Cultura
Convertir el dolor en arte: “Hablar de la violación me hace tener esperanza en una transformación”
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“Comúnmente grabo de noche. Pongo la cámara en modo nightshot para iluminar la oscuridad”. Esto cuenta la cineasta chilena Carolina Moscoso en una de las primeras secuencias de su documental Visión nocturna, proyectada en el Festival de San Sebastián y ya en salas españolas. Eso es lo que pretende, iluminar la oscuridad, arrojar luz sobre lo que no se cuenta: cómo fue violada por un desconocido en 2009, cuando tenía 23 años, cómo el proceso que inició contra su agresor no resultó en un resarcimiento sino en una revictimización, y cómo vivió todo esto luchando contra un manto de silencio. “Lo que más me estaba haciendo ruido ahí era la sensación de no poder hablarlo, de estar avergonzada de lo que me había pasado, el no poder compartirlo con nadie”, cuenta a este periódico. Fue hace cinco años, cuando decidió comenzar a trabajar en el documental. Pero no es extraño que se sintiera sola también en el proceso: en el cine, su caso, el de una creadora que habla en primera persona del abuso sexual sufrido, es una rareza. Pero su historia pertenece a una tradición, la de las mujeres que hablan, que no deja de alargarse.
Moscoso comenzó a trabajar en la película hace cinco años, “cuando esta ola del feminismo no estaba tan presente, nadie hablaba de esto más allá de cómo evitarlo”. Desde entonces ha visto resquebrajarse el dique que contenía todos esos testimonios nunca contados. Entre ellos, el suyo. El dispositivo que construye para hacerlo se aleja del documental tradicional: las imágenes salen de su archivo personal, rodado cámara en mano a lo largo de 15 años, que contiene desde viajes a accidentes domésticos, fiestas o paseos. Ella misma aparece en cámara en contadas ocasiones, y apenas hay voz en off. La narración de su agresión solo aparece en textos breves, directos, superpuestos en pantalla a las imágenes de archivo: “Tal como me dijo / me quedé inmóvil en los matorrales / i no volvería a matarme. / Cuando pude moverme / limpié la sangre de mi cara, / recogí mi pollera rosa / y salí a la carretera”. En el hospital, la doctora que la atiende es reticente a darle la píldora del día después por estar contra sus creencias. En el juzgado, le preguntan si no provocó ella a Gary, el chico que la violó y al que acababa de conocer en una fiesta en la playa. “El estallido de 2018 me hizo darme cuenta de que el que me dijeran que no podía hablar de esto en primera persona era una respuesta patriarcal. Entendí esta premisa feminista de que lo personal es político, que la micropolítica es macropolítica”.
Es lo mismo que ha reivindicado recientemente la autora francesa Vanessa Springora en El consentimiento, donde narraba los abusos a los que fue sometida por el escritor Gabriel Matzneff, que empezaron cuando ella tenía 13 años y él 50. En este libro, publicado en España por Lumen en 2020, Springora cuenta no solo la manipulación emocional desplegada por el agresor, sino la connivencia de la sociedad y de su propio entorno: Matzneff apoyaba públicamente el sexo con menores de 16 años, presumía de sus conquistas en sus libros y defendía a acusados de agresión sexual a niños y adolescentes. A principios de 2020, la policía francesa registró el domicilio del escritor, las oficinas de su antigua editorial y comenzó una investigación para concluir si el blog que mantenía Matzneff contenía incitaciones al abuso de menores y para identificar a otras posibles víctimas. En un artículo publicado en infoLibre sobre el libro, la escritora y psicoanalista Lola López Mondejar resumía así la premisa de la obra: “¿Puede hablarse de consentimiento cuando se trata de relaciones entre una menor y un hombre adulto, aunque la menor acepte voluntariamente la relación?”. Springora, desde luego, lo tiene claro, y recuerda con horror aquella relación que Matzneff veía como una aventura entre iguales y de la que ella se sentía incapaz de escapar.
