Los libros

Un caso banal, una historia hilarante

El hijo de las cosas, de Luis Mateo Díez.

El hijo de las cosasLuis Mateo DíezGalaxia GutenbergBarcelona2018El hijo de las cosas

Tras Vicisitudes, un extraordinario libro de cuentos que no ha alcanzado el eco que merecía, Luis Mateo Díez publica ahora una narración de tono y hechuras muy distintas. Se trata de una novela tragicómica en la que tanto los avatares de la historia como los diálogos se rigen por lo disparatado e inverosímil. En ella cultiva un humor con vetas expresionistas y del absurdo. Sus antecedentes podría decirse que están tanto en la tradición literaria occidental como en su propia obra, aunque hasta ahora solo hubiera utilizado estos componentes en dosis moderadas, no como ocurre aquí, que toda la narración se sustenta en ese registro entre irónico, disparatado y jocoso, sin que por ello falten sus pizcas de trascendencia.

La acción transcurre en Oceda, una de las ciudades de sombra atravesada por el río Margo, situada en la comarca de Celama que se encuentra al suroeste de una provincia inventada por el autor. Estas urbes, tras un pasado esplendoroso, acabaron convirtiéndose en decrépitas y fantasmales, pues “las urbes diezmadas se agotan en su ensimismamiento”. El caso es que las peculiaridades de Oceda (“una ciudad calva”), a las cuales se refiere el narrador en diversas ocasiones, propician a menudo las sorprendentes peripecias que viven los personajes.

De las cinco partes de que se compone, todas ellas tituladas de forma expresiva, cada una a su vez se subdivide en 11, 9, 7, 4 y 7 capítulos, hasta un total de 38. Esta –digamos— irregular ordenación se reproduce en el número de páginas de las distintas divisiones, aunque ello no parece afectar al armonioso desarrollo de la historia. A su vez, la trama se compone, en esencia, de una indagación, como ocurría en las primeras narraciones del autor, que no en vano él mismo denominó novelas de la búsqueda. Resulta curioso, además, que los personajes se refieran a “las estaciones provinciales” o a las “vicisitudes”, títulos de la primera y última obra, respectivamente, de Luis Mateo Díez (pp. 38 y 110). La historia arranca con la desaparición de Cano Corada Cabal, de 42 añejos, “un vividor que se sostiene en el sinvivir de quienes le atienden”, que son sus hermanas, Fruela y Mila, y la inquietud que a estas les produce, pues sus padres les dejaron en herencia el encargo de que cuidaran a quien no se ha dejado cuidar... Descritas como solteras de buen ver, las hermanas saben utilizar sus atributos físicos cuando lo necesitan, se ganan la vida con su trabajo (la una en el catastro y la otra en una notaría) pero consienten demasiado al hermano tarambana, por una idea mal entendida de lo que es el afecto y las obligaciones familiares.

El caso es que, al constatarse la desaparición de Cano, enfermo al parecer de amígdalas y purgaciones, sus hermanas les piden socorro a aquellos que sienten más cercanos: el juez Lamo Beraza y el farmaceútico Vilo Cuevas, exnovio de Fruela. Sobre la peculiar relación, y las promesas que ella le hace a Vilo, se da cumplida cuenta en la novela, aunque sea a retazos. De inmediato, las Corada, cada una por su cuenta, conocen a unos individuos que les prometen ayuda. Así, Mila se topa con un mutilado que dice llamarse Toño Ventila, quien tiene una pierna ortopédica y un ojo de cristal, ojo que a veces utilizan como si se tratara de un talismán, y con un tipo dado al exhibicionismo también mutilado. Mientras que Fruela resulta engatusada por Octavio Gamilla, un enano ilusionista que consigue seducirla –digamos— con su erotismo acrobático. Por su parte, el juez, quien mantiene una curiosa relación con su anciana madre, recibe la visita de la adivina Ariana, con quien acaba liándose, pues en tres años de matrimonio con Palmero este no ha sido consumado, al tiempo que anticipa la resolución del misterio. Además, el juez será quien implique en la resolución del caso a Ucieta, el comisario de la policía local, y este a su vez al inspector Dopico, cuya cabeza no siempre está en su sitio, literalmente, y parece tener vida propia.

