El rincón de los lectores

Civilizado, flamenco, selvático

Elizabet Fernández

Intuía Caballero Bonald que un poemario como Anteo (1956) habría de surgir lejos de la luz pesarosa de la Andalucía de postguerra. El rencuentro íntimo con la inefable emoción jonda requería una distancia real con el Sur que la había visto nacer. Aquellas palabras rotundas, “el cantaor no inventa, recuerda”, y que singularizaron la identidad de su libro Luces y sombras del flamenco (1975), tal vez se materializaron en el poeta mucho antes, justo como una precognición. Podría decirse que aquella sentencia fue primeramente un fruto de la propia experiencia, de la propia búsqueda, ya alargada como una obsesión, en los enigmas del cante jondo.

Durante su estancia en Palma de Mallorca, exigida por la labor que ejercía para la revista Papeles de Son Armadans, se fraguó Anteo, un breve e intenso poemario dedicado a los cuatro palos principales del flamenco: la seguiriya, la soleá, la toná y el martinete. De alguna forma, la isla, que aún salvaguardaba un encanto aldeano en sus paisajes mediterráneos, había propiciado que acudieran a su memoria los recuerdos de su juventud jerezana, cuando despertó en él una curiosidad, que después se transformaría en una profunda admiración, hacia el orbe flamenco.

Y allí estaba el escritor que conjuntaba su empleo de subdirector para la publicación de Cela, con la gestión de sus recuerdos y sus intuiciones sobre un mundo muy distinto, popular y recóndito, primitivo y desgarrado. El reto era complicado, García Lorca había dejado una estela carente de discípulos con Poema del cante jondo, había demostrado una maestría utilizando los resortes atemporales de la tradición y los mejores mecanismos de la vanguardia. El joven poeta andaluz que se encuentra con sus composiciones neopopularistas, sentirá una fascinación inmediata ante el poder sugestivo de esa realidad andaluza reinventada. Pero sobre todo vislumbrará las posibilidades de una depuración extrema, capaz de llegar hasta la raíz del mito. Y la depuración era en definitiva desasir a la realidad de la vida de sus medias verdades, para llevarla hasta lo esencial por medio del lenguaje. Al autor que va a desembocar en Anteo, y que ya se encuentra un poco “desentendido” con la vertiente neopopularista, según confesó en La costumbre de vivir (2001), le interesa sobre todo la indagación plena en las palabras, esas pequeñas e incontrolables armas con autosuficiencia para recrearse y renovarse.

Los cuatro poemas del libro constatan una reafirmación de las tensiones y los riesgos a los que se puede someter el leguaje para exaltar, sin embargo, una defensa de la libertad. La alianza del irracionalismo lírico y del grito jondo desveló la postura comprometida de un poeta en contra de la Andalucía cañí que había impuesto el franquismo. Anteo que ha dejado de ser el hijo de Poseidón y Gea, ahora se ha reencarnado en el flamenco mismo, se reclama como una fuerza atávica, que cobra su aliento en una tierra dramáticamente poética. Así sería la “soleá tan gloriosa/ que nace de un conjuro, alimentada de tierra, engendrada en la tierra, / tanto más firme cuanto más/ postrada, ¿tú también? como Anteo", (del poema «Hija serás de nadie»).

El grupo poético de los 50 había convenido en reestablecer la cultura que la guerra había aniquilado. Y, por aquellos años inciertos y difíciles, Caballero Bonald se había sumado al homenaje a Antonio Machado, celebrado en Collioure (1959). La figura del escritor encerraba una propuesta ética, que podía emparentarse muy bien con el programa vital y poético de unos autores desafectos. Quizás parezca una maravillosa casualidad, pero la forma en la que Caballero Bonald emprende el camino hacia la recuperación del flamenco tiene que ver con ese oportuno y personal descubrimiento de Juan de Mairena, el profesor apócrifo inventado por Antonio Machado. En el Archivo del Cante Flamenco, publicado en 1968 y con el que obtuvo el Premio Nacional del Ministerio de Cultura, rezuman las lecciones aprendidas de Juan de Mairena, quien había advertido, con un profundo sentido humanista, sobre la importancia cardinal del folclore y el alma popular.

El jerezano que perseguía las raíces puras del cante, recogió en una serie de grabaciones las voces incontaminadas de intérpretes anónimos. Durante varios años se embarcó en un largo viaje por distintos pueblos de Andalucía tratando de dejar un legado flamenco a las nuevas generaciones. Su tarea rescataba la herencia folclórica que había brindado Demófilo, padre de los Machado, que en 1881 había recopilado su Colección de cantes flamencos, pero también enlazaba con la ejemplaridad cívica de Juan de Mairena. El flamenco ya no sólo aparecía como la expresión más válida y auténtica del pueblo, sino como un arma más de la lucha antifranquista. La dignificación del Sur exigía establecer diferencias entre la tradición y el tradicionalismo, obligaba a detener la mirada en una serie de hechos incómodos que la cultura oficial había procurado arrinconar, suplantándolos por un jolgorio tan estridente como sospechoso.

Por eso, Caballero Bonald comenzaría a principios de los sesenta a ofrecer diversas conferencias, que pretendieron ahondar en los oscuros orígenes de la expresión jonda. La poesía y el flamenco traspasaban sus límites meramente estéticos para fundirse en el espacio útil de la reivindicación activa, lo que ocasionó que se prohibieran algunos festivales flamencos en los que participó el poeta. Y aunque él se calificase como un "compañero de viaje" de los militantes comunistas, orientó a la asociación Nuevo Marco en la organización de su primer ciclo flamenco. Sin embargo, el año de 1975 refulgió además por la aparición de Luces y sombras del flamenco, libro con el que volvió a atentar contra todos los artificios de un folclorismo mistificado, que aún imperaba. Las magníficas y conmovedoras fotografías de Colita recalcaron la lectura contestataria del volumen: frente a una lógica triunfalista, el homenaje sobrio y riguroso al mundo de los desheredados.

Caballero Bonald se enfrentó al flamenco sin la ofuscación del intelectual pesimista, abocado al canto laudatorio del pasado, eligió la objetividad de un poeta preocupado por la memoria, que no rehuía de las asperezas, ni de las debilidades de un universo de lealtades arriesgadas; su mayor logro fue el de concederle la oportunidad para alzarse, lo mismo que esa "civilizada, seguiriya, selvática" (del poema «Tierra sobre la tierra»), como una conciencia de libertad ante un tiempo imposible. Civilizado, flamenco, selvático.

*Elizabet Fernández es profesora de Literatura.Elizabet Fernández

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