Juan Evaristo Valls Boix: "La pereza tiene algo de revolucionario porque en el capitalismo es intolerable"

Una reivindicación del derecho a la pereza, a la huelga, a la jubilación, a la ciudad y a la literatura. Eso es, en esencia (y mucho más), El derecho a las cosas bellas (Ariel, 2025), un ensayo en el que el filósofo Juan Evaristo Valls Boix, profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid, hace a su vez una defensa de la vida holgada, ajena a los delirios turbocapitalistas que lo circunscriben todo a la dignificación personal a través del trabajo y los anhelos neoliberales del consumismo desencadenado. Un manifiesto filosófico que, en definitiva, desafía la tiranía de la productividad y proclama el derecho a la pereza como un bien común. 

¿Cuáles son las cosas bellas a las que tenemos derecho?

El título sale de una cita de Emma Goldman en la que define el anarquismo como el derecho a las cosas bellas. Es cierto que es una expresión un poco misteriosa, también un poco cursi, pero me llamaba la atención justamente que ella definiera la política como una vida buena expresada como un derecho. Es decir, una vida buena para todos. Siguiendo con esta idea y pensando en Hannah Arendt, las cosas bellas son para mí las cosas inútiles, las que no están al servicio del capital, las cosas que no tienen un rendimiento económico pero que, sin embargo, redundan en mejorar las condiciones de vida, en habitar mejor.

Las cosas inútiles son muy importantes, porque parece que si estás tumbado mirando al techo, pensando, estás perdiendo el tiempo y dejando pasar oportunidades de producir o consumir lo que sea. 

Por eso, yo vinculo en el ensayo esta propuesta de Emma Goldman con la propuesta de Paul Lafargue, que unas décadas antes publicó un pequeño panfleto titulado justamente El derecho a la pereza, sobre esas cosas inútiles que valen por sí mismas y nos permiten vivir mejor. Por eso, creo que la clave de esta idea de la inutilidad pasa por encontrarle a la vida un sentido y un valor que esté en sí misma y no en su productividad o en su rédito. Vivimos en una sociedad donde todo se mide por la eficiencia y todo se mide por lo que se aprovecha, y eso es muy triste porque eso quiere decir que, en un sentido, nuestras vidas no valen en sí mismas, que nuestras vidas no valen a no ser que sean productivas, a no ser que sean meritorias. Eso genera un sistema que es muy excluyente y que, sobre todo, discrimina la vida si no está a su servicio. Por eso, al proponer esta reflexión sobra la pereza como un derecho me proponía tratar de señalar lo nocivo que tiene todo eso.

Lo interesante es ver qué pasa en la vida cuando no estamos funcionando, cuando no queremos funcionar o nos volvemos disfuncionales

Pero la pereza es también un pecado capital.

Sí (risas). La pereza ha sido clásicamente denostada en muchos sentidos. En un sentido religioso, en un sentido ético y, por supuesto, en un sentido económico. Eso es muy significativo, porque esa solidaridad entre los valores éticos, los valores políticos, incluso religiosos, con los valores económicos, , señala que hay en esos valores una obediencia y unos intereses concretos que continuamente se están borrando. Entonces, cuando uno se pregunta por cuál es el valor de nuestros valores, un poco a la Nietzsche, se da cuenta de que toda nuestra sociedad converge en disponernos para trabajar, para ser obedientes en el trabajo y, sobre todo, para desear trabajar, para querer realizarnos en el trabajo. En ese punto de vista, en un sistema que no tolera la pérdida, que no tolera aquello que no crece y donde la pereza, por tanto, es imposible o es denostada como vicio, como pecado, a mí me parecía importante darle la vuelta. Una hipótesis del libro es preguntarse qué pasaría si aquello que es intolerable fuera justamente esa perspectiva crítica que nos permite ver las fallas del sistema o las relaciones de poder que el sistema legitima en nombre de una ética o una religión.

Vivimos en una sociedad donde todo se mide por la eficiencia, por lo que se aprovecha, y eso es muy triste

¿Y qué pasaría si nos entregáramos a la pereza en este sistema? ¿Colapsaría?

