran compañía extranjera presente en el país sudamericano es estadounidense: Chevron. La empresa opera junto a PDVSA gracias a una licencia del Departamento de Estado que la exime de las sanciones impuestas a Caracas.

Por más que los bloqueos de barcos petroleros dañen la economía venezolana, Maduro tiene las espaldas cubiertas. La producción de crudo, que llegó a caer a medio millón de barriles diarios en 2020, sobrepasa hoy el millón, y el régimen ha sabido sortear hasta ahora las sanciones impuestas por Washington con triangulaciones comerciales opacas, uso de buques con bandera de terceros países (la denominada flota fantasma) y otras triquiñuelas para vender su materia prima, con grandes descuentos, en diferentes puertos internacionales. El petróleo representa el 90% de sus ingresos del exterior. Su principal cliente es China, el país al que Estados Unidos quiere ver fuera del hemisferio occidental, como sugiere la Estrategia de Seguridad Nacional publicada a principios de diciembre.

“El anuncio del bloqueo a los barcos petroleros es un punto de quiebre en la crisis. Hay un replanteamiento, otra forma de abordar la situación, dejando a un lado la posibilidad de una transición y cercando a Maduro. No se le da salida ni a él ni a los militares. Esa estrategia, en realidad, fortalece la narrativa del Gobierno y su cohesión. Estados Unidos debería optar por una transición moderada”, sostiene López.

Venezuela no es Panamá

Trump tiene sobre la mesa varias opciones para derrocar a Maduro. Los halcones de la Casa Blanca (el secretario del Estado, Marco Rubio, y el titular de Guerra, Brian Hegseth) le susurran al oído desde hace tiempo que se lance a una intervención armada. No sería la primera vez que la Casa Blanca invade un país latinoamericano para tumbar a un gobernante. El ejemplo más reciente es el de Panamá en 1989. Manuel Antonio Noriega, antiguo colaborador de la CIA, fue depuesto y enviado a una prisión estadounidense tras un baño de sangre que costó la vida a cientos de panameños y dejó al país con un trauma del que todavía no se ha recuperado. George H. W. Bush ocupó Ciudad de Panamá con unos 25.000 hombres. Hoy Trump necesitaría un contingente mucho mayor de los 15.000 marines que ha movilizado en el Caribe. En cualquier caso, el ejemplo panameño no vale para Venezuela. Una invasión estaría destinada al fracaso con toda probabilidad por la propia idiosincrasia política, social y geográfica del país. El chavismo está mermado pero cuenta con la lealtad de las Fuerzas Armadas y con milicias populares en cada municipio.

Para López, las opciones militaristas al estilo de Panamá o los golpes quirúrgicos a instalaciones estratégicas, como en Irán, no darían el resultado deseado por Washington: “El chavismo se ha preparado desde siempre para este momento, tanto desde el punto de vista psicológico como militar. Cuenta con aliados internacionales y siempre tuvo claro que su enemigo era Estados Unidos. Es cierto que no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar, pero el chavismo ha desarrollado muchas fortalezas internas. Puede que en algún momento haya remodelaciones políticas o militares que hagan salir del poder a Maduro pero, desde luego, no con los planteamientos actuales”.

Machado, 'la Nobel de hierro'

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En una eventual caída de Maduro, la dirigente opositora con más probabilidades de llegar al Palacio de Miraflores es María Corina Machado. La Premio Nobel de la Paz ha multiplicado su popularidad tras un año y medio en la clandestinidad. Machado, que huyó de Venezuela hace unas semanas para asistir a la entrega del galardón en Oslo, siempre fue la favorita de Washington para el postchavismo. George W. Bush ya apostó por ella en 2005 cuando en Venezuela la menospreciaban tanto Chávez (“águila no caza moscas”, le espetó en una sesión parlamentaria para evitar debatir con ella) como algunos líderes de la oposición. Fundó su propio partido –Vente Venezuela– en 2012 y tuvo que esperar hasta 2023 para hacerse con las riendas de una oposición en horas bajas, tras el fiasco que supuso la autodenominada presidencia interina de Juan Guaidó. Machado arrasó en las primarias y su figura fue creciendo hasta convertirse en la nueva bestia negra del chavismo.

Perteneciente a una de las principales familias de la vieja oligarquía venezolana, representa al sector más intransigente de la derecha. Su perfil ultraliberal y anticomunista la convierte en una suerte de dama de hierro latinoamericana, la Margaret Thatcher caribeña. Siempre ha defendido el derrocamiento del chavismo por vías violentas. Ya en abril de 2002 estampó su firma en el denominado “Decreto Carmona” durante el golpe de Estado perpetrado contra Chávez y revertido en 48 horas por la movilización popular. Machado no ha desaprovechado ocasión para mostrarse públicamente a favor de una intervención armada extranjera. En mayo de 2019 declaró a la BBC: “Sólo la amenaza inminente y severa del uso de la fuerza sacará a Maduro del poder”.

El país que ambiciona María Corina Machado está predefinido en un documento que ya fue presentado en las elecciones presidenciales de 2024 bajo el nombre de “Venezuela, tierra de gracia”. Sus planes pasan por privatizar todo el sector industrial del país atrayendo capitales extranjeros, principalmente estadounidenses. Es la misma land of grace con la que sueña cada noche Donald Trump.

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