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Los diablos azules

Hasta mañana si tú quieres

Ángel González y Luis García Montero en Rota, durante la escritura de 'Mañana no será lo que Dios quiera'.

Este enero se cumplen diez años desde que falleció el poeta Ángel González, miembro del grupo poético del 50 y figura clave de la literatura de posguerra. En este número, algunos de sus (numerosos) amigos le rinden homenaje y recuerdan su obra. El escritor Luis García Montero construyó su biografía, a partir de conversaciones con el asturiano, en Mañana no será lo que Dios quiera (Alfaguara, 2009). Recogemos aquí su último capítulo. 

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  Epilogo

—¿Nos llenan?

—Venga, pero la última, que he quedado a cenar. Almudena me está esperando —le respondo a Ángel, y llamo al camarero para que sirva otra copa.

La Kon-Tiki  está casi vacía. El frío cae sobre la tarde de enero como un manto de soledad y silencio. No hay quien salga de casa. Este fin de semana ha nevado mucho en Madrid, con una vehemencia desconocida. Entre las tejas y la hierba de los jardines vigilan todavía las lenguas de nieve. Una señora mayor, que no se ha atrevido a quitarse su abrigo verde oscuro, corta en dos un sándwich y le da un sorbo agradecido a su taza de té caliente. Se sentó hace diez minutos junto al ventanal que da a la esquina de la plaza. El camarero rumano sonríe mientras prepara y sirve el whisky con hielo, en vaso bajo. El whisky con hielo, en vaso bajo, tiene menos posibilidad de caerse por culpa de un accidente, un movimiento torpe de las manos. El televisor está encendido, pero sin voz. Pasan las imágenes mudas ante nosotros y permiten que nos inventemos las noticias del telediario. Inventamos alegrías y catástrofes para situar la realidad. Resulta fácil, nieve en el norte, nieve en el sur, nieve en Madrid. El parque del Retiro parece un paisaje escandinavo.

—No sé por qué se extraña tanto la gente. Cuando yo vine a Madrid era normal este frío, y nevaba dos o tres veces cada invierno.

—El periodismo madrileño de entonces te dejó helado.

—Bueno, digamos que la primera impresión fue negativa. Me gustó poco la ciudad. Yo la conocía de antes, porque Carmina me había invitado a su casa para pasar unos días. Todo me pareció gris, los edificios que rodeaban la estación de Príncipe Pío, la niebla en la cara de la gente, la angustia y la pobreza de unos peatones que parecían forajidos, los carros de los traperos, el olor espantoso del metro, las canciones groseras que se cantaban  en las tabernas. Acostumbrado al lirismo del folklore asturiano, me horrorizó la tosquedad de las coplas de borrachos que se coreaban aquí. Se me encogió el corazón. Luego conocí otra ciudad, otra gente, otro folklore, y me enamoré de Madrid. Era entonces una capital de supervivientes, de personajes maravillosos, como Concha Silla, la señora que regentaba la pensión de la calle Alcántara en la que yo viví. Primero estuve con Paco Ignacio en una pensión de la plaza de Santa Ana, pero después caí bajo el cuidado de doña Concha. Había sido amante del marqués de Viana, y los hijos le pasaban todavía una pensión. Se lamentaba de haber quemado durante la guerra sus fotos con el marqués y con Alfonso XIII. Era una mujer maravillosa. Ella me presentó la verdadera ciudad. Le gustaba que yo volviese tarde por la noche. Aunque viniera de una reunión literaria o de casa de Carmina, pensaba que volvía de algún lupanar. Desengáñese, me aseguraba, lo único que se saca de esta vida es lo que se mete. Ésa era su filosofía.

—Te enamoraste de Madrid, y de alguna vecina madrileña.

—Habíamos quedado en que no íbamos a contar nada de todo eso. Mejor no acercarse a terrenos pantanosos. Lo acordado es que nos basta con Oviedo y Páramo del Sil. Está bien así. Infancia, adolescencia y juventud de un aspirante a periodista que se vino a Madrid con la intención única de convertirse en poeta. La verdad es que por un momento pensé que podía ganarme la vida como periodista. Pero tardé poco en darme cuenta de que iba a tener que buscarme otra profesión. Me encargaron un artículo sobre el Ateneo, lo escribí, y sólo pude publicar la cuarta parte.

