‘Una batalla tras otra’, Paul Thomas Anderson se alía con DiCaprio en su película más divertida y optimista

Leonardo DiCaprio en 'Una batalla tras otra'.

Allá por 2010, Paul Thomas Anderson recurrió a la estrategia más directa posible para adaptar una novela de Thomas Pynchon: transcribir los diálogos de cabo a rabo en un guion, y luego ir eliminando cosas hasta que el metraje de Puro vicio fuera asimilable. Es curioso recordarlo ahora que llega Una batalla tras otra, y podemos imaginar al cineasta asumiendo que es imposible adaptar a Pynchon de forma literal.

Con Puro vicio pudo salir bien por las características específicas de la novela —era más accesible que la media de este escritor estadounidense, y tenía unas afinidades con la ficción detectivesca fáciles de concretar—, ¿pero con Vineland? ¿Cómo convertir en película una obra literaria tan caótica, con una estructura tan desbordada de personajes y meandros narrativos, tan afín al pastiche metalingüístico y a la melancolía del chiste posmoderno?

La respuesta es que no se podía. Aunque Anderson lleva años intentándolo. En un momento dado probó a dividir Vineland en varias historias, partiendo de personajes separados de la muchedumbre para expandir su conflicto y reencontrarse desde otra vía con el corazón de la obra. Una batalla tras otra reconoce cuánto ha sacrificado entonces de la novela de Pynchon a su puesta en imágenes y ha preferido distanciarse tanto del título original como de la noción de adaptación. Una batalla tras otra solo “se inspira” en Vineland. Y, de todo el amasijo de subtramas —por llamarlas de alguna manera— que Anderson podría haber elegido, se ha quedado con el asunto paternofilial: Zoyd y Prairie, padre e hija convertidos con los rostros de Leonardo DiCaprio y Chase Infiniti en los Bob y Willa de Una batalla tras otra. Anderson ha trabajado desde ahí.

Y la estrategia bien puede ser decepcionante. Vineland se ha convertido en la historia de un padre coraje cuya hija corre peligro a causa de la relación previa de su madre desaparecida con un alto mando del ejército estadounidense. La obra de Pynchon ha dado paso a DiCaprio como fumeta protagonista sobrepasado por las circunstancias —a la estela de Joaquin Phoenix en Puro vicio—  que, al abrirse paso en un terreno mucho más sencillo para Anderson, coquetea con lo convencional y cierta familiaridad para con el espectador. Algo que entraña sus propios problemas, pues el pasado compartido de Bob con su exmujer Perfidia y el soldado Lockjaw (Teyana Taylor y Sean Penn) sigue remitiendo a la escritura de Pynchon, y reclama una parte significativa de su excentricidad.

La consecuencia es que la exmujer y el villano de Una batalla tras otra son o bien personajes mucho más planos que en la novela —caso de Perfidia, antes conocida como Frenesí— o personajes que no terminan de encajar en esta recontextualización realista de Vineland —el personaje de Penn, desubicadísimo sin que el guion de Anderson le dé suficientes excusas—, mientras que la hija que debería encauzarlo todo pierde agencia en función a que DiCaprio pueda ampliar su repertorio de histrionismos. Así que, a nivel superficial, no es la mejor adaptación posible. Hay que aceptarlo, y pasar a valorarla en el registro que prefiere Anderson de “película inspirada en”.

Es entonces cuando llegamos a lugares más estimulantes. Tanto Vicio propio (título original de la base de Puro vicio) como Vineland eran novelas que se preguntaban en qué había quedado el impulso contracultural de la década de los 60 en EEUU. Vicio propio, ambientada en los 70, apuntaba a su completo sofoco a través del despistado detective que luego interpretaría Phoenix. Vineland, a cambio, enclavaba su trama en 1984 por ser el año de la reelección de Ronald Reagan, que Pynchon planteaba como la enésima mutación de esa reacción conservadora responsable del asesinato de los utópicos 60. Primero Nixon, luego Reagan, y frente al auge de ambos una progresiva disgregación de cualquier rastro contracultural o revolucionario. Pero Pynchon creía que esos rastros podían persistir. De un modo retorcido, Vineland es la más optimista de sus novelas

La revolución está aquí

La cuestión es que Anderson, por primera vez desde Embriagado de amor, ha querido ambientar una película suya en algo parecido a la actualidad. Podría haberse quedado con el colchón de los 80 y dejarse de follones pero, en lugar de eso, los primeros minutos de Una batalla tras otra tienen lugar en los EEUU de 2025. Lo sabemos porque transcurren en uno de esos centros de reclusión de inmigrantes en la frontera con México, a punto de ser asaltado por el grupo guerrillero al que pertenecen Perfidia y Bob. Este grupo se autodenomina el 75 Francés —nada que ver con alguna efeméride triunfal; el nombre viene de un cóctel porque ya sabemos que Anderson siempre ha sido un bromista—, y lo más curioso es que todo forma parte de un prólogo dedicado a cómo se conocieron los padres de Willa. La trama principal no se desarrolla hasta 16 años después.

