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À mon seul désir

Cartas a Mercedes, de Miguel Espinosa.

Cartas a MercedesMiguel EspinosaPresentación de Juan EspinosaNotas de María del Carmen Carrión, Juan Antonio Lucas y Juan EspinosaAlfaquequeMurcia2017Cartas a Mercedes

 

A los lectores curiosos les habrá llamado la atención la reproducción de una imagen de Nefertiti, que aparece en la cubierta de este libro. Decía el escritor Miguel Espinosa que su rostro anguloso le recordaba al de Mercedes Rodríguez, su musa. Pero lo que me parece significativo es que no escogiera la representación más conocida de la reina egipcia, conservada en el Altes Museum de Berlín, aquella que la historia del arte ha consagrado como una obra maestra, en la que la esposa de Eknatón aparece con su corona de habituales colores vivos, si bien con uno de los ojos cegados; sino esta otra versión, quizá más sobria y primitiva, con un misterio distinto del que ahora se le atribuye. Esta segunda pieza, mucho menos conocida, debió de formar parte también del taller de uno de los escultores de la corte que trabajaba para el faraón, descubierto por Ludwig Borchardt al comienzo de la segunda década del siglo XX. El caso es que la afición a las artes de Espinosa se muestra, además, en alguna de las postales que le manda, las cuales reproducen obras de Leonardo, Braque o Chagall, probablemente artistas de su gusto, y en las numerosas alusiones a pintores que aparecen en estas cartas, así como en el conjunto de su obra.

Esta correspondencia, en la que apenas solo oímos la voz de Espinosa, aunque alguna vez reproduce los comentarios de Mercedes, se nos presenta dividida en tres épocas: 1956-1972, 1973-1976 y 1977-1981; la primera, por tanto, es mucho más extensa que las otras dos partes. Sin embargo, habría que recordar, para una mejor comprensión de estas cartas, que quizá las fechas clave en la trayectoria vital e intelectual de Espinosa sean 1954, cuando conoce a Mercedes Rodríguez; 1963, al casarse esta con Francisco Guerrero Sáez, momento en que el intercambio epistolar se interrumpe cinco meses; 1972, en que fallece la madre del autor, propiciando unas emocionantes reflexiones (p. 389 en adelante); 1974, cuando padece un infarto y se publica su gran obra, Escuela de mandarines, obteniendo el Premio Ciudad de Barcelona, y sufre lo que él considera una gran ofensa, tras pedirle el favor a Guerrero de que le cambie medio millón de pesetas en divisas, sin que este le haga caso alguno (p. 405 en adelante, 548, 631 y 637); y, por último, durante los primeros años de la Transición, como consecuencia de los sucesos relatados en Tríbada, al recobrar la relación con Mercedes, muy deteriorada hasta entonces.

Estas cartas y tarjetas postales, se trata de 408 misivas compuestas para la exclusiva lectura de los dos interesados (p. 323), resultan imprescindibles tanto para entender la vida de Espinosa, su atípica relación con Mercedes, los problemas pecuniarios que siempre tuvo (véase, por ejemplo, las pp. 131 y 132); como para comprender mejor su formación cultural, su querencia por la música y la pintura, y en especial sus narraciones, sobre las que tantas pistas nos proporciona esta correspondencia. Espinosa le pide que rompa algunas de estas cartas, tras leerlas, mientras que otras, por su dureza ni siquiera se atreve a mandárselas, como ocurre con la 328. Por otra parte, el escritor es consciente de que “solo en la total independencia económica puedo hallar la total libertad que preciso para pensar y amarte sobre todas las cosas” (p. 262). De la lectura de esta correspondencia se desprende, además, una poética tan atípica como compleja, que adoptará forma literaria en sus narraciones. Así, por ejemplo, la necesaria adecuación de la materia formal a la expresión artística (p. 49); o la firme convicción de que la verdadera literatura no debe ser literaria (p. 379).

Por tanto, las fases de la relación podrían ser: una inicial, en la que Espinosa se muestra fascinado por la personalidad de Mercedes, hasta la empalagosa mitificación, convirtiéndola en musa y consejera, ante la cual su racionalismo se quiebra, mientras que él se siente como un nuevo Orestes hostigado por las Furias. Una segunda etapa de desilusión, en la que tanto ella como su marido, diplomático, se convierten en los representantes por excelencia de la dictadura, del fascismo, de la fea burguesía, mientras que él se siente como un santo. Y, por último, los años de reconciliación, en la que Espinosa –ahora reencarnado en un gigante— reconoce sus exageraciones (había comparado al matrimonio Guerrero Rodríguez nada menos que con Eichmann y Magda Goebbels) y decide nombrarla albacea de su obra, cediéndole los derechos.