Cuando Ángel decidió venirse a Madrid, su madre le compró un reloj Certina. Todavía no estaban los tiempos para muchos gastos, pero la relojería Hevia, en la calle Campomanes, trataba bien a sus clientes. Si la inversión era importante y requería un esfuerzo, se podía pagar a plazos.

—Doña María, llévese usted éste, es un buen reloj. Podemos dividir el pago en seis meses, si le viene mejor.

Una noche, al mes de vivir en Madrid, conoció a dos hombres en una taberna de la cuesta de San Vicente. Antonio era algo mayor, y Cándido, con una cojera llamativa de la que hacía gala al pasear de un extremo al otro del mostrador, parecía de su misma edad. Al tercer vaso de vino, cuando la esfera de reloj Certina marcaba las nueve, la fraternidad se apoderó de ellos. Ángel aceptó la invitación a una aventura nocturna. Sus nuevos amigos conocían una casa con cuatro hermanas en la que serían bien recibidos para tomar una copa. No hacía buen tiempo aquella noche, pero ni la lluvia, ni la nieve, ni el frío impedían caminar. La ciudad le estaba abriendo a Ángel un pasadizo, una ruta secreta con destino a las tentaciones confusas. Ponerse en manos de los desconocidos formaba parte del deseo y de la noche. Antonio caminaba nervioso y con prisa, señalando el camino, aunque iba igual de lento que Cándido, que arrastraba muerta la pierna derecha. Mi padre era cojo de la pierna izquierda, pensó Ángel, pero seguro que no haría buena pareja con este amigo madrileño. Entraban en el Campo del Moro cuando sintió un movimiento  suave en su muñeca izquierda, la que quedaba del lado de la cojera derecha de Cándido y de su reloj Certina, que desapareció por arte de magia, con una delicadeza vertiginosa y profesional. Hay cierres elegantes demasiado fáciles de abrir para los dedos expertos.

Aunque una oscuridad vegetal, húmeda y profunda marcaba el ambiente, Ángel no se vio completamente solo cuando Antonio y Cándido salieron corriendo. Un sereno respondió con rapidez a sus gritos de ladrones, ladrones, que me roban. Salió detrás de la pareja de sinvergüenzas, y a los pocos minutos volvió con su chuzo en la mano izquierda y con el cuello de la chaqueta de Cándido en la mano derecha.

Cojeaba más que nunca, porque cada paso fallido era una entrega arrastrada y lenta a los designios de la fatalidad. La pericia de los dedos para actuar no se correspondía con la torpe complicidad de las piernas a la hora de correr. Sus delitos eran una osadía sin posible fuga, una apuesta sin términos medios entre la perfección y el desastre.

Sólo se camina hacia una comisaría con el alma en los pies. A Ángel le pesaba el sentimiento de culpa, la imagen de su madre comprando el reloj, los cuatro plazos que faltaban por pagar, la hostilidad de un mundo que escondía la estafa junto a una copa de vino y una declaración de amistad. Pronto le pesó también la impertinencia contundente del comisario.

—¿En el Campo del Moro? ¿A las nueve y media de la noche? Usted es maricón. ¿Qué iba usted a hacer en la oscuridad, con dos jóvenes, en el Campo del Moro?

La indignación de Ángel, que en algunas contadas y precisas ocasiones, casi siempre en relación con la injusticia del desorden establecido, se olvidaba de sus sentimientos de culpa y de los sacrificios de doña María, le impidieron dar más explicaciones. Prefirió mantener un silencio orgulloso y seco ante el enfado amarillento del comisario. Parecía como si le hubiesen interrumpido en medio de algo muy importante, una cena, un sueño, un aburrimiento, una conspiración, un sofoco, una duda metódica, una conversación amorosa. Entró por la puerta de la oficina con una irritación agresiva. Como no podía pagar los sobresaltos de su trabajo con el funcionario responsable de la interrupción, que al fin y al cabo cumplía órdenes, estaba decidido a reafirmar su autoridad desagradable con el denunciante  y el denunciado.

—Si pone denuncia, no tengo más remedio que abrirle una ficha por maricón.

—Muy bien, ábrame la ficha.

—¿Usted le ha robado un reloj?

