Cultura / Análisis

El discutible uso de Emilia Pardo Bazán como “faro de la igualdad” en el futuro del Pazo de Meirás

Fotografía de la boda de Blanca Quiroga Pardo-Bazán y José Cavalcanti de Alburquerque y Padierna en Meirás (militar golpista), con Emilia Pardo Bazán como madrina.

Xosé A. Fraga

El paso del Pazo de Meirás al patrimonio público después de ocho décadas en poder de la familia Franco está generando un debate sobre su futuro. El presidente de la Xunta de Galicia se manifestó a favor de “convertir el pazo en el faro de la igualdad”, justificando ese objetivo en el “legado de Pardo Bazán como precursora de la igualdad de derechos”. Con una sorprendente celeridad, altos cargos de la Xunta presentaron en pocas horas unas propuestas de uso en las que se insistía en hacer justicia “a la apuesta por la libertad de doña Emilia”. De forma paralela, en estos días diversos medios se esfuerzan por destacar, edulcorada, la figura de la escritora.

No me voy a detener en la obviedad de que esas propuestas pretenden eliminar o reducir al mínimo el tratamiento en clave de memoria democrática de aquel espacio. En este comentario quiero explicar, de manera muy resumida, que esa pretensión se cimienta sobre una interpretación errónea de la historia y de la figura de Emilia Pardo Bazán. Un personaje destacado que merece reconocimiento por su labor literaria, acción cultural y la defensa del protagonismo de la mujer en la sociedad. Esa relevancia y la relación con el Pazo de Meirás hacen obligado que allí se le recuerde y celebre. No obstante, como veremos, su vida y obra no se pueden asimilar al concepto de igualdad.

En nuestro análisis trataremos de no caer en una deformación presentista, valorar el pasado desde criterios de la actualidad, olvidando el contexto y la mentalidad del momento. Por eso, por ejemplo, no vamos a decir que Emilia Pardo Bazán es incompatible con el concepto de igualdad porque fue racista y antisemita –que lo fue– porque muchos intelectuales españoles de su tiempo compartían esa perversa mirada.

La escritora banalizó y ridiculizó la quema de judíos en las hogueras inquisitoriales, “¡vaya V. a llorar por unos cuantos judíos achicharrados en el siglo XVI!” (carta a Luis Vidart, 1881), se mostró comprensiva con las persecuciones antisemitas y justificó el trato injusto recibido por Dreyfus por su origen judío. Frente a la ejemplar y arriesgada posición de su viejo conocido Émile Zola denunciando la conjura, o la postura de otros intelectuales españoles, Emilia expresó comprensión con el antijudaismo en 1899. Para ella el pecado de los judíos era “subsistir una nación dentro de otra nación”, deberían hacer –nos explicaba –como los fenicios, diluirse en las diversas sociedades. Por lo que “la cruzada contra Dreyfus se explica, y al explicarse queda medio justificada”; el perseguido pasaba, según la escritora, a ser culpable: “infeliz víctima de la tenacidad de su raza” (La Ilustración Artística, 3 julio, 1899). Porque cuando le interesaba Emilia aplicaba una versión conservadora del darwinismo social: las razas y lenguas luchan, unas ganan y otras deben aceptar la derrota, una marginalidad irreversible. Así, en 1887 explicó que su “raza” estaba por encima de las otras, pues “creemos en la superioridad absoluta de la raza indoeuropea, noble y preclara, capaz de las más altas y profundas concepciones a que puede arribar la humana mente” (La revolución y la novela en Rusia).

