Los diablos azules

Ángel González

El poeta Ángel González.

José Manuel Caballero Bonald

Este enero se cumplen diez años desde que falleció el poeta Ángel González, miembro del grupo poético del 50 y figura clave de la literatura de posguerra. En este número, algunos de sus (numerosos) amigos le rinden homenaje y recuerdan su obra. Entre ellos está el escritor José Manuel Caballero Bonald, que en su último libro, Examen de ingenios (Seix Barral, 2017), reunía retratos de distintos escritores y artistas. Recogemos aquí el capítulo dedicado al poeta asturiano, que lee la novelista Almudena Grandes. ___________________

 

Ángel González

En alguno de aquellos encuentros de conspiradores o a cuenta de las correlaciones imprevistas de la amistad, aparecieron una noche por casa Ángel González y Pepe Amillo, conducidos por algún otro comunista noctámbulo. Debió ser a mediados de los años cincuenta. Pepe Amillo trabajaba teóricamente en ABC en calidad de periodista infiltrado y era afable, rubicundo y bebedor. En días tempestuosos, solía conducir un pequeño automóvil indistintamente por la calzada y por la acera, con lo que sus comparecencias en las comisarías no eran por razones políticas. Siempre andaba explicando a quienquiera que fuese que una de las causas más notorias de la muerte súbita se debía al hábito de ingerir yogures.

Ángel González y yo nos conocimos pues cuando empezamos a publicar. A partir más o menos de la aparición de su primer libro de poesía, Áspero mundo (1956), solíamos vernos con regular frecuencia y acordamos tácitamente que, salvo casos de extrema necesidad, no teníamos por qué referirnos a cuestiones literarias en el curso normal de las conversaciones. Y siempre respetamos ese pacto, a no ser que nos fallara la memoria o que se cruzara por delante alguno de esos funcionarios de la literatura tan propensos a suscitar juicios destemplados. Ángel aún no se había dedicado por entonces a la enseñanza de la literatura, suponiendo que eso se pueda enseñar, pero ya gozaba de una magnífica capacidad de observación poética. Sus puntos de vista tenían mucho de registros temporales donde se engranaba lo que pasó hace poco con lo que va a pasar mañana mismo. Quizá se trate de una maniobra de aproximación crítica donde hasta la fachada del humor reactivaba la lucidez del fondo. Una lucidez que siempre llegaba a su máxima temperatura durante esos desvíos entrecruzados de la conversación que coinciden con la alta madrugada.

Los encuentros con Ángel, itinerantes o no, siempre suponían una lección entre irónica y erudita, aparte de incluir de modo desigual el antídoto del ingenio y una especie de improvisado ejercicio imaginativo. A mí me parece que eso se le notaba más a Ángel cuando no tenía una guitarra a mano (aunque la buscara incluso con insolencia) y se viera obligado a suplir la tesis melódica de una vaqueira o un bolero por una teoría absolutamente rigurosa —pongo por caso— sobre el uso del adjetivo patológico en los últimos modernistas.

Después de aquellas descubiertas iniciales, Ángel y yo anduvimos juntos por diversos recodos de dentro y fuera de España: París, Nápoles, Estocolmo, Ciudad de México, amén de por algún que otro país de circulación entonces prohibida o alguna que otra incursión por sus pagos norteamericanos de Albuquerque, en cuya universidad dejó fama de profesor intachable. Allí se celebró un simposio sobre el 50 que resultó altamente fructífero, con unos festejos adicionales que aún deben resonar en la memoria universitaria colectiva. También estuvimos juntos en Colliure, en la conmemoración del vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado, donde se fraguó mal que bien el que sería llamado grupo poético del 50. Es muy posible que, a partir de ahí, se instaurara en el abatido espacio cultural español un fértil sistema de saneamiento literario.

Pienso que el autor de Áspero mundo alcanzó una solvente madurez sin abandonar en ningún momento la ruta emprendida con ese primer libro suyo. No quiero decir que su poesía haya ido sucediéndose a sí misma sin mayores mudanzas, en una progresión mimética nada infrecuente, o sin atravesar por sus correspondientes tramos evolutivos. Lo que pasa es que Ángel González fue avanzando sin dejar de ser fiel a sus orígenes. Su voz última siguió siendo la misma que la de hace medio siglo, si bien aportó en todo momento nuevos hallazgos retóricos: esos decisivos pulimentos verbales que conducen a Otoños y otras luces. Ahí está justamente manifestada la plenitud a que me refiero.