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Visión nocturna se pregunta también por la concepción social del consentimiento, sobre todo cuando se trata el proceso judicial que Moscoso inicia contra su agresor. Se duda constantemente de su versión, se le insiste una y otra vez en si no haría ella algo para que Gary pensara que sí tenía su consentimiento, y se interpretan las dificultades para declarar de ella —está en la universidad, debe trasladarse a otra ciudad para hacerlo— como una demostración de que el agravio no ha existido. Pero el documental combina la denuncia con una voluntad de entender las propias emociones, los efectos que la violación tiene sobre la autora, y también con una energía sanadora que empuja a Carolina Moscoso a través de la noche y hacia la luz. “Decidí trabajar conmigo misma, con mi cuerpo, y sí fue un trabajo de cinco años en el que hubo mucho miedo. La película se hace con mucho dolor y mucha rabia, pero esto es lo que nos pone en marcha“, cuenta. “No me duele más que todo los días me duelen los femicidios, las injusticias, las opresiones, me duele el sistema capitalista neoliberal masculino, pero hablar de esto me hace tener esperanza en una transformación“. No está sola en ese uso de la creación como una herramienta terapéutica, o mejor, catártica. Se sintió especialmente acompañada de Teoría King Kong, de Virginie DespentesTeoría King Kong, popularísimo texto feminista de 2006 en el que la escritora francesa narra —entre otras cosas— la violación que sufrió a los 17 años y su rebeldía ante el papel de víctima que la sociedad reserva para las mujeres. La cineasta chilena sintió, al leerlo, que se le abría una puerta: “El movimiento feminista fue lo que posibilitó que yo pudiera hacer esta película sin morir en el intento. Porque me di cuenta de que mucha gente lleva batallando contra esto”.
Tras realizar su máster en cine documental en Barcelona, Moscoso se propuso trabajar con esas imágenes que acumulaba en su archivo personal desde los 14 años, cuando sus padres le regalaron una cámara de vídeo. Su intuición es que aquellos fragmentos de grabaciones caseras, aquellos recuerdos y aquella experimentación audiovisual, podrían ayudarla a entenderse. Y acertó: “En esas imágenes estaban todas las emociones y sensaciones que yo tenía dentro. Porque eso era lo que yo quería que la película fuera, un retrato de las emociones dentro de un cuerpo”. También tenía otra certeza: era “imposible” llegar a esas emociones “con imágenes perfectas”. No podía trabajar con lo que llama “lo hegemónico”, tenía que encontrar su propio lenguaje. Es una necesidad compartida por otras autoras que se han enfrentado a la narración de un trauma: ¿cómo puede contarse algo con el mismo lenguaje que se utiliza para callarlo? Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, la autobiografía novelada que la escritora estadounidense Maya Angelou publicó en 1969, fue para ella un reto temático, pero también formal. De hecho, su uso de mecanismos narrativos, como los diálogos o la presencia recurrente de ciertas imágenes metafóricas, para contar su propia vida hicieron que los lectores consideraran que en lo que Angelou contaba había algo de ficción. Aunque quizás también tuviera que ver con eso la dificultad de enfrentarse al relato de su violación a los ocho años, una sombra que puede sentirse a lo largo de todo el libro.
También Violación Nueva York, de la escritora y artista Jana Leo, publicado en español en 2017, se mueve entre las aguas de varios géneros. Es el testimonio en primera persona de cómo un desconocido la violó en su apartamento de la ciudad estadounidense, donde reside, pero también es el relato de una investigación minuciosa que finalmente permitiría localizar, juzgar y condenar a su agresor. Y también un texto ensayístico sobre cómo la desigualdad y las tensiones económicas ponen el crimen al servicio del beneficio económico y la gentrificación: si el agresor pudo llegar a su casa es porque a su casero le convenía mantener el edificio en malas condiciones, con las cerraduras rotas o las puertas desvencijadas, para que los inquilinos se marcharan y poder subir el precio de los pisos. En el libro de Leo también están presentes esos documentos legales cuyas formulaciones alambicadas pueblan, como una pesadilla, la película de Carolina Moscoso. Cuando comienza a trabajar en el largometraje, la cineasta se da cuenta de que si quiere terminarla tiene que cerrar primero el proceso judicial, que se alarga sin resultados. “Yo no sabía lo que iba a pasar en el juicio, no sabía cuál iba a ser el final”, cuenta. “¿Y qué es lo que pasa? Que no pasa nada”. El delito prescribe sin que haya condena. “Esa sensación abismal y de vacío es cuando me di cuenta de que esta película tiene un final triste”, lamenta. “Al final de eso creo que el cine viene a salvarnos. Yo quería hacer un cine que transforme mi realidad mientras lo hago. Y a mí me salvó”.