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Fotografía de archivo del 25/09/2015 del escritor español Javier Marías durante una entrevista con Efe en Madrid

La primera noche que fui a cenar a casa de Javier Marías, apareció por allí, de repente, Francis Ford Coppola, el director de las tres partes de El padrino, de Apocalypse now y de una película menos reputada y que me gustaba a mí más que a él: Peggy Sue se casó. Él era más partidario de La conversación. Normalmente, esas citas, que repetíamos a menudo por aquella época, eran en un restaurante cercano a su domicilio, que él frecuentaba y donde, a los postres, se pedía siempre, mientras te hablaba de su insomnio, un café solo y una Coca Cola: “Como me cuesta dormir, leo los periódicos y algunas revistas a esa hora”, decía, antes de seguir la conversación sobre algún libro, escritor o amigo común y, de forma inevitable, sobre fútbol, un deporte que le gustaba tanto que alguna vez jugamos a hacer la futura alineación del Real Madrid, incluyendo a los jugadores fichados ese verano, y que también propiciaba que me riñese por mi doble militancia en ese terreno, donde uno es a partes iguales merengue y del Athletic de Bilbao: “Eres un espía doble, es decir, un doble traidor”, me decía él, que sabía de qué hablaba porque leyó muchas y ha escrito algunas fantásticas novelas sobre ese mundo lleno de espejismos y dobles identidades de los servicios secretos.

Bromeaba, aunque quién puede asegurar hasta qué punto, porque eso, con Javier Marías, no era fácil tenerlo claro: en su día, me había nombrado parte del cuerpo diplomático de su Reino de Redonda, en concreto, embajador ante el propio Real Madrid, con el apodo de “Netzer”, un centrocampista alemán llegado en los años setenta al equipo y que a los dos nos había entusiasmado en tiempos; pero un día le disgustó verme en la televisión junto a un colega que lo había atacado, y me castigó añadiendo a mi cargo una palabra amenazante: “provisional.”

Coppola era uno de los duques de ese territorio imaginario que el autor de Mañana en la batalla piensa en mí gobernaba con el nombre de Xavier I, y no había llegado a su casa de la Plaza de la Villa en persona, sino a través de un fax que, sin duda, simbolizaba la pasión de Javier por los aparatos en desuso –aunque tengo que revelar que no estaba tan desinteresado en los adelantos técnicos como hacía ver, ni dejaba de beneficiarse de algunas de las ventajas que te dan un teléfono móvil o la existencia de internet–. Si no recuerdo mal, la comunicación tenía algo que ver con un premio que tramaban darle al premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee. De lo que sí estoy seguro es de la razón por la que en aquella ocasión me había sugerido que nos viéramos allí: se había hecho con una grabación en vídeo de la final de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el Eintracht de Frankfurt, que ganaron Alfredo Di Stéfano y los suyos por siete a tres.

La relación con Marías, a quien siempre había admirado y un poco temido, por la fama que lo precedía y las leyendas que le llegaban a uno sobre su carácter supuestamente irascible y maniático, se había estrechado tras la publicación de su obra Negra espalda del tiempo, en 1998, un libro que me había deslumbrado y del que había escrito y dicho cosas que a él le agradaron. No hay libro suyo, literalmente, que me haya disgustado y hay muchos que me entusiasman, pero ese es mi predilecto. Alguna vez me echó en cara, una vez más medio de verdad y medio de mentira, que algún título suyo posterior “no parecía haberme agradado tanto.” Miro algunos de ellos ahora, en su casi totalidad dedicados por él con su hermosa “letra de poeta inglés de entreguerras”, como  solía decirle, y la sensación de desamparo y pérdida es inevitable. También las preguntas y, entre ellas, la peor: ¿Por qué no nos veíamos tanto, últimamente? No había pasado nada, cuando coincidíamos, en una emisora de radio, en un acto público o una fiesta privada, aún lo pasábamos muy bien y en la despedida nos prometíamos llamarnos pronto y quedar, pero no lo hacíamos. He mentido, no lo pasábamos muy bien, sino algo más: Javier tenía un sentido del humor extraordinario, te reías con sus ocurrencias y sus filias y fobias, pero además solías aprender en cada ocasión algo nuevo, era un pozo sin fondo de conocimientos, algunos de ellos nada habituales, y también un curioso insaciable: en una de las primeras charlas que tuvimos, le puse al corriente de mi devoción por Bob Dylan, del que yo, para entonces, ya llevaba más de veinte años coleccionando discos, libros, artículos y objetos de toda clase, y al que había visto actuar en infinidad de ocasiones, por medio mundo, y quiso saberlo absolutamente todo sobre él. Los dos Marías asomaron en este asunto: el esnob, que juraba que su disco favorito del genio era Pat Garrett & Billy the Kid, o sea, el único que es prácticamente instrumental –aunque, eso sí, contiene el himno Knockin´on heaven´s door–; y el extremadamente generoso, que poco después me regaló una primera edición del primer libro del futuro premio Nobel de literatura, Tarántula. Le correspondí unos meses más tarde con una carta manuscrita de John Gawsworth, uno de los monarcas anteriores del Reino de Redonda, que le había comprado en una librería de Londres.

