Luca Guadagnino quiere provocar nada más empezar Caza de brujas, en sus créditos iniciales. Con un suave lecho instrumental de fondo, los rótulos que identifican a los artífices del nuevo film del cineasta italiano aparecen con tipografía Windsor Light Condensed sobre fondo negro. Es la tipografía que hemos aprendido a asociar a las películas de Woody Allen, y Guadagnino es perfectamente consciente. También lo es de las conexiones que se establecerán entre la figura de Allen y una película que, supuestamente, pretende abordar el MeToo desde el escepticismo.
El clima sociocultural impulsado en Hollywood por los crímenes de Harvey Weinstein en 2017 es conocido de sobra, pues ha ido más allá de Hollywood. Pero ciñéndonos a la industria del cine, ha tenido episodios como la resurrección de las acusaciones contra Allen por abuso sexual, concretada en un cuestionamiento generalizado hacia su figura y la final necesidad de buscar otros mercados para poder seguir encadenando tranquilamente sus mediocres películas. Guadagnino vincularía el caso Allen a las tesis de Vigilar y castigar de Michel Foucault, que son discutidas por los eruditos personajes de Caza de brujas —todos pertenecientes a la exclusiva atmósfera universitaria de Yale—, a vueltas con la existencia de un sistema autodisciplinario en forma de panóptico.
Todos nos vigilamos entre nosotros según un poder invisible que todo lo supervisa desde las alturas, diagnosticó Foucault. Un poder, una sombra abstracta integrada por mecanismos atávicos, que según como vaya pudriéndose nuestro cerebro podríamos denominar “cultura”, con el apellido “de la cancelación”. Por suerte Guadagnino y la guionista detrás de todo esto —Nora Garrett, que aquí debuta escribiendo con notable convicción— son lo bastante listos como para alejarse de este concepto y dejar que sea la conversación mediática la que lo enarbole por ellos. Igualmente sí, quieren provocar, y tan ilustrativo como lo de Allen es el título original de este film.
Caza de brujas es el lamentable título en castellano de After the hunt. Después de la caza. La traducción es problemática con ganas porque asocia el MeToo a la caza de brujas de McCarthy en los años 50: un impulso autoritario, fascistoide. A cambio, el original es directamente venenoso. Pues la caza es la misma, pero asume que terminó. Otorga al MeToo el carácter de frenesí pasajero, una suerte de delirio colectivo sobre el que reflexionar una vez debiera haber concluido. Una vez se ha recuperado la razón, o algo así. Lo cierto es que, asumiendo los mordaces términos del film, no estaríamos en un mundo muy distinto al que promueven. ¿Qué mayor evidencia puede haber de una era post-MeToo que la segunda legislatura de Donald Trump?
La victoria del presidente aparece, por cierto, en la película. También se dan cita los incendios de Los Ángeles que inauguraron con gran potencia simbólica —el colapso de Hollywood y su capacidad para guiar la imaginación occidental— este 2025. Caza de brujas, por mucho que filosofe y se prodigue en diálogos opacos, es consciente del mundo en el que vive. Una consciencia que, por fortuna, no se enroca en discursos monolíticos sino que prefiere fluctuar con los personajes. Ante este propósito el afán provocador se repliega sobre sí mismo: asume que solo es publicidad. Lo que siempre ha sido la provocación, en cierto modo. Al menos dentro del capitalismo.
La película, al margen de polémicas
Así que intentemos discernir qué cuenta Caza de brujas, fuera de las citas a Foucault o de la tentación de usar la resaca MeToo como arma arrojadiza. Caza de brujas cuenta cómo una estudiante modelo (Ado Eyebiri) acusa a un profesor de su universidad (Andrew Garfield) de haber abusado de ella, tras habérselo revelado a una profesora en la que confiaba ciegamente.
Esta es Alma (Julia Roberts) y es la protagonista absoluta de Caza de brujas. Todo lo vemos a través de sus ojos, lo que es importante no tanto porque el personaje sea magnético —y Roberts esté imperial—, como por la necesidad de separar los sentidos de la película de sus opiniones. Lo que ocurre en Caza de brujas es que Alma no logra empatizar con su alumna cuando se lo cuenta. De hecho parece no creerla. De hecho empieza a sentir una incontenible irritación hacia ella.
La irritación de Roberts marca el tono de la película de Guadagnino, de una forma tan gozosamente vitriólica como para remitir a escritoras tan apasionantes como Lionel Shriver o Kristen Roupenian. Escritoras que han defendido su derecho a retratar personajes antipáticos o equivocados sin que sus juicios se confundan con los suyos —Roberts también se burla del lenguaje inclusivo a costa de la pareja no binaria de Edebiri, tendiendo un puente con lo que veíamos hace poco en Una batalla tras otra a la vez que una distancia mucho más lograda en cuanto a qué sesgo responde realmente esto—, siendo un derecho que también reclama la guionista Garrett en Caza de brujas.