Se trata, en suma, de una novela de situaciones y personajes, como todas las del autor, en la que el diálogo pesa tanto como la narración. Sin embargo, sus habituales héroes del fracaso se hallan aquí representados más por la heroicidad –ciega, por otra parte— de las hermanas que por la del cantamañanas Cano. Por lo que se refiere a las situaciones, no escasean las insólitas y sorprendentes, como aquella en la que el mendigo licencioso le pide en sueños a Mila, además de limosna, que le enseñe las tetas y que le permita que le chupe los pezones para poder paliar la sed; escena que remeda la de aquellos cuadros barrocos en donde se exaltaba la caridad y en los que –por ejemplo— la virgen enviaba la leche de su pecho, trazando una curva en el aire, a la boca de un santo, un motivo tratado por Marina Perezagua en sus cuentos. Son memorables las intervenciones de doña Emina, la madre del juez que es sorda y va en  silla de ruedas, un personaje jardielesco, así como las dos disparatadas confesiones, también de estirpe jardielesca: la de Mila con el padre Pisuerga y la del juez con el padre Utilio. Y, por último, los accidentes debidos a los coches desmandados que se estrellan contras las farolas.

Respecto a los personajes, cada uno tiene su propia singularidad, por lo que no se nos despinta ninguno. Así, Mila padece de desarreglos menstruales; el farmacéutico, quien reconoce tener trastocada la identidad sexual, despechado por el abandono de Fruela mantiene relaciones amorosas con Batista, su mancebo. Tanto el juez como el comisario padecen tics, pues el primero, muy aficionado a las frases sentenciosas, a menudo se rasca la entrepierna y la calva, y hace dibujos eróticos en los informes judiciales; mientras que el segundo se rasca un grano que le ha salido en el culo. Y ambos aparecen parodiados en el desempeño de su oficio. Mención aparte merece la complacencia que muestran las hermanas con Cano, a pesar de ser víctimas constantes de sus tropelías, o el protagonismo de determinados objetos, bien sea el ladrillo de Ariana, la pierna ortopédica y el ojo de quita y pon.

La trama de la novela pivota sobre tres episodios que resultan clave en el desarrollo de la narración: la desaparición de Cano; el momento en que Fruela descubre que este les ha esquilmado la cuenta corriente; la aparición de Vedi, hija natural de Cano, vecina de Ordial, y la definitiva aclaración  de los enigmas, tras sortear varias pistas falsas y diversos engaños, como la que implicaba en el secuestro a la denominada mafia del cloroformo. La acción se acelera en el momento en que una voz anónima le pide a las hermanas un rescate. Dichas llamadas podría decirse que componen un subtexto, con su propios mecanismos de composición y cadencias: metáforas, adivinanzas, frases hechas, coloquialismos... Se supone que los hechos transcurren en un pasado cercano, en el que la moneda de curso era todavía la peseta, aunque nunca se den fechas, sin que falten las críticas al presente: al capitalismo financiero, a la posmodernidad, al uso de la denominada memoria histórica y a los nacionalismos vasco, catalán e incluso leonés, al funcionamiento de la justicia,  al animalismo y a la corrupción.

Podría decirse, por tanto, que esta novela es una fiesta del lenguaje, de la retórica, por sus metáforas estrambóticas, frases hechas y coloquialismos, así como por la utilización de los mecanismos remedados para producir la hilaridad, retratando a los personajes. No faltan ni las definiciones (“La ortopedia no es otra cosa que el arte de corregir o evitar las deformidades del cuerpo humano”, p. 160) ni tampoco las comparaciones (“Es medio lelo y más pagado de sí mismo [por Cano] que un actor secundario”, p. 289); ni los nombres estrambóticos, marca de la casa: el colegio de las Madres Consultivas, Santa Solapina, la iglesia de Nuestra Señora del Balto o el confidente Momio; como tampoco las habituales expresiones que maneja el autor: las aventuras a la vuelta de la esquina, tomar el número cambiado o llamarse a andana.

Muere el director José Luis Cuerda

Muere el director José Luis Cuerda

Con la excusa de la búsqueda de Cano, niño mimado y hombre  ludópata, se radiografía una sociedad donde no siempre se distingue lo verdadero de lo falso, la verdad del engaño, y en la que los secretos y pasiones de sus ciudadanos, no siempre confesables, componen un nuevo  jardín de las delicias. En una entrevista reciente, el artista sudafricano William Kentridge comentaba que había que tomarse en serio lo disparatado, lo absurdo. Por tanto, si a usted le gustó Eloísa esta debajo de un almendro, la pieza de Jardiel Poncela, o Amanece que no es poco, la película de José Luis Cuerda, tenga por seguro que se lo pasará en grande con esta novela inverosímil y prodigiosa de Luis Mateo Díez.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls 

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