Clasismo militante y excluyente

Emilia Pardo Bazán no se puede asociar a un “faro de la igualdad” porque mantuvo como señal de identidad un clasismo militante y excluyente. Para la escritora la sociedad estaba constituida por sectores diferenciados e impermeables. De origen hidalgo con algún pariente noble, la familia Pardo-Bazán Rúa-Figueroa situó como prioridad constante el establecimiento de barreras sociales y su ascenso a la cumbre de la aristocracia, de la que no formaban parte. Su padre, José, acudió al Congreso como diputado del Partido Progresista tras las elecciones de 1869. Allí realizó un rápido ejercicio de transfugismo y se opuso a las medidas de su grupo político sobre la relación entre la Iglesia y el Estado, al tiempo que negociaba, dinero incluído, con el secretario del cardenal García Cuesta (arzobispo de Santiago) una distinción nobiliaria. Así logró el título pontificio de conde, que convalidó para su uso en España negociando con el entorno del rey Amadeo, el monarca al que la familia boicoteaba y despreciaba. En 1908, a Emilia se le concedió el título de Condesa de Pardo Bazán, que cambió por el de Torre de Cela en 1916. Pasó al hijo Jaime, no a las hijas, el título de Torre de Cela y este realizó arduos esfuerzos para que la Casa Real le concediera la condición de Grande de España, el grupo más selecto de la nobleza. Emilia quiso que ese afán diferenciador también se visualizara en símbolos externos; la estrafalaria reforma de la que era Granja de Meirás, iniciada en 1894, pretendía mostrar eso. Como complemento lógico de esa visión medieval y elitista, la novelista expresó en los escritos su oposición radical a la movilidad social, que situaba como pecado digno de castigo, excepto para ella y los suyos.

En 1873 anotó en sus impresiones del viaje por Francia esa perspectiva de una sociedad segmentada. Y ya en el inicio indicaba: “La desgracia inmensa de la Francia es que la segunda [la clase media] predomina”. Sí, ese era el grupo social odiado (“he ahí el lodo”). A los trabajadores los trataba con desprecio, como niños pequeños precisados de guía. De la nobleza precisó que “no hay frases bastantes para alabarla”; como explicó en numerosos escritos, las clases aristocráticas estaban destinadas a ejercer la “influencia civilizadora”, ese era el papel que se autoasignaba.

Emilia menospreciaba a los labradores, personas que malvivían, trabajando en base a una institución de origen medieval, el foro, a cuya redención se opuso su familia. Ella y los suyos vivían básicamente de las rentas agrarias, como propietarios absentistas, recibiendo dinero procedente de hasta once unidades de explotación agrarias (“partidos”). Incluso en el período en el que la escritora cobró importantes retribuciones por la labor profesional, estas solo suponían un 25% de sus ingresos totales, casi tres pesetas de cada cuatro procedían de las rentas del rural, del trabajo de esa gente “inferior”.

Por otra parte, conviene destacar que la escritora criticó el determinismo presente en las novelas de Émile Zola porque entendía que negaba la libertad a los seres humanos, sin embargo en el terreno social ella fue bastante más allá. El desprecio para las clases humildes está acompañado en su obra de una consideración de ellas como un grupo humano con unas características biológicas limitantes, una especie de raza inferior, que, por lo tanto, el factor educativo no sería capaz de transformar. Lo que les correspondía era aceptar su posición subalterna. Por eso, cuando Emilia hablaba de uno de los intelectuales que más odiaba, Jean Jacques Rousseau, hacía hincapié en que había nacido “plebeyo” y que cometió el sacrilegio de no aceptar su condición: “La resignación, esa virtud de los pobres (...) le falta en absoluto” (El lirismo en la poesía francesa, 1921).

Insensibilidad social, los “gusanos”

En diversas ocasiones Emilia se presentó como una mujer “campechana”, de trato fácil y “franca” en sus expresiones. Una “democrática familiaridad” que probablemente procedía del sentimiento de pertenecer a la élite; en todo caso, del conocimiento actual de su biografía destaca el silencio con que recubrió relevantes cuestiones que no le interesaba desvelar y el uso de tergiversaciones en sus escritos autobiográficos.