Siguiendo en el territorio fronterizo entre el rocanrol y la escritura, cuando, en el año 2003 publiqué el libro de cuentos Jamás saldré vivo de este mundo, se me ocurrió que el volumen tuviera artistas invitados, como ocurre en los discos, y pensé en cuatro primeros espadas: Juan Marsé, Almudena Grandes, Enrique Vila-Matas y el propio Javier Marías, que colaboraron, cada uno de una forma distinta, en cuatro relatos. Con él, que me siguió el juego sin dudarlo, fue divertido: yo iba imaginando y redactando escenas, lo llamaba y él me decía cómo las continuaría él. Así lo hicimos. Pensar hoy que, de esos cuatro amigos y maestros, tres ya no están aquí, es terrible.

Mi Javier Marías es un hombre leal, inteligente, mordaz, divertido, indómito, dulce con quien quería y duro cuando tocaba; educado y un punto distante, con esos modales un poco antiguos de los que presumía; siempre dispuesto a la broma pero con poca paciencia para las tonterías; sarcástico con los enemigos –que le salían por todas partes a causa de su bendita costumbre de decir lo que pensaba y de no atenerse a las reglas de la corrección política– y defensor a ultranza de los amigos; es alguien que iba por libre, a su bola, que se consideraba extranjero en una era que ya no le parecía suya y de la que le desagradaban la zafiedad y el embrutecimiento que se extendían por sociedades vendidas al dinero y dominadas por la hipocresía, a las que con tanto brío combatía en sus artículos; un lector al que le agradaba sobremanera hablar de poesía, al menos conmigo, y una persona más nostálgica de lo que pueda parecer, un ser muy apegado a la infancia, a su padre filósofo, a los soldaditos que compartían espacio con los libros en sus estanterías… Y en lo que se refiere a su obra, un auténtico número uno, dueño de un estilo propio, de una personalidad avasalladora. Después de Negra espalda del tiempo, la trilogía Tu rostro mañana, obras inmediatamente anteriores como Mañana en la batalla piensa en mí y más recientes, entre ellas la pareja que forman Berta Isla y Tomás Nevinson… están entre las cosas que yo me llevaría a una isla desierta: son extraordinarias y él es un creador único.

Lo voy a echar mucho de menos y el país entero debería de hacer lo mismo: no hay otro igual.

Por mi parte, me gustaría decirle adiós con este poema, muy sencillo, que le dediqué en el libro Iceberg:

VIAJE AL REINO DE REDONDA

Una noche,

el poeta Lawrence Durell me dijo:

Dormir no tiene muros.

Un día,

Dylan Thomas escribió para mí:

No temas a las hélices que hacen girar tu voz. 

Hoy viajo hacia la isla de Redonda.

Una tarde,

pensé que cada paso 

que se da bajo el sol 

nos acerca a la nieve.

Hoy zarpo hacia las playas de Redonda.

No busco los placeres sin cicatriz de Ítaca;

no busco un Paraíso y las patrias no existen,

no son más que un espacio entre dos extranjeros: 

voy a dejar atrás lo que nos ciega,

nos vacía,

lo que es dulce en los ojos 

y acre en el corazón. 

Cuando llegue a Redonda

enterraré en su arena

los puñales que el mundo ha clavado en mi espalda.

Nunca seas soberbio

—me aconsejó una noche el poeta John Gawsworth—,

pero defiende siempre tu verdad.

Seguiré esas palabras

Muere a los 70 años el escritor Javier Marías

Muere a los 70 años el escritor Javier Marías

para llegar al Reino de Redonda.

Allí seré feliz,

allí estarán ya juntos mis sueños y mi vida.

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