‘Bala perdida’, Darren Aronofsky intenta ofrecer un entretenimiento ligero y fracasa estrepitosamente
Hay algo así como una contradicción irresoluble en el cine de Darren Aronofsky. Una que conduce a que, por muy irritantes que puedan resultar varias de las películas de este director estadounidense, ofrezca un desafío crítico de lo más interesante. Y es que, asumiendo que este cine navega entre dos visiones o ideologías aparentemente antagónicas, es inevitable tratar de armonizarlas para comprender lo que Aronofsky lleva desarrollando consistentemente desde que en 1998 debutara con Pi: Fe en el caos. Un título que ya era una contradicción en sí mismo.
¿Si las matemáticas son una forma estricta de organizar la realidad, por qué encomendarse al caos? Y en esta línea, si Aronofsky desconfía tanto del ser humano, ¿por qué defender sistemáticamente que puede redimirse? Todo se concretaría en el ecofascismo por contraposición al humanismo: la fría noción de que el hombre es culpable de la destrucción de la naturaleza —demandando un reinicio de la vida donde quizá no haya ni rastro de él, en lugar de asumir que el hombre es tan parte de la naturaleza como cualquier otro ser vivo—, en contraposición a la fe en un mañana mejor. Matemáticas frente a imprevisibilidad, certeza fatalista contra una incertidumbre que deviene espiritualidad. Parece difícil que todo conviva, pero lo hace. En el cine de Aronofsky lo hace.
¿Cómo? Pues a través de algo que no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que este director se crió en el judaísmo: la figura de Jesucristo. El director suele canalizar esta contradicción a través del martirio de sus personajes. Los protagonistas del cine de Aronofsky sucumben a todo tipo de obsesiones y adicciones, experimentan un sufrimiento desmedido, y finalmente se sacrifican de algún modo ofreciendo una catarsis para el género humano en su totalidad. El director entiende así lo espiritual por oposición a la materia: algo capaz de exorcizar la mezquindad de nuestra especie ofreciendo, por la vía más violenta y desoladora, una promesa de trascendencia. Puede que Noé sea su mejor película porque todo lo descrito ya viene inserto en la historia bíblica.
Sin duda la religión es la plataforma idónea para que Aronofsky profundice tranquilamente en estas inquietudes. La desquiciada parábola de madre!, con Jennifer Lawrence transmutada en virgen María/madre naturaleza, encaja igualmente con todo lo expuesto. Lo que pasa es que este director no se ha quedado ahí. Con mejor o peor fortuna, su cine se ha ido expandiendo a otras temáticas y sensibilidades, permaneciendo en su centro una forma muy específica de mirar a los protagonistas. Que, invariablemente, siempre son mártires. O mesías. Austin Butler en Bala perdida también. La última película de Aronofsky parece querer distanciarse de su filmografía anterior con un tono más ligero, pero de todas formas está protagonizada por Jesucristo.
Y tiene su mérito. La cantinela del protagonista sacrificándose por una sociedad que tal vez no lo merezca —no hay que olvidar que Aronofsky estuvo a punto de hacer una película de Batman en los 2000, anticipando la tesis de El caballero oscuro— parece alérgica a una intriga tan disfrutona en la superficie como Bala perdida. Ni siquiera es material original. Como ocurrió con La ballena a partir de una obra teatral, Aronofsky está adaptando con notoria fidelidad una novela de Charlie Huston —el guion lo ha escrito el propio autor— que centrándose en el personaje de Hank Thompson, antiguo jugador de béisbol con una colosal mala suerte, ha inspirado toda una trilogía.
Bala perdida narra cómo, de la noche a la mañana y en una Nueva York progresivamente más amenazante, Hank (Butler) se convierte en el objetivo de los criminales más peligrosos de la ciudad. Ahogando la añoranza por su pasado de prometedor deportista en el alcoholismo, teniendo un humilde trabajo de camarero e intentando ser un buen novio para Yvonne (Zoë Kravitz), Hank no hace nada para merecerse esa persecución fuera de aceptar cuidarle el gato a un amigo. Es lo que desencadena los problemas y la aparición de varios villanos a cual más extravagante, mientras la banda sonora postpunk de los Idles busca enfatizar lo “molón” del asunto. Un terreno a medio camino entre Tarantino y Guy Ritchie, que no podría parecer más en las antípodas de Aronofsky.
