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‘Todo a la vez en todas partes’, ¿una avanzadilla del cine del futuro o el último engaño de Hollywood?

Michelle Yeoh en 'Todo a la vez en todas partes'.

Todo a la vez en todas partes se convirtió en la madrugada del lunes en la ganadora indiscutible de la 95ª gala de los premios Oscar. La película arrasó con siete de las once estatuillas a las que estaba nominada y, con su triunfo, parece marcar el paso a la Academia para las ediciones venideras. Este dramedia de multiversos protagonizado por Michelle Yeoh, Ke Huy Quan y Jamie Lee Curtis —los tres premiados con sendos óscares— promete un futuro renovador para la industria estadounidense: diversidad en la representación, jolgorio al margen de los géneros clásicos y un ritmo emparentado con TikTok. Pero ¿es realmente Todo a la vez en todas partes esa avanzadilla del cine que está por venir o se trata simplemente de la última engañifa de Hollywood?

La película inició su carrera de fondo hacia los Oscar como una candidata discreta, pero, a medida que su fenómeno ganaba fuerza —a base de críticas positivas, boca-oreja y ansiados reestrenos—, Todo a la vez en todas partes iba mejorando más y más sus perspectivas de hacer historia. Sin comerlo ni beberlo, la producción, aupada por el sello A24, se plantó en la noche de la gala como favorita indiscutible. Su peripecia es también la de Yeoh, Quan y Curtis, a quienes la industria ha pedido disculpas por décadas de ostracismo a través de tres flamantes galardones.

Pero la cinta refleja también la fábula del éxito de Daniel Kwan y Daniel Scheinert, sus directores, apodados como los Daniels. A esta pareja de realizadores y guionistas Hollywood no les debía nada, como sí pasaba con su reparto protagonista. No había habido tiempo de cometer agravio alguno: por ahora, los Daniels solo han hecho dos películas. Su primer largometraje, Swiss Army Man, contaba con Paul Dano como un náufrago en una isla desierta que compartía con un cadáver flatulento interpretado por Daniel Radcliffe. Tenía esa misma sensibilidad friki de la que ha hecho bandera Todo a la vez en todas partes, pero su acogida fue mucho más tibia. Aunque se hizo con el premio a Mejor Dirección en el Festival de Sundance y otros dos galardones en Sitges, a su estreno en España en 2016 acudieron 1.207 personas y los Daniels sacaron de su paso por la taquilla patria apenas 7.000 euros, según datos del ICAA. En cambio, Todo a la vez en todas partes ha convocado a casi 100.000 espectadores y su recaudación en nuestro país rebasa con holgura el medio millón de euros.

No es que la trama de la última chifladura de los Daniels sea menos descabellada que la de su ópera prima: Evelyn (Michelle Yeoh), una migrante china atenazada por una vida decepcionante en los Estados Unidos y una familia que se desmorona, aterriza en el centro de una guerra que se libra entre universos y que solo ella puede detener. Los más valientes se aventurarán a decir que si la película ha logrado lo que Swiss Army Man no pudo, conquistando a los académicos de Hollywood y a críticos y espectadores de todo el mundo, es porque está profundamente conectada con el presente.

De todas las narrativas y clichés que han tomado forma en la conversación en torno al triunfo de la última cinta de los Daniels, el más cacareado es el de que Todo a la vez en todas partes es una película hija de la era TikTok. Bajo la premisa de la batalla interdimensional y una ristra interminable de saltos entre universos, las imágenes de la película de los Daniels se suceden en un caudal tan fascinante como agotador. Sus ideas no son motivos dramáticos a desarrollar en el largo plazo, sino fogonazos que explotan en la pantalla en cuestión de segundos y dejan paso al siguiente estímulo. De ahí que buena parte del público perciba Todo a la vez en todas partes como algo que bien podría trocearse y exhibirse en los eternos scrolls verticales de una red social.

El frenético bombardeo de referencias del que hace gala la película obedece a otro signo de los tiempos: el curioso lugar que ocupa lo friki en el cine mainstream. Desde hace décadas, los fenómenos otrora propios de círculos nerds copan las taquillas de todo el mundo, con los superhéroes comiqueros como ariete; sin embargo, las historias de las viñetas casi siempre se blanquean al saltar a la gran pantalla. Pese a que hablar del Soldado de Invierno con un café es ahora lo más normal del mundo y nos ahogamos cada día en un océano de muñecos Funko Pop, todavía hay regiones de lo friki que resultan incómodas a las corrientes culturales dominantes. Ahí, en la grima, se hace fuerte también Todo a la vez en todas partes, orgullosa de presentarse ante un público agotado como un blockbuster libérrimo, chabacano e incorrecto, donde incluso un universo cuyos habitantes tienen perritos calientes por dedos es posible. En esa misma línea, estos días ha arraigado la idea de que otro mérito de Todo a la vez en todas partes ha sido el de pasarle la mano por la cara a Marvel, como si eso fuera a) difícil y b) algo bueno en sí mismo.

'Todo a la vez en todas partes' triunfa en unos Oscar sin sorpresas, estridencias ni bofetones

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Lo verdaderamente complejo es no ver Todo a la vez en todas partes como lo que en realidad es: una película con vocación de obsesionar a la generación Z hecha por dos creadores millenials. Nacidos en la segunda mitad de los años 80, los Daniels solo parecen ver en espejos tan fértiles como TikTok potencial para la parodia, el pastiche y la acumulación desnortada. Tratándose de esa primera y mesiánica muestra del cine futuro que anuncian, su película desprende un aroma extrañamente institucional. Más que una rompedora utopía digital o un catálogo electrónico incorpóreo, Todo a la vez en todas partes aparece como un museo de las estéticas por el que solo está permitido pasear a un ritmo. Si, como espectador, te desvías de la ruta que marca el folleto o transgredes alguna cinta de seguridad, un latoso guardia jurado con manos de salchicha te empuja por la espalda, reprochándote que no estés disfrutando bien, como hay que disfrutar.

La guinda del pastel la puso en la madrugada del lunes la Academia, que proclamó a los Daniels y su equipo reyes y reinas de una velada en la que propuestas como Los Fabelman, Almas en pena de Inisherin o TÁR se fueron de vacío. Los gremios de la industria de Hollywood se volcaron con la película en las categorías más apreciadas, trabajando por hacerse fuertes en su gran asignatura pendiente: la diversidad. La victoria de Todo a la vez en todas partes es un paso más hacia esa superación de reivindicaciones como la del #OscarsSoWhite o el #MeToo por la que la Academia lleva años trabajando. Años en los que se han celebrado con especial insistencia los trabajos de profesionales de origen asiático y las narraciones migrantes. Hasta aquí todo bien.

El peligro de un éxtasis colectivo como el generado por los muchos laureles a Todo a la vez en todas partes es que ese dinosaurio colosal y de movimientos lentos que es Hollywood pueda utilizarlo como una muy conveniente cortina de humo. Pese a la enorme relevancia que tienen unos galardones como los Oscar en términos de creación de referentes y ocupación de altavoces, dar premios es fácil. Garantizar el acceso de esas mismas minorías que se premian con el esmoquin puesto al resto de las etapas de los procesos creativos que culminan en los Oscar es lo complicado. Celebremos, pero con recelo. Apostarlo todo a la diversidad en los palmareses es darle a la Academia la excusa perfecta para desatender los profundos cambios estructurales que todavía claman al cielo desde las entrañas del cine estadounidense. Puede que en otros multiversos valga con una lluvia de estatuillas para atajar los problemas; en el nuestro, no.

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