La distancia que manifestó con los seres humanos que sufren, con los desfavorecidos, impresiona. En ese punto acertaba Manuel Murguía cuando le decía en 1896: “¿Cree acaso la eximia que el rebaño labriego de su país está compuesto de una especie de animales racionales, cuyo destino se limita a labrar la tierra, pagar foros y rentas, oír misa los domingos y comulgar por Pascua florida?”. (La Voz de Galicia, 15 de diciembre, 1896). La escritora elogió en 1905 la decisión de gobernador y alcalde de Madrid de “barrer los golfos, mendigos, busconas, hampones, perdularios, artistas de lana miseria y otros gusanillos de la gusanera matritense” (La ilustración artística, 17 julio). Como vemos, para ella no eran seres humanos, se trataba de gusanos. Que no eran pobres “porque su mala fortuna les haya hecho necesitados”, sino por una inclinación natural, biológica. Duele leer esas frases, constatar la enorme distancia moral con Concepción Arenal, o recordar lo que dijo Emilia en 1916 sobre el desastre de la I Guerra Mundial que causaría más de diez millones de muertos (casi todos “plebeyos”), afirmando que encontraba menos irreparable “la pérdida de vidas humanas que la de tesoros de arte” (conferencia “El porvenir de la literatura después de la guerra”). Con ese talante no nos puede sorprender que a la muerte de Zola (1902) por asfixia derivada de una mala combustión, le había escrito a Blanca de los Ríos un texto bien frívolo e inhumano: “La muerte de Zola ha sido bien insípida. ¡Mire usted que calentarse con carbón mineral, la cosa más dañina, un escritor, abogado del progreso, de la higiene, un naturalista!”.

Emilia Pardo Bazán no fue Madame Égalité (tampoco Liberté, ni Fraternité)

Difícilmente se puede afirmar que Emilia Pardo Bazán había apostado “por la libertad” ya que se posicionó frente el pensamiento democrático de su tiempo. Su radical, no coyuntural, rechazo del parlamentarismo, “por mí, que las Cortes se nombren de real orden, y librémonos de los trastornos que las elecciones llevan consigo” (junio, 1898), significaba una regresión política. Defendió de forma continua el absolutismo y la autocracia, la existencia de una voluntad superior, monarca absoluto, ejerciendo un poder sin contrapesos. Lo hizo desde la reivindicación del pasado, del Antiguo Régimen (su sociedad ideal era la del siglo XVII, la del absolutismo de los Austrias), un universo de privilegios para unos pocos y de miseria e injusticia para la inmensa mayoría. Por eso es difícil considerarla como una liberal conservadora, pues opinaba como una reaccionaria y en ella estaban vivas las ideas de pensadores antiliberales como Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Donoso Cortés.

En España, el carlismo era la opción política que defendía ese mundo y a él se sumó. Su no fue –como se repite tantas veces– la seducción pasajera y superficial de una joven; formó parte del movimiento más de la mitad de su vida, hasta 1888, en dos etapas. En la primera con un intenso compromiso, realizó una auténtica peregrinación carlista por Europa con visita a la quinta del pretendiente a las afueras de Ginebra (1873); incluso, al año siguiente, estaría involucrada en la adquisición de armas para el ejército rebelde. En 1888, ya sin el marido José Quiroga, visitó en Venecia al “rey” carlista, frente al que se arrodilló; en ese momento buscaba conciliar la parte moderada de ese movimiento con lo que representaba en la España de la Restauración a dinastía Borbón reinante.

Al margen de la militancia carlista, Emilia Pardo Bazán continuó toda su vida defendiendo un pensamiento político y social autoritario, contrario a la soberanía popular, sobre lo que había iniciado un escrito ya en 1877, “Teoría del absolutismo”, y que se plasmaría en su obra. Incluso en pleno éxito literario, en las conferencias del Ateneo de Madrid a principios de 1887 sobre la novela rusa, se mostró favorable al absolutismo. Para ella “la autocracia no nos parece un abuso secular ni tiranía violenta”; en Rusia observó “labriegos puros” que amaban al zar, al “padrecito”, “no contaminados por la civilización occidental importada del corrompido Occidente”. También consideraba superior su organización campesina a las constituciones de los países liberales, que calificó de “derecho estéril y ilusorio escrito en papel y envuelto en fórmulas”. En coherencia con esas posiciones, realizó una crítica superficial al caciquismo político de su tiempo pero nunca lo hizo con las instituciones que estaban detrás de él y a las que habían constituido la base del Antiguo Régimen: la Monarquía y la Iglesia. En distintas intervenciones celebró la labor de la Inquisición, (que llegó a calificar de “benéfica”) y rechazó que había jugado un papel negativo en la difusión del conocimiento.