Yo creo que la pereza tiene algo de revolucionario precisamente porque es intolerable en nuestro sistema capitalista. Y creo que el desafío que tenemos delante, que es principalmente político, es el de cambiar las estructuras, pasa por habilitar la pereza. Es decir, si todo este sistema está centrado en el trabajo y en el crecimiento del capital, y nuestras vidas solo valen en tanto que trabajan, ¿de qué sirve este sistema? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué estamos, digamos, tragando con todas estas burocracias, políticos, etcétera, si no nos traen una vida buena, solo nos traen una vida estresada? Así, este clamor de pereza, que es una forma de libertad y que también aparece casi como una necesidad para que la vida valga la pena, aspira como a resquebrajar el sistema o a repensarlo desde las condiciones materiales de vida buena que el sistema nos ofrece. 

Se dice mucho que hay un cambio generacional, que los jóvenes no quieren trabajar tanto, que no aceptan condiciones que gente de más edad sí tiene asumidas y punto. ¿Se está dando este cambio a través de los jóvenes contra el capitalismo y el neoliberalismo en cierto sentido?

Sí, una de las motivaciones del libro era justamente observar este cambio en la sensibilidad. Creo, como dicen las feministas, que la revolución o el cambio social no llegará cuando satisfagamos nuestros deseos, porque nuestros deseos son capitalistas, que si la pasión por el trabajo, el éxito y no sé qué otras historias. El cambio social llegará cuando cambiemos el modo que tenemos de desear, cuando cambiemos nuestra sensibilidad o nuestras aspiraciones, si se quiere. Esto es algo que, efectivamente, en muy buena parte de la generación Z, pero también ya en la millennial, está empezando a tener lugar. algo que se inauguró en la crisis del 2008, con todas las reflexiones en torno a la precariedad pero, sobre todo, en la pandemia y a continuación, cuando se ha extendido en la sociedad el convencimiento de que no valen la pena todos los malestares que nos procura una vida que gira en torno al trabajo, y la idea de la realización personal en el trabajo.

La libertad que pregona Madrid es la del consumidor, de elegir entre distintos productos. Una libertad muy tramposa y ficticia

La pandemia fue un punto de inflexión para muchas cosas.

Sí, y este malestar se ha revelado particularmente a partir de ella, es como que ha resquebrajado esa fantasía que teníamos de que podíamos llegar a súper desarrollarnos y hacer lo que quisiéramos a través del trabajo. Ahí veo justamente ese cambio, como que el vínculo afectivo con el trabajo está roto porque se ha roto esa fantasía. Entonces, ahí aparece otra forma de vivir, otra forma de entender los estudios y el trabajo, otra forma de entender las amistades. Y es ese deseo postcapitalista el que me parece que es la base para proclamar estos derechos perezosos que ocupan el libro. 

Al mismo tiempo, ¿nos hemos vuelto todos más hedonistas y menos trabajadores tras la pandemia? Ahora convivimos con conceptos como FOMO, que hace nada no sabíamos lo que era, y que tiene que ver no ya con trabajar, sino con consumir sin descanso en nuestro tiempo libre para seguir alimentando al sistema. ¿Hay un efecto rebote por ahí?

Yo creo que de alguna forma hemos comprendido que la vida está en otra parte, que la vida no está en el trabajo. Hemos entendido que por mucho que nos realicemos laboralmente, por mucho que nuestro trabajo nos apasione y constituya nuestra identidad, no vale la pena sostener eso al precio que lo tenemos que sostener, que es básicamente una vida material que no funciona, que es precaria. No sé si es una cuestión de hedonismo, pero sí que creo que se ha reorientado el deseo, que nos ha hecho pensar mucho más en las estructuras, en la vida en su materialidad, y menos en las fantasías y en las promesas que supuestamente nos traía el mundo en torno al trabajo, algo que, efectivamente, cimentaba mucho la sensibilidad en los años ochenta, noventa o con el cambio de siglo de 'tú vas a hacer lo que tú quieras, busca algo que te guste y no trabajarás nunca'. Todos estos mantras neoliberales creo que están ya descreídos, y eso es lo que me importa. 

¿Se puede escapar del sistema?