—Yo no, señor.

—A ver, documentación...  Nombre...

—Cándido.

—Nombre  y apellido del padre...

Ángel se fijó en su cara, estremecida de repente. Debajo de la piel maltratada, el miedo había borrado su rostro de tabernas y aventuras nocturnas, y había hecho aflorar un gesto de niño miedoso, compungido, avergonzado. ¿Mi padre? ¿Apellido de mi padre? El tartamudeo, las dudas, la intemperie se convirtieron  en un llanto convincente y desconsolado cuando Cándido, o como se llamara, se vio en la obligación burocrática de confesar que era hijo de padre desconocido. Al peso del reloj dilapidado, los plazos por pagar, los sacrificios de doña María y las impertinencias  de la autoridad, Ángel añadió las lágrimas de Cándido, un delincuente más desvalido y roto que su víctima. El drama se hizo tan real y tan encogido, en aquella dependencia de los primeros años cincuenta, que el comisario decidió enternecerse ante el espectáculo del desamparo.

—Muchacho,  cálmese, no pasa nada, o son cosas que pasan, sólo eso. Conozco yo señoras de buena sociedad..., estas cosas pasan. Cálmese, no llore, no tiene de qué avergonzarse. ¿Y usted? ¿Mantiene la denuncia?

Al salir de la cárcel, caminando con el paso lento de la cojera derecha de Cándido, sin denuncia y sin reloj en la muñeca izquierda, Ángel se atrevió a preguntar:

—La historia de tu padre ¿es verdad o es teatro?

—Es verdad.

—Si se la ha creído el comisario, no voy yo a ser más desconfiado. ¿Y el reloj?

—Lo tiré en cuanto empezó a correr el sereno. Cuando alguien me persigue, me doy por perdido. No pude pasárselo a Antonio. Ése es más un desertor que un compañero.

Un reloj perdido en el Campo del Moro. Ya no pertenece a su antiguo propietario, tal vez no pertenece a nadie, está perdido durante horas, durante una noche, un día de lluvia o de nieve. Pero sigue marcando el tiempo, solitario, con un tictac que se confunde con la hierba, con la tierra, con la espesura de los arbustos, con el paso descuidado de la gente. Sigue vivo el reloj en su secreto hasta que se le acaba la cuerda, o hasta que alguien lo encuentra, y se lo pone en su muñeca, y hace que las agujas se muevan, y vivan, de minuto en minuto, abriéndose camino como una memoria vigilante y cautiva entre las sombras. Eso es la literatura. Los documentos de la carpeta azul pueden seguir vivos mientras una memoria recuerde la vida que hay en los nombres, las fechas y las ciudades. Los papeles arden, los cuerpos arden, pero la literatura consigue que no se pierda todo lo que arde, que existan las inquietudes, los sentimientos, los miedos y las ilusiones después de desaparecer. Y en eso se parece a la realidad, porque hay muertos de muerte imposible en la vida y en la literatura. Una extraña intuición nos asegura que el olvido no es justo, ni conveniente, ni siquiera posible. No se le pueden poner puertas al campo, y mucho menos al tiempo, al amor y a la historia.

—Mira que te gusta la anécdota del reloj.

—Un reloj que sigue marcando las horas, aunque ya no pertenezca a su dueño. Creo que eso es la literatura.

—La historia de mi infancia era demasiado dolorosa, casi patética. Nunca me atreví a escribirla.

—Me la has contado a mí.

—Estás a punto de confesarle a los lectores mi nueva condición —dice Ángel, mirándome por encima de sus gafas, con el vacío de la muerte y de la cafetería Kon-Tiki a sus espaldas. La mujer del abrigo verde oscuro se ha marchado hace un rato, y el camarero rumano busca con el mando a distancia algo que ver, sin voz, en la televisión—. Estoy muerto.

—Hace hoy justo un año, cuando yo andaba por la mitad de este libro. Hay cosas que merece la pena conocer. Eres un muerto de muerte imposible, y espero que la carpeta azul siga viva, aunque tú ya no tengas interés en recordarla.