¿Qué quiere hacer con este derecho? Pues otra cosa abonada a la filosofía solo que a un nivel más terrenal, cambiando a Foucault por Homero en otro diálogo ilustrativo del film. Más o menos, y sin llegar a fijar esta plaza como único campo de juego —la apuesta de Caza de brujas es eminentemente lúdica, solo quiere bailar y sacudir—, tratar la dificultad de identificarse con el Otro por culpa de la vanidad humana. Lo que caracteriza a la mayoría de los personajes de Caza de brujas es su narcisismo. Una forma muy estrecha de mirar el mundo, cuya irónica ubicación en nada menos que la universidad, el templo de las humanidades, plantea el guion con mucha finura.
Caza de brujas no es exactamente una farsa —el compromiso con la psicología de los personajes es demasiado firme para eso—, pero tampoco quiere lanzar verdades unívocas en la medida de que sus protagonistas son incapaces de aprehenderlas. Al fin y al cabo es otra película de Guadagnino, con las inquietudes habituales de Guadagnino. El italiano ha alcanzado la solidez expresiva en los últimos años a base de explorar las pulsiones irracionales —generalmente en torno al deseo— como oposición a toda retórica o imposiciones que intente ahogarlas. La pasión deportiva de Rivales —o la angustia por desconocer el interior del ser amado en Queer— no queda lejos de la incapacidad de Alma para verse a sí misma en Caza de brujas como algo más que una isla.
Guadagnino desatado
Esa incertidumbre ante el prójimo, volcada a una progresiva suspicacia y violencia según avanza el metraje, es lo que separa a Caza de brujas del alegato reaccionario que podría ser en su superficie. Aunque no se libra de algunas tentaciones. El personaje de Edebiri es muy esquemático y durante buena parte de la película Garrett tiende a concretar la intriga como una pedestre brecha generacional —la docta generación de Roberts desconfiando del activismo de pacotilla de la de Edebiri—, con el ritmo adoleciendo de algunos pasajes reiterativos. Sin llegar este punto a ser algo dramático, pues una de las grandes virtudes de Caza de brujas tiene que ver con sus formas.
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La atención internacional que Guadagnino viene disfrutando desde hace unos diez años ha agilizado su interés por experimentar con la imagen desde un ánimo tan juguetón como sofisticado. El italiano parece constantemente buscar algo, estar como de paso, y esto se traduce en un equilibrio de frivolidad e innegociable belleza plástica con el que Caza de brujas no se queda lejos de sus (extraordinarias) últimas películas. Caza de brujas es básicamente un film de diálogos sin que esto signifique que Guadagnino quiera hacer “invisible” su puesta en escena, limitándose al académico plano/contraplano. Bien al contrario, cada conversación está rodada como una imaginativa secuencia de acción, probando nuevos ángulos y ritmos con la sucesión de envites.
Antes que exhibicionista, es una nueva prueba de la vocación sensorial del italiano, logrando que el clima de agitación psicológica determine cada decisión de la cámara y esta acompase la minuciosa interpretación de los actores. Es, a falta de otra palabra mejor, un lujo. Uno que cuesta despreciar incluso si queremos caer en las trampas retóricas de la película, o nos esforzamos en otorgarle una mayor pretenciosidad de la que esta reclama realmente para sí. Por mucho que referencie a Foucault o a La Odisea, por muy listillos que sean los personajes, la película no comete el error de que una visión totalizadora arramble con su discurso.
Tampoco comete, digámoslo ya, el error de negar la existencia de una violencia sistémica, patriarcal e institucional contra las mujeres. Ni siquiera opone algún “pero”. Al margen, claro, de ese “pero” esencial, existente en las ficciones fuera de la órbita de la controversia prefabricada. Es el que matiza que un problema social no exime a las personas de ser egoístas y ridículas. Humanas, en definitiva. Seres confusos y complejos, cuyo caos no cabe en un panóptico.
Luca Guadagnino quiere provocar nada más empezar Caza de brujas, en sus créditos iniciales. Con un suave lecho instrumental de fondo, los rótulos que identifican a los artífices del nuevo film del cineasta italiano aparecen con tipografía Windsor Light Condensed sobre fondo negro. Es la tipografía que hemos aprendido a asociar a las películas de Woody Allen, y Guadagnino es perfectamente consciente. También lo es de las conexiones que se establecerán entre la figura de Allen y una película que, supuestamente, pretende abordar el MeToo desde el escepticismo.