Intentamos descentrar el trabajo y poner el deseo en otras cosas, pero estamos en un sistema capitalista muy listo porque funciona haciéndonos desear. Por eso, claro, hay toda una industria del ocio que va a capturar nuestro tiempo libre, nuestras ganas. La idea del FOMO, del miedo a perderse algo, responde a una suerte de dinámica del inversor, es decir, yo tengo un paquete de tiempo y según donde lo invierta voy a ganar más experiencia o menos. Por eso, el inversor siempre está temiendo haber disfrutado más si hubiera invertido esa hora que tiene en otro entretenimiento. Y hay otra cosa perversa también, porque hay que tener cuidado con el capitalismo del descanso y del goce, pues de nuevo estamos raptados por esta lógica de estar creciendo y consumiendo que es indistinguible de la del trabajo. 

Se ha extendido en la sociedad el convencimiento de que no valen la pena todos los malestares que nos procura una vida que gira en torno al trabajo, y la idea de la realización personal en el trabajo

Otra cosa bella es el derecho a la huelga. ¿Qué tiene que ver con el disfrute?

La pereza es muchas cosas. Creo que es un afecto disidente, pero creo que sobre todo es la fuerza de no hacer nada, que es la fuerza de decir 'no' y la de parar. Eso es justamente lo que tiene lugar en la huelga. Además, etimológicamente, la huelga está vinculada con la holgura, con la holgazanería, tiene que ver con dejar un hueco, un vacío. Para mí, el derecho a la huelga es un derecho perezoso porque es una forma de decir basta, de parar, de decir 'no' a esta lógica incesante del crecimiento y a esta desvaloración sistemática de la vida, a través de un sujeto colectivo que pone un límite a la explotación. Me interesa también que la huelga siempre aparece como un vínculo que no es capitalista, pues si en el trabajo gobiernan los vínculos de explotación -jefe-empleado, competencia continua entre empleados-, la huelga es un vínculo horizontal entre camaradas. Por eso me parece una cosa bella.

Hemos entendido que por mucho que nos realicemos laboralmente y nuestro trabajo constituya nuestra identidad, no vale la pena sostener eso al precio que lo tenemos que sostener, que es una vida precaria

La huelga, además, como sublimación de lo colectivo, que es todo lo contrario del capitalismo siempre de trabajador y consumidor individual. 24/7 todos funcionando, pero cada uno por su lado.

El libro desarrolla una crítica en términos materialistas, y por eso propone que solo un cambio de las estructuras va a habilitar un descanso para todos. Lo interesante es ver qué pasa en la vida cuando no estamos funcionando, cuando no queremos funcionar, cuando nos negamos a funcionar o cuando nos volvemos disfuncionales, que es algo importante también. 

Otro capítulo se centra en el derecho a la jubilación, sin duda otra cosa bella. Además, siempre está el eterno debate sobre la ampliación de la edad para dejar de trabajar. A lo mejor habría que hacer una huelga contra esa ampliación y reivindicando la pereza.

Ha habido muchas manifestaciones en muchos países a propósito de la edad de jubilación que, de nuevo, es un derecho a parar. Y cuando necesitamos trabajar cada vez a edades más mayores, algo que en Estados Unidos por ejemplo es muy flagrante, estamos perdiendo el derecho a parar. Esto expresa muy claramente una falta de libertad y de vida buena, expresa muy bien la alienación o la condena de nuestro sistema a no parar ni en el ocaso de la vida. 

Hay incluso cierta confrontación entre generaciones, como que los jubilados, según algunos, solo reciben pero ya no dan.

Es cierto que en muchos foros de derecha y de extrema derecha, con muchos youtubers y similares, se transmite esta idea que aspira a privatizar las pensiones y a mostrarlas como algo estúpido e inválido, una pérdida de recursos. Creo que es un problema derivado de la erosión sistemática de los vínculos no capitalistas en la que estamos inmersos, pues solo una falta muy grande de empatía, un individualismo aferradísimo, un sentido totalmente naturalizado de la competitividad y una cultura del éxito en la que lo que no triunfa muere reconoce que no vale la pena mantener a las personas mayores. Cuando quien lo dice, por supuesto, tiene personas mayores que le han sostenido. Por otro lado, es cierto también que al sistema los jubilados le pueden venir muy bien como nicho de mercado en torno a la senectud con clínicas privadas, residencias, farmacología... Y hay otro problema en las personas mayores que después de dedicar una vida entera en torno al trabajo sienten un vacío que no saben cómo llenar y que genera mucha angustia y malestar. Pero la vida también es la vida en el ocaso, en el cese de funciones. 