Una feminista contradictoria

Emilia Pardo Bazán fue feminista, ya que afirmó que todos los derechos que tenía el hombre debería tenerlos la mujer y desde esa perspectiva actuó en el debate público. Además, sufrió discriminación de género, por ese motivo fue excluida injustamente de la Real Academia Española. Expresó sus ideas sobre estas cuestiones en diversas publicaciones e intervenciones, por ejemplo en el Congreso Pedagógico de 1892, donde criticó las bases de la subordinación cultural femenina y reclamó el derecho la una educación igualitaria y la independencia de las mujeres. Tan importante como esos escritos y declaraciones lo fue su actitud y comportamiento, pues decidió no aceptar el papel subalterno que la sociedad le asignaba por ser mujer y peleó por tener vida propia en un mundo masculino, incluso disfrutar de biografía sentimental autónoma, un recorrido que inició bien pronto, con Augusto González de Linares (1873-75), y en el que alcanzó alguna relación ejemplar, igualitaria (como en el caso de Galdós). De hecho en su vida personal fue mucho más allá que las mujeres que aparecían en sus escritos. Sin embargo, en este tema hay que evitar miradas presentistas, ya que la lectura actual de los recorridos vitales y sentimientos de las protagonistas femeninas de sus novelas nos sitúan frente a comportamientos bien convencionales. Pero si leemos algunas reacciones escandalizadas de aquel tiempo a esos textos y de otros autores españoles de la época, observamos esos perfiles tradicionales aún más pronunciados, incluso en novelistas de progresistas como Galdós. El mundo literario español se movía en el terreno de la hipocresía, existía una enorme distancia entre la práctica social y lo aceptado para ser publicado.

La apuesta feminista de Emilia merece reconocimiento, si bien no está exenta de sombras y algunas son relevantes. Por ejemplo, si tenemos en cuenta sus posiciones racistas y clasistas, contrarias a la movilidad social, surgen interrogantes a la hora de identificar a las mujeres objeto de derechos para Emilia Pardo Bazán y a los límites de estos. O sobre cómo sería posible el ejercicio de esos derechos en el modelo de sociedad estamental y aristocrática que anhelaba la escritora, su adorado siglo XVII. También sobre su consideración del carácter transversal de la misoginia en las diferentes opciones políticas de su tiempo, una equidistancia que aún hoy sigue teniendo predicamento. Es evidente que la mentalidad misógina y los comportamientos machistas estaban presentes en todos los ámbitos ideológicos, pero el tema exige alguna matización. Recordemos el relevante papel que tuvo el líder krausista Francisco Giner en la fundamentación teórica del feminismo de Emilia; él fue quien le recomendó la lectura del libro de John Stuart Mill La esclavitud de las mujeres, del que la escritora extrajo valiosos argumentos. Tanto Giner como Mill eran dos liberales progresistas, lo que no nos debe sorprender, pues de ese mundo ideológico, y del de la izquierda en el siglo XX, surgieron las iniciativas igualitarias, con retrasos y contradicciones, pero esa fue la fuente. En este capítulo de derechos resulta ilustrativa del personaje la respuesta de Emilia a una encuesta de Carmen de Burgos para un libro que esta publicó en 1904 sobre el divorcio: “No le contesté a usted porque no tengo opinión ninguna sobre el divorcio, y por lo tanto no me es posible emitirla. Necesitaría dedicarme a estudiar esa cuestión, y no dispongo de tiempo”. Llevaba veinte años separada del marido; eso sí, un divorcio disimulado y manteniendo el status patrimonial.

