Mujeres de alas grandes
Desde ahí arriba el cielo se veía inmenso y el mar hermoso y remoto. “Estoy volando”, se dijo la niña, y volvió a mirar hacia abajo: le maravilló el destello brillante de las olas verdes. De pronto, sintió una mano suave en su pie desnudo. Se asomó un poco. Pertenecía a una mujer joven que la sostenía en sus hombros. “¡Oh!”, exclamó asombrada. Se agarró con fuerza a ella y se inclinó para ver mejor: ¡a esa mujer joven le sostenía otra mayor, y a la mayor otra más vieja! La fila era infinita. Unas encaramadas a las otras caminaban despaciosamente sobre las aguas, atravesaban el mundo. Avanzaban. Todas juntas parecían una sola mujer de alas grandes, que planeaba sobre las montañas.
Intermuros
Al principio, parecían manchas, pero cuando las tocamos, en seguida nos dimos cuenta de que esa textura no era propia de los muros. Se lo dijimos a mamá, pero ella no le dio importancia, "serán las sombras", nos respondió. Hasta que una noche, mi hermano dijo en sueños: “Es suave como la piel”.
Cuando nos despertamos, las paredes lisas estaban agrietadas, y por las grietas parecía que asomasen lenguas invisibles.
―Madre, son como labios ―le advertimos mi hermano y yo.
Mi madre ni siquiera quiso mirar. Tan sólo, agitando sus finos dedos en el aire, repitió: “Serán las sombras, hijos míos; serán las sombras”.
Poco después comenzaron las desapariciones: los relojes antiguos, las fotografías de los viajes, aunque, quizá lo más doloroso, fue la pérdida de los mechones de la abuela. Poco a poco se fue quedando calva.
―Madre, los labios de las paredes se tragan nuestras cosas ―nos quejamos.
Pero mamá no nos escuchaba. Así que empezamos a creer que quizá fuesen las sombras, hasta que un día ella también desapareció. Buscamos por toda la casa: dentro de los armarios, debajo de los muebles. Incluso dentro del gran acuario, no fuera que alguna parte de su cuerpo estuviera flotando entre los peces. Fue mi hermano quien lo vio. Hervíamos agua para el té. Señaló con su dedo tembloroso la pared: dentro de las grietas, unos dedos finos se agitaban entre las lenguas invisibles. Nos quedamos un rato en silencio. “Serán las sombras”, concluí, y le di un bocado a una de esas pastas tan ricas, que nos preparaba mamá para la merienda.
Cumpleaños feliz
Iba a ser su último cumpleaños. Así que mamá y yo lo preparamos todo con mucha ilusión: las guirnaldas, el cartel en el que escribimos “eres el mejor, papá”, la tarta. La tarta que solo él comió mientras nosotras observábamos atentamente que no se dejara ni una miga.
Cueva Madre
A pesar de conocer la leyenda, los excursionistas se adentraron en Cueva Madre. Qué tonterías eran esas de que no se trataba de una caverna sino de una mujer de piedra, de que todo el que había osado explorarla no había sobrevivido, ¡ellos eran espeleólogos profesionales, por dios!, qué supercherías les estaban contando, aseguró el del cabello rubio a la gente del pueblo. A ellos no les iba a asustar el eco parecido a una voz humana en las galerías más profundas, ni se excitarían con el roce de las estalagmitas, suaves como pechos, ni resbalarían por el pedernal hasta quedar apresados entre paredes estrechas gritó el otro, el del bigote espeso, mientras apuntaba el suelo con la bombilla de su casco ¡porque no se veía nada, muchacho! Ahora solo queda esperar el derrumbe, señor, respondió su ayudante echando hacia atrás, con desesperación, sus mechones dorados. Ahora solo queda esperar, que, igual que en una profecía bella y terrible, quedemos sepultados para siempre en el vientre de esta madre rocosa.
* Lourdes García Pinel es periodista y maestra. Sus narraciones han sido publicadas en revistas e incluidas en varias antologías, con las que ha ganado premios. En el 2021 publicó en la editorial Ménadesciones su primer libro de cuentos, titulado 'Mujeres hambrientas'.