—Te equivocas. Cuando hablábamos de los muertos vivos, yo te explicaba la compañía familiar de mi abuelo y de mi padre, que bajaban de sus fotografías y pisaban el mundo para discutir sobre mi destino. Aunque no llegué a conocerlos, vinieron conmigo a la escuela, hicieron la guerra y me acompañaron a los exámenes de la universidad. Eran como personajes literarios, lecturas de una historia ficticia que nos emociona, nos envuelve, vive con nosotros y nos hace sentir de verdad, con absoluta sinceridad. Ahora puedo explicarte que los muertos vemos a los vivos casi de la misma manera. Sois una ficción, pero sentimos vuestra realidad. ¿Te acuerdas de un poema de Nada grave que se titula «La verdad de la mentira»?

 

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, y una voz cariñosa le susurró al oído:¿Por qué lloras, si todoen ese libro es de mentira?Y él respondió:—Lo sé;pero lo que yo siento es de verdad.

Nos quedamos callados. Parecemos imágenes mudas en el televisor de una ciudad solitaria y nevada. Desde que Ángel se me aparece como un muerto de muerte imposible, le he confesado muchas veces lo que pienso de él en su nueva forma de vida, pero nunca me he atrevido a preguntarle lo que él piensa de mí. Ahora tampoco. Prefiero romper el silencio con una consideración general.

—Cuando la gente demasiado cercana se muere, uno tiene la sensación de pertenecer a dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. La realidad se ensancha cuando algunas personas empiezan a vivir en el otro lado.

—Eso pensaba antes, pero tal vez es al revés. Ahora siento que cuando la gente demasiado cercana sigue viviendo, los muertos tenemos la sensación de pertenecer a dos mundos, el nuestro y el de los vivos. El reloj se ha perdido, el tiempo deja de vivir en nuestra muñeca, en nuestros brazos. Pero salimos de una carpeta azul para tomarnos un whisky en la Kon-Tiki. En esta barra vacía caben hoy una familia, un piso, un tercero izquierda, y un edificio, Fuertes Acevedo, 8, y una ciudad, Oviedo, y un porvenir literario. Por cierto, ¿cómo ha ido mi libro póstumo?

—¿Te importa?

—Claro que sí. ¡Cómo no me va a importar!

—Nada grave es un buen libro, no tienes de qué avergonzarte. Ha ido muy bien.

—Tienes razón en eso de que los principios difíciles invitan a perseguir el futuro, mientras que los finales tristes paralizan la historia. Los recuerdos pesan, y los míos han pesado mucho. Pero no puedo quejarme de mi vida, me gustaría que mi madre y mis hermanos hubieran podido ver la España que yo he visto.

—Están todos aquí, contigo.

—Pues vamos a invitarlos a una copa —dice Ángel, mientras se levanta del taburete y se pone el chaquetón que le trajeron los Reyes el año pasado. De color azul oscuro, impermeable por fuera y acolchado por dentro, es una buena ayuda para caminar por el frío.

—Pues yo quiero otra copa —exige Paco Ignacio, irrumpiendo en la conversación.

—No os paséis, que ahora no podéis invitar vosotros —les respondo, y empezamos a reír los tres, empeñados en no perder las viejas costumbres. El camarero rumano me mira, y comprueba si en la pantalla del televisor hay alguna escena de humor. Yo le pido la cuenta—. Además, tengo que irme, es tarde, hemos quedado a cenar.

—¿Quiénes?

—Los de siempre. Queremos cenar y tomar una copa juntos.  Ya sabes que nos acordamos de ti.

Pago, me despido del camarero rumano, que me devuelve el saludo con un gesto cargado de amistad, y de silencio, porque su sonrisa conserva todavía la complicidad de un pésame. Hace frío en la calle, quedan restos de nieve en los tejados y en los alcorques. Quedan restos de amor en la plaza de San Juan de la Cruz, en la calle Zurbano, en la ciudad de Madrid, que se pone a caminar junto a mí, mientras  se deshiela, en busca de una cita con los amigos que han heredado junto a mí esta historia.

—¿Hay Reyes Magos en la muerte?

—En los cementerios tal vez, pero la muerte ha sido siempre una región muy democrática.

—Entonces, por Dios ni te pregunto, no vaya a enfadarse tu padre.

—Mejor que no.

—Pues hasta mañana.

—Hasta mañana si tú quieres.  

*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroA puerta cerrada (Visor, 2017). 

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