Arte

La expresión fundida a negro

'La brecha de Víznar', 1966, obra de José Guerrero.

Escapar de España para encontrarse a sí mismo. Para caminar hacia el arte y los sueños, y dejar atrás lo pequeño y lo opresivo. Partir en busca de una libertad que finalmente, tras muchos rodeos, se hace carne en Nueva York. No es la historia de un joven de estos tiempos de emigración, sino la de otro joven en otros tiempos de emigración, que él emprendió por voluntad propia. La leyenda de la época en que el pintor José Guerrero (1914-1991) vivió y creó en la ciudad estadounidense, 16 años que empezaron a contar a contar a sus 36, a partir de 1950.

Asfixiado por su Granada natal, ciudad con la que acabaría por reconciliarse, el artista marchó para convertirse en aquello a lo que aspiraba. De esos tres lustros en la urbe de los rascacielos, que entonces tomaba el testigo a París como epicentro de la modernidad, da cuenta la exposición The presence of black, hasta el 6 de abril en la Casa de las Alhajas de Madrid. La muestra, la primera en acotar y subrayar los años americanos del pintor, procede de la Alhambra y el Centro José Guerrero, y pasará posteriormente a la Fundació Suñol de Barcelona (del 7 de mayo al 5 de septiembre).

Representante español del movimiento estadounidense por antonomasia, el expresionismo abstracto, Guerrero se introdujo en los ambientes neoyorquinos de vanguardia de la mano de la que sería su esposa desde 1949, la periodista de la revista Life Roxane Whittier Pollock. Más tarde, a partir de 1954, le proporcionaría la plataforma para acercarse y mezclarse con los grandes de la época –Kline, Pollock, Rothko, Still- la galerista Betty Parsons, que albergó en su espacio las primeras exposiciones individuales de Guerrero en tierras estadounidenses.

Vista de la exposición | FUNDACIÓN MONTEMADRID

Obsesionado con la fuerza del color, que como él mismo explicó en una entrevista se escondía en todos los rincones de la vida que él vivía, en “el cielo, el campo, las flores, las verbenas, los balones de los niños, los columpios”, Guerrero, de quien se han cumplido cien años de su nacimiento, efeméride que quiere conmemorar esta muestra, experimentó con las texturas y los materiales en murales que pasarían a llamarse frescos portátiles, de los que pueden contemplarse cinco ejemplos.

Aquellas obras, hijas de la simbiosis entre pintura y arquitectura por la utilización de materiales de construcción como la uralita, los ladrillos refractarios o bloques de cemento, acompañan otras indagaciones guerrerianas, algunas -como aquellas- inéditas en España, que jalonan el recorrido de la exposición, dividido en cinco apartados. Al centenar de murales, dibujos, pinturas y grabados que pueden verse, comisariados por Yolanda Romero, se suma también una copiosa documentación, con fotografías, películas, carteles o catálogos. 

Este paseo por los colores en estado salvaje, con el negro -tonalidad que él asociaba a la idea de España- como protagonista inexcusable, abarca las dos plantas del edificio propiedad de la Fundación Montemadrid, reabierto tras varios años a las exhibiciones de arte con esta monográfica sobre el granadino, que ya pobló las mismas estancias en 1980. Desde sus trabajos como recién llegado a EEUU en torno a la abstracción biomórfica, la que toma las formas de la naturaleza para crear composiciones de formas disueltas -y que también practicó Joan Miró, con quien participó en una exposición en Chicago en 1954- el camino se mueve hacia esas piezas que ponen de relevancia la faceta del pintor como muralista.

Apabullado por lo que vio en Estados Unidos, Guerrero comenzó a transitar hacia el gesto, material primero del action painting de Pollock y compañía, valiéndose de técnicas como el dripping, la salpicadura. Una vez volcado de lleno en el expresionismo abstracto, volvería a hacer hueco entre sus temas a las enseñas granadinas del Albaicín, el Sacromonte y la Alhambra, fortaleza cuyos arcos fueron para él recurrente motivo de inspiración.  

A aquellos paisajes regresó sobre el lienzo en los años en los que el arte pop de Warhol desplazaba con su desparpajo al muy intenso expresionismo abstracto, cuyas profundidades sondeó Guerrero con ayuda de su psicoanalista, con quien tuvo que abordar una fuerte crisis de identidad que le asoló entre 1958 y 1962, momento en que quiso recuperar su españolidad hasta entonces apartada. A la secura y el calor retornó también físicamente el pintor en 1965, en un periplo por Andalucía junto a su esposa para realizar un reportaje sobre el 30 aniversario del asesinato de su paisano Federico García Lorca, a quien llegó a conocer en los años 30, y quien entonces le animó a perseguir su vocación de pintor.

De aquella visita, preludio de su vuelta definitiva, surgió una de sus más célebres y conmovedoras pinturas, La brecha de Víznar, inspirada en el poeta, muerto en aquel barranco. Viaje a viaje, también los que antes de Nueva York  realizó a París, Berna o Roma, aún como aprendiz hijo de una humilde familia, Guerrero fue forjando su personalidad íntima y artística, plena de luchas y superaciones. "Mi defensa ha sido el no aprender demasiado pronto. Mi torpeza ha sido mi guía en la pintura", dejó dicho. "Mi intuición siempre me dio la esperanza de ver el camino abierto, de ir siempre más lejos".

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