Las cartas, por tanto, podrían leerse como la historia de dos obsesiones: primero, por el amor de Mercedes, que para él encarna la belleza y la sabiduría (“no te amo por voluntad de ninguna especie, sino por fatalidad. Te amo como escribo”, p. 247), pero también por la posición social que ocupa su marido, como agregado en las embajadas de Bélgica y Holanda. La foto de 1957, reproducida en la p. 19, en la que aparecen los tres muy jóvenes se comenta en un par de ocasiones en estas cartas. De esa misma fecha hay una en la que Espinosa le reprocha a Mercedes que se haya entregado a Guerrero. Pero creo que, al fin y a la postre, no es esto lo sustantivo, sino el empeño por hacer una ambiciosa obra literaria, de pensamiento (algunas de estas cartas son auténticos microensayos, como la 360, o la 376, en la que traza la evolución del franquismo, a través de dos de sus ministros más representativos, Solís Ruiz y Martín Villa), que estuviera al margen de modas y capillas, unos libros ─tan feroces como lúcidos─ contra la Tiranía (lo escribe con mayúscula), el poder de la burguesía, el desvelamiento de su lenguaje y costumbres, sin que por ello deje de recurrir Espinosa a personas influyentes como Fraga Iribarne, Enrique Tierno Galván o ─a otro nivel─ al crítico Rafael Conte. Para Espinosa, “la burguesía […] habita la irrealidad total; por consiguiente encarna lo demoníaco, cuyos atributos son el tedio, el vacío, la mímica, la trivialidad, la arrogancia, etc.” (p. 603). Se trata, por tanto, de una sociedad mímica o demoníaca (“el rostro de Satanás […] está en la Dictadura”, p. 593), la cual podría relacionarse con lo que años después denominó Bauman “sociedad líquida” (pp. 454 y 455).

El estilo y los temas tratados, las obsesiones de Espinosa, corren paralelos a los de sus narraciones, en las que prima el pensamiento, lo aforístico, el empeño por definir y aclarar los conceptos que emplea, y la idea de que en la prosa fascista solo hay sintaxis (p. 493). Pero además ya está presente la visión acerada de la conducta humana, la denuncia del gusto burgués por lo inmediato y superficial, aquello que Espinosa llama la inmediatez y la exterioridad. No en vano, se muestra propenso a utilizar palabros y expresiones poco afortunadas, tales como: “pavorizar”, “momentos eternales”, “reuniones mundanales”, “confortativo” o “victimado”, por solo citar unas pocas (pp. 478, 485, 597, 661, 664, 672).

En las cartas aparecen innumerables citas y referencias culturales, literarias, e incluso se transcriben poemas completos, con un gusto especial por las latinas. Así, critica la poesía de Pedro Salinas, desprecia las obras de Cela (“un mal escritor”) y Agata, ojo de gato, que cita mal, de Caballero Bonald (pp. 537 y 546), recoge uno de los Sonetos a Helena, de Ronsard, cita a Thomas Mann, a Menéndez Pelayo, Horacio, Catulo, Plutarco, Goethe, Lucano, Stefan Zweig… Espinosa, como el enamorado romántico que es, a veces siente celos, pero le confiesa que le gustaría ser para ella Bach, Aristóteles, Cervantes o Mozart; mientras que compara a Mercedes con la música de este, con la ternura de Cervantes y con la dignidad de Holbein. La trata de “amor mío”, “pequeña”, “niña Atenea” (véase cómo la heleniza, p. 86), “pulgoncito”, “puella”, “corazón”, “chatilla” y otros apelativos semejantes de este mismo jaez. Así, por ejemplo, le comenta en una carta de 1959: “Si ayer te llamé Clara Luz, Azenaia, Ojos Glaucos y Ponderada, hoy te llamo Paz y Diálogo”.

Las útiles notas, en vez de incrustarse en el texto, deberían haberse colocado al pie. Además, se echa de menos alguna que otra identificación de los personajes y hechos a los que se alude: ¿quién es el Ollero de la carta 99, el editor Carlos Ollero? ¿Esa Pamela de Saint-Martín que los editores señalan como ficticia, acaso no podría tratarse de la escritora Carmela de Saint-Martin? (p. 238) ¿Los “famosos cursillos” a los que se refiere, son acaso los Cursillos de Cristiandad? (p. 250) ¿Quién es ese Menchaca con quien firma, y cobra, un contrato para la edición de Escuela de mandarines, que nunca cumplirá? (p. 325) ¿Quizá se trate del marino y escritor Antonio Menchaca (1921-2002), que compartió la cárcel con Tierno Galván? El “tal Conde” (p. 458) no puede ser otro que Francisco Javier Conde, autor de una Teoría del caudillaje. Y, por último, el llamado aquí Ramón Masoliver se corresponde con el traductor, periodista y crítico literario de La Vanguardia Juan Ramón Masoliver, uno de sus mayores valedores.

La muerte le llegó pronto a Espinosa, en 1982, con 56 años, pero ya desde 1960 ─con solo 34─ empezó a pensar que no le quedaba mucha vida, algo que irá repitiendo en el futuro en diversas ocasiones. Nos dejó una obra maestra, la novela de 1974 (“muchas de sus páginas ─se pavonea Espinosa─ solamente las podría igualar Aristófanes, Plutarco, Dante, Rabelais o Cervantes”, p. 659), y dos narraciones muy notables: Tríbada (1987), cuya primera parte compara con Werther, con los actos 20 y 21 de La Celestina, y con algunos trozos de Proust y Kafka, explicando por qué (p. 679 y 680), y La fea burguesía (1990). Berlanga mostró interés por llevar al cine Escuela de mandarines, e incluso llegó a encargarle el guión a Azcona, pero este opinó que había encontrado grandes dificultades para llevarlo a cabo. A comienzos de este año ha muerto, por cierto, Mercedes Rodríguez.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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