Esa primera fase de la poesía de Ángel me enseñó algunas cosas. Una de ellas se convirtió con el tiempo en una lección impagable. Me refiero al uso de la ironía. A partir de algunos poemas de Sin esperanza, con convencimiento, de Tratado de urbanismo, entendí muy bien que la poesía —que la literatura en general— en la que no se filtre una cierta dosis de ironía, aunque se trate de una ironía matizada por el correlato objetivo, tiende a convertirse en un sermón. Y la verdad es que cada vez estaba uno menos dispuesto a oír sermones. Otra cosa bien distinta es que el coloquialismo que usa el poeta para encauzar ciertos tramos de su poesía se quedaba las más de las veces un poco a trasmano de mis gustos.

Las pautas esenciales de la obra poética de Ángel González —la crítica de la sociedad, las actitudes morales, la metafórica caricatura de la vida— desembocarían en una crisis de escepticismo donde hasta la citada ironía se convierte en sátira, en parodia o simplemente en chiste. «Largo es el arte, / la vida en cambio corta / como un cuchillo.» Pero con Otoños y otras luces volvería el poeta, como digo, a su mejor tensión expresiva, a su más eficiente manera de abordar el conocimiento de la realidad, de intervenir en la historia. De la narratividad figurativa se llega a los fructuosos sondeos en el simbolismo. Son poemas de amor y desamor, de lirismo paisajístico, de memorias y deseos, por donde fluyen sombras queridas y justicieros tributos literarios: Juan Ramón Jiménez, Machado, Pedro Salinas, Claudio Rodríguez... Hasta en la forma de asociar las figuras retóricas se percibe esa actitud del poeta enfrentado, como él diría, a la moratoria crepuscular de la vida.

Durante su etapa madrileña Ángel trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas. Disponía de un puesto bastante cómodo en cuya gestión algo tuvo que ver María Rosa Campos, alias la Marquesa, que mantenía secretos amores con el ministro del ramo. María Rosa Campos, vieja amiga de Carmina Labra —prima de Ángel y protectora mayor de clandestinos—, era una mujer altamente seductora: su glamour y su refinamiento acentuaban su papel de arquetipo de novela galante. Vivía en el madrileño hotel Wellington, donde disfrutaba de una suite en la que se organizaron algunas francachelas de mucho regocijo.

Bien. Ángel y yo solíamos vernos preferentemente de noche. Tanto es así que cuando coincidíamos en algún sitio de día nos quedábamos como extrañados, como si no nos reconociéramos del todo. El alcohol tenía entonces mucho de contraofensiva contra los convencionalismos de turno y los biempensantes de siempre. «Otro tiempo vendrá distinto a éste», decía Ángel González en un poema de aquellos años, pero ese tiempo tardó demasiado en llegar, al menos para nosotros. Algunas de esas noches disponían además de epílogos disparatados. A veces, cuando cerraba el último bar habitual —Oliver, Boccaccio, Whisky Jazz— se iniciaba una especie de rastreo en busca de lugares presuntos donde poder tomar una copa. Recalábamos así en sitios inverosímiles: gasolineras, tanatorios, estaciones. Sin duda que no era un epílogo edificante, pero en ese itinerario estaban también implícitos los desajustes de nuestra propia vida. 

Ángel eligió desde siempre el riesgo de los amores difíciles y consecutivos, una práctica que le supuso a veces un buen acopio de tensiones añadidas. En los años en que publicó su primer libro, Áspero mundo, viví muy de cerca la que acaso fuera su más conflictiva experiencia amatoria. Luego, cuando inició su periplo universitario en EE. UU., siempre que volvía a España se traía una nueva novia. No era ningún alarde sentimental, era una simple variante operativa del solitario. Todas esas novias eran o habían sido alumnas y todas presentaban muy buenas cualidades de trato y de aspecto. La última, Susana Rivera, medio mexicana medio gringa, fue también la depositaria de los pocos papeles —adecuadamente desordenados— que dejó Ángel.

Un príncipe de la Edad de Bronce

Un príncipe de la Edad de Bronce

Nada grave, editado póstumamente, prolonga la agudeza sucinta del último Ángel González. Viene a ser como una muestra fragmentaria del libro que tal vez, no sin alguna desavenencia consigo mismo, hubiese publicado el poeta, aunque tampoco estoy nada seguro de que finalmente se decidiera a hacerlo. Unos pocos de los concisos poemas que se reúnen en Nada grave ya aparecieron anteriormente en alguna antología; los restantes se encontraban medio perdidos entre los borradores del poeta y no sé si fue una buena idea reunirlos en una edición de urgencia. Todos ellos disponen de una pesadumbre que las enseñanzas de la vida fueron acrecentando y tienen mucho de bocetos de poemas que a lo mejor nunca se iban a terminar. La intempestiva muerte se encargó de corroborarlo.

*José Manuel Caballero Bonald es escritor y ganador del Premio Cervantes en 2012. Su último libro, José Manuel Caballero BonaldExamen de ingenios (Seix Barral, 2017). 

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