También debería sorprender que la escritora feminista no hiciera alusión a la misoginia y machismo presentes en aquel tiempo en instituciones como la Monarquía, el Ejército y la Iglesia. De hecho, afirmó que la educación religiosa era la que menos discriminaba por géneros y no dijo una palabra sobre la marginación de la mujer en las estructuras eclesiásticas. Otro elemento difícil de encajar con su feminismo es el hecho de que no aplicó su postura sobre la igualdad educativa a sus hijas, que tuvieron una formación y vida totalmente tradicionales.

Hay otra contradicción que no se puede ocultar, y que no es menor. Hablamos de la ausencia de sororidad (solidaridad con otras mujeres) en Emilia Pardo Bazán. La escritora maltrató a varias y además usó con ellas argumentos misóginos. Sobre su contacto con dos figuras ejemplares, Juana de Vega y Concepción Arenal, solo escribió un comentario bien ruin: “Las dos presentaban un aspecto viril. Juana de Vega mostraba sobre las sinuosidades del labio superior algo que pasaba de bozo, y que sombreaba una boca seria y descolorida. Y doña Concepción Arenal poseía las formas rectas y angulosas de un muchacho que ha crecido pronto”. Además, es sabido que la novelista ignoró a la gran poetisa Rosalía de Castro, por ejemplo cuando en 1880 publicó Follas Novas, pero presidió una celebración en su honor en la que menospreció su obra y utilizó el evento como un acto de afirmación ideológica personal.

¿Qué puentes de diálogo construyó, qué progreso propuso?

En la parte final de los años setenta del siglo XIX Emilia Pardo Bazán decidió tener presencia intelectual en el escenario público español. Probó diversas opciones creativas e, inteligente, buscó contactos en diferentes ámbitos; no quería moverse en la marginalidad. En esos contactos iniciales obtuvo mejor recepción en la esfera liberal progresista (los krausistas) que en la de los más próximos a sus ideas (Menéndez Pelayo y Pereda), reacios a aceptar el protagonismo de una mujer. Sin embargo en 1886, cuando ya había alcanzado el éxito, la escritora realizó una descripción desdeñosa del movimiento krausista, al que debería estar bien agradecida.

Estuvo atenta a las novedades e incorporó algunas a su obra pero, siempre dócil con los viejos poderes, no llegó a establecer un auténtico diálogo intelectual, una construcción de puentes, entre su cosmovisión tradicionalista y el mundo liberal, porque nunca aceptó un cuestionamiento de sus radicales posiciones. Su esfuerzo modernizador se limitó a reclamar del sector tradicionalista que participara en los debates de su tiempo y, sobre todo, a pulir y poner al día algunas de las viejas propuestas de ese universo ideológico, porque estaban obsoletas y, sobre todo, porque carecían de eficacia comunicativa en el siglo XIX. De hecho, su eclecticismo fue sólo literario, no un encuentro auténtico y fructífero entre dos mundos ideológicos. Por eso relativizó o ignoró las mejoras legislativas que permitían caminar hacia igualdad, quizás porque ella priorizaba una visión preliberal y esos avances no encajaban en su modelo social. En todo caso, si se afirma que la labor intelectual emprendida por Emilia Pardo Bazán suponía una exploración hacia otras formas de progreso, debería explicarse en qué se concretó de forma diferenciada esa alternativa. Lo que sí sabemos es que el desarrollo de la línea de pensamiento en la que se sentía cómoda la escritora llevó a los autoritarismos de derecha que dominaron en ciertos países europeos en los inicios del siglo XX.

Emilia Pardo Bazán, feminismos y dobles varas de medir

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Por todo lo comentado considero que la relevante escritora Emilia Pardo Bazán no puede ser la luz de un “faro de la igualdad” en un futuro del Pazo de Meirás.

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Xosé A. Fraga es ensayista y divulgador científico. Una versión de este artículo fue publicada en gallego el pasado 31 de diciembre en La Opinión de A Coruña

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