Una película extremadamente disfuncional
El que uno de estos villanos esté interpretado por Bad Bunny —y esto remita a aquel pequeño papel en Bullet Train—, bastaría para confirmar que Bala perdida milita en las provectas ligas del “cine cuñado”: retranca, pseudocarisma, diálogos recargados, Tarantino democratizado. Y quizá algo de voluntad hay de eso, quizá Aronofsky quiera abrirse a un público más amplio. Pero Bala perdida es cine cuñado en la misma medida que Noé era un blockbuster épico —esto es, solo a efectos de caballo de Troya—, algo que se empieza a apreciar en el momento en que llegan los primeros villanos a casa de Butler, y le pegan tal paliza como para que el prota pierda un riñón.
Tal arrebato de violencia es visualizado por Aronofsky como expresión de una crueldad arbitraria, enfatizada por el desdén de quienes la ejercen y la indefensión de Butler. Con lo que, sí, conjura una gravedad ajena al tipo de cine que Bala perdida venía rondando, e instaura una tónica que no se abandona. La violencia del resto del metraje de Bala perdida tiene un peso equivalente. Incluso cuando el protagonista toma la iniciativa, se subraya como una tragedia. Una respuesta desesperada a un mundo absurdo, que no se merece seres de luz como el pobre Hank.
Las desventuras del protagonista de Bala perdida transcurren entre estos estallidos, que según se acumulan van confirmando a Nueva York (es decir: al mundo, al género humano) como un vertedero de barbarie y corrupción. Todo lo cual movería a la admiración hacia Aronofsky, hacia su capacidad de seguir siendo fiel a sus preocupaciones medie el material que medie. Bala perdida vuelve a constatar, en fin, que Aronofsky es un autor con todas las letras, con unos principios creativos innegociables. Pero no por ello Bala perdida es una buena película. Pues la música de los Idles no deja de sonar, el guion insiste en hacerse el simpático —qué graciosos son todos esos esbirros, asegura mientras les vemos impartir un aciago sufrimiento visualizado sin distancia alguna—, y el ritmo se esfuerza en ser saltarín y atolondrado, casi ajeno a los hechos narrados.
Hablando claro, Bala perdida es una película extremadamente disfuncional. Intenta ser una nueva destilación del pensamiento de Aronofsky de forma simultánea a que fuerzas diversas pugnen por quitarle importancia, y como resultado casi nada funciona. En los primeros compases, cuando la realización busca introducirnos en el día a día de Hank —siempre acechado por el trauma sempiterno de los mártires de Aronofsky—, Bala perdida sí atina a equilibrar los tonos. Llega a ser entrañable, incluso, cuando describe la relación del protagonista con Yvonne.
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Pero entonces la violencia aumenta, se extrema el dramatismo y Bala perdida se convierte en un vía crucis ansioso por guiñar el ojo de forma grotesca —el uso del gato—, mientras los enredos y persecuciones alternan con el regodeo en el sufrimiento de Hank. El potencial lúdico se desactiva —atención a las conversaciones telefónicas con la madre, tan cerca y a la vez tan lejos de encender la sonrisa— y Bala perdida se queda sin vías operativas de seducir al espectador, condenándose a sí misma a solo poder emitir, con suma crudeza, la ideología de Aronofsky. Los disfraces son tan inútiles, las artimañas se evidencian tanto en su chillona articulación, que Bala perdida permite accidentalmente observar qué ha latido en realidad bajo el cine de Aronofsky en todo este tiempo.
Y no es algo muy inspirador. Lo percibimos a lo grande en la forma en que se “soluciona” el trauma de Hank, cuando el pensamiento de Aronofsky —por muy bizarro que nos pareciera hasta ahora— encuentra una afinidad familiar por algo tan de hoy como el individualismo que venden las retóricas terapéuticas. Esa asunción de que solo importa el yo, de que la construcción del sujeto ha de eludir su conexión con el otro, y de que el mundo es tan peligroso (e inevitablemente tan decepcionante) que lo más conveniente es limitarnos a trabajar en nuestro ensimismamiento.
Hay que concederle a Aronofsky el mérito, finalmente, de haber convertido cuestiones tan complejas como el ecofascismo o la espiritualidad en la autoayuda de toda la vida.