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Jorge Drexler: “Al componer estoy voluntariamente exponiéndome al fracaso”

El músico Jorge Drexler durante la promoción de su disco 'Salvavidas de hielo', en Madrid, en septiembre de 2017.

Jorge Drexler (Montevideo, 1964) ha dormido mal. Y poco. En vez de sueño, las palabras de los amigos de México, temblando aún por el terremoto. La entrevista tiene lugar cuando solo han pasado horas del seísmo que se ha cobrado 292 vidas. “Cuando pasa una tragedia así en un lugar que conoces, el miedo tiene nombres y apellidos, tiene casas, habitaciones...”, se lamenta el músico uruguayo. Allí, justamente, estuvo grabando el disco que presenta ahora, Salvavidas de hielo (Warner), y allí se encontró con las voces de Natalia Lafourcade, Julieta Venegas y Mon Laferte –chilena, pero residente en Ciudad de México desde hace una década–, con la pluma y los coros del cantautor David Aguilar y con las cuerdas de Joel Cruz Castellano, entre otros. Allí viaja antes de empezar la gira por Uruguay, Chile, Argentina y España que le mantendrá ocupado desde octubre a febrero.

Es él quien saca la similitud entre La balsa de piedra, de José Saramago, y su salvavidas helado. Ambos parecen de poca utilidad. “Llevo tiempo con ese concepto de agua flotando sobre agua, un elemento de salvataje que contiene su propia destrucción. Un reconocimiento de que en esta vida a lo que puedes aspirar es a tener pequeños estados de flotación, pequeñas epifanías que no duran para siempre”, cuenta en las oficinas de la discográfica. Algo pesimista, ¿no? “Es lo contrario: es una pulsión de vida. Celebremos que estamos a flote, porque no es para siempre.”

Cuenta Drexler que este disco tiene mucho de “crisis de los 50”. Los que le pillaron con la salida de su anterior disco, Bailar en la cueva, en 2014. Si allí había electrónica y ritmos que invitaban a seguir la consigna del título, aquí, explica, solo hay guitarra y voz. En un sentido amplio de la palabra, porque Salvavidas de hielo contiene ukeleles, leonas, jaranas, e incluso algo de electrónica, además de silbidos, palmas y la aparición estelar de su canario Pico. “No quiero ornamentos del sonido, quiero solo melodías y letras”, se dijo antes de iniciar el proceso de composición que duró un año. Un año de calma y de rutina, en casa, como hacía tiempo que no tenía. “Me permití el lujo, después de muchos años, de tomarme tiempo para escribir”, dice. Ya garabatea las canciones en hojas estampadas con nombres de hoteles ni apura el tiempo entre avión y avión. Más bien, ha decidido no hacerlo, después de 20 años de carreras. “Un poco fascinado por el cambio de vocación que tuve en los treinta, cuando dejé la medicina para dedicarme a la música, de manera un poco irresponsable fui aceptando todo, tocando en todo”, recuerda. Ahora se da cuenta de que en ese alboroto llegó a cruzar el Atlántico hasta 20 veces al año.

Rozalén desentierra el pasado

¿Qué tuvo que pasar para que pulsara la tecla de stop? Algo, en realidad, muy pedestre. Hacienda le informó de que ya no podía declarar sus ingresos como una sociedad, aunque hubiera sido un criterio aceptado hasta entonces y empleara hasta 14 personas por gira, sino como una persona física. No fue el único músico al que llamaron. Después de saldar cuentas –no dice cifras–, se puso a pensar. “En el cambio de criterio que tuvo Hacienda, y no es este el espacio de cuestionarlo ni nada, tuve que aprender que había cosas que no podía delegar”, cuenta. Ahora gestiona su propia editorial, es decir, su repertorio, y su contratación, y tiene, dice, una nueva relación con la discográfica, más “de igual a igual”. Su crisis de los cincuenta fue, resume ya con algo de distancia, “una crisis material, de reestructuración de la vida material”. “Y cuando pasa eso, dices: si tengo la fuerza de hacer estos cambios, también la tengo de hacer otro cambio importantísimo en el mundo material, que es el del tiempo.”

Así que se plantó en el sofá Chester de su estudio, cada mañana después de llevar al colegio a los dos hijos que tiene con la actriz y cantante Leonor Watling. Allí se pasó un año, armado con una guitarra, papeles y una grabadora, hasta dejar marcado, cuenta, el cuero marrón del asiento. Iba a pescar. “Si en una semana salía con dos presas, estaba muy feliz. Había semanas en las que salía con tres o cuatro. Pero muchas salía sin ninguna”. En una sola mañana salió, por ejemplo, Pongamos que hablo de Martínez, dedicada a Joaquín Sabina, cuyo apellido evita en la composición. Fue él, un 10 de diciembre de 1994, quien le animó a mudarse a Madrid. “Me lo tomé al pie de la letra y me cambió la vida”, asegura. Hoy quien le dio el verso central –“Yo soy un moro judío que vive con los cristianos”– de la Milonga del moro judío, una de sus canciones más populares. Así, una mañana escuchó que el músico sacaba nuevo disco: “Estuvimos muy preocupados después del ictus de Joaquín, por su salud. Al escuchar esto me puse muy contento y me entraron ganas de dejarle un mensaje”. Pero se frenó. Cuatro horas después le dejó una canción.

“En la distancia del parking al estudio, por las mañanas, me sentía como con una túnica de velcro corriendo por un prado: se me pegaba todo”, describe, como se lo contaba a los amigos en aquella época. De un comentario escuchado al vuelo en la radio salía Movimiento, que abre el disco con un alegato contra la xenofobia: “Yo no soy de aquí,/ pero tú tampoco”. Otros días no eran tan felices. “Hay que atarse al mástil. Enfrentarse a tu ausencia de talento o de inspiración es una tarea muy dura. Empieza removiendo tu capacidad de creación pero acaba removiendo tu autoestima”. ¿Ha encontrado algún mantra con el que protegerse en los días grises? Drexler se pone en modo maestro y sonríe: “Eso te sigue pasando hasta que aprendes a decir: al componer, estoy voluntariamente exponiéndome al fracaso”.

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