Me parecía importante hablar en este libro sobre los derechos perezosos de la vida buena en un sentido distinto al que las derechas o el sistema capitalista nos trata de convencer

¿Estamos perdiendo el derecho a la ciudad con tanta gentrificación y pisos turísticos?

El derecho a la ciudad es una idea que extraigo de Enrique Lefebvre, que defendía que los derechos humanos se concretaban perfectamente en el derecho a la ciudad. Es decir, que para que los derechos humanos no quedaran en una mera palabrería tenían que traer consigo una reflexión política sobre el urbanismo para habilitar materialmente la vida y los valores que proponían. Hoy en día, con la gentrificación, la ciudad se torna como un conjunto de experiencias a consumir y, en ese sentido, es importante reconocer que la ciudad es el espacio que el capitalismo necesita para desarrollarse. Esto quiere decir que la ciudad nos quiere o como trabajadores o como consumidores, pero nos expulsa para lo demás, y por eso cuenta cada vez con menos espacios que no estén colonizados por instancias de consumo, como las terrazas, y hay menos plazas, menos plazas, menos equipamientos públicos para uso y disfrute de cualquiera. Al pensar el derecho a la ciudad como un derecho perezoso quiero señalar que vivimos en ciudades donde no podemos dormir, y que mientras que la ciudad no sea un espacio para habitar, sino solo para trabajar o para consumir, no va a permitir una vida buena.

Terminamos con el derecho a la literatura, que relacionas con la universidad como institución pública de conocimiento.

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Este capítulo es, sobre todo, una reflexión sobre la universidad como institución pública para todos. Porque hay algo sospechoso en el estudio, en leer sin saber muy bien a dónde te van a llevar las lecturas, en leer solo por placer, saber por el gusto de saber. En la universidad, lo digo como académico, hay miles de burocracias que sirven para justificar lo que vas a hacer y lo bien que lo has hecho. Lo mismo ocurre con las continuas tareas para los estudiantes. Estudiar resulta sospechoso porque es una forma de pereza, de tiempo perdido pero, sin embargo, sin esta capacidad de leer a tiempo perdido es difícil, si no imposible, pensar que las cosas pueden ser distintas, que es precisamente lo que hace la universidad. Ahora mismo, la universidad en el mundo occidental en general, pero concretamente en Madrid, atraviesa una crisis profunda sin precedentes de falta de financiación y de deuda que precariza el empleo de los docentes y genera relaciones de elitismo y privilegio para el acceso de los estudiantes. Eso aboca al sistema a la imposibilidad del cambio e impide la movilidad social ascendente.

¿Disponer de nuestro tiempo es la única libertad real a la que debemos aspirar? Y no tanta libertad para consumir.

La libertad que pregona Madrid es la libertad del consumidor, de elegir entre distintos productos. Una libertad muy tramposa porque de entrada tiene como condición de posibilidad el sometimiento de muchos otros. Y es ficticia porque parte de una noción de sujeto absolutamente individual, autónomo, separado e independiente que es ilusoria, porque en realidad somos interdependientes. Por eso, la noción de libertad que yo propongo es indisociable de la igualdad. Y, además, efectivamente, la libertad pasa por poder parar, ya que estamos en una sociedad en la que nuestra productividad se garantiza a través del estrés y la excitación constante. Ese no poder parar es la forma más contemporánea de la sumisión, cuando el tiempo libre es el espacio para la oportunidad, para el cambio y escuchar a los otros. Por eso, me parecía importante hablar en este libro sobre los derechos perezosos de la vida buena en un sentido distinto al que las derechas o el sistema capitalista nos trata de convencer.

Una reivindicación del derecho a la pereza, a la huelga, a la jubilación, a la ciudad y a la literatura. Eso es, en esencia (y mucho más), El derecho a las cosas bellas (Ariel, 2025), un ensayo en el que el filósofo Juan Evaristo Valls Boix, profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid, hace a su vez una defensa de la vida holgada, ajena a los delirios turbocapitalistas que lo circunscriben todo a la dignificación personal a través del trabajo y los anhelos neoliberales del consumismo desencadenado. Un manifiesto filosófico que, en definitiva, desafía la tiranía de la productividad y proclama el derecho a la pereza como un bien común.