Así que Una batalla tras otra se ambienta realmente en algo parecido a un futuro cercano. Donde, sorpresa, las cosas en EEUU no van mucho mejor. A la hora de releer a Pynchon, Anderson no solo ha utilizado los 80 como espejo del presente estadounidense —las concomitancias entre Reagan y Trump son obvias, como obvio es que todo haya empeorado demencialmente desde aquella inauguración del neoliberalismo—, sino que ha reimaginado prudentemente nuestra propia época.

La prudencia le lleva a un país oprimido por el fascismo y militarizado hasta el tuétano, al que los ecos de Vineland llegan en forma de antiguas células rebeldes desarticuladas y derrotadas. El afán combativo de Bob solo ha quedado para desconfiar de los pronombres de las compañías de su hija y para ver nostálgicamente La batalla de Argel en la tele. Hubo una revolución, y la perdimos.

¿Qué sucede en este futuro cercano? Pues lo que pasaba en Vineland. Padre e hija en peligro a cuenta del pasado revolucionario de la madre, un pasado que Una batalla tras otra describe —con notable torpeza, cabe decir— al inicio de la película, cronológicamente. Pues lo que Anderson quiere, una vez reaparezca el villano, es que ninguna revelación estorbe el desarrollo de la gran persecución en que va a convertirse Una batalla tras otra. Un espectáculo total, tan heredero de la gramática de Pynchon como de los Looney Tunes, donde los personajes no dejarán de hacer lo que ya todos hacían en Licorice Pizza: correr. Solo que, ahora, corren con un propósito definido.

Una batalla tras otra ha sido unánimemente alabada por la crítica estadounidense. Nos parezcan desmedidos esos halagos o no —la película, a cuenta sobre todo del personaje de Penn y de su primer tramo, es sumamente irregular—, se antoja una recepción de lo más interesante, pues apunta a una necesidad o una desesperación a la que Paul Thomas Anderson debe de haber correspondido satisfactoriamente. Porque, antes que una película de acción modélica —con un par de secuencias donde el virtuosismo andersoniano alcanza picos inéditos— o una comedia desternillante —PTA nos ha dado personajes memorables, pero ninguno como el Sensei de Benicio del Toro—, Una batalla tras otra es una enérgica exhortación a no perder la esperanza.

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Los halagos provienen sin duda de la diversión que Una batalla tras otra dispensa a raudales y de la sorpresa de toparse con un film de estudio así de audaz —hasta 160 millones de dólares podría haberse dejado Warner en él—, aunque es difícil no verlos también como un catártico agradecimiento al genio creativo de Anderson, tan proclive al ensimismamiento en los últimos años.

Licorice Pizza y Puro vicio confirmaban, cada una a su modo, la clausura contrarrevolucionaria de los 60. Una batalla tras otra, por su parte, tiene la osadía de hurgar en el presente de su país, de dejar caer la sospecha de si no deberíamos hacer algo ya mismo —de si no debería nacer un 75 francés, o un Antifa auténticamente existente—, para acto seguido proponer un futuro posterior donde la revolución parece tan imposible como ahora. Y, a la vez, tan inevitable.

Es rastreando estos brotes, este horizonte de posibilidades, donde la estrategia de adaptación de Anderson con respecto a Vineland resulta exitosa pese a todo. Al focalizar la relación que une a este padre y a esta hija —a este veterano activista al que le desconcierta la juventud con esta joven que interioriza los errores y aciertos de una generación pretérita para poder tomar el relevo—, Una batalla tras otra sintetiza su potencial revolucionario de una forma extremadamente bella, no por sencilla menos inspiradora. Con la sabiduría de los años, con la aceptación de lo transitorio —qué título tan adecuado, Una batalla tras otra—, la película sostiene que nunca nadie podrá quitarnos el deseo de revolución. Porque amar a nuestros hijos es, también, amar el futuro

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