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Entre lo oral y lo escrito: el arte de la conferencia

De viva voz. Conferencias

Carmen Martín Gaite (Edición y prólogo de José Teruel)

Siruela (Madrid, 2023)

 

Se recogen en este volumen ventisiete conferencias, divididas en seis apartados para así ordenar los textos, facilitar la lectura y poder relacionarlos mejor. La primera data del verano de 1976, cuando la autora tenía ya 49 años, un encargo de Dolores Franco y Julián Marías, mientras que las últimas, que dejó escritas pero que no llegó a pronunciar en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, datan del 2000, año de su muerte. Ocupan, por tanto, los últimos veinticinco años de vida de la autora, que se inician con la publicación de la que quizá sea su mejor novela: El cuarto de atrás (1978), una vez que se ha estrenado como ensayista erudita y brillante (El proceso de Macanaz, 1969; Usos amorosos del dieciocho en España, 1972; y La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas, 1973), ha empezado a cultivar la crítica literaria en Diario 16 (1976-1980), por iniciativa de la periodista Juby Bustamante, y acude por primera vez, corría el año 1979, a los Estados Unidos, a Yale, invitada por Manuel Durán, profesor y poeta exiliado republicano.

El título de esta recopilación resulta muy atinado porque sintetiza, en la simplicidad de una expresión coloquial, el tipo de textos que vamos a encontrarnos. Pero de qué tratan estas conferencias. Pues del oficio de escritor; de sus compañeros de generación, con especial hincapié en Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio (por cierto, Martín Gaite sentía más aprecio por las obras de ficción de quien había sido su marido, sobre todo por Alfanhuí, que él mismo), y con Juan Benet, con el que no se mostró siempre complaciente, ni dejó de comentarle aquello que consideraba poco atinado en su obra, lectura que podría completarse con la correspondencia que se intercambiaron, ahora publicada, de la cual aquí se nos proporciona una breve muestra, y de quien traza un retrato tan breve como preciso: "largirucho con cara de jirafa que solo abre la boca para discrepar en tono entre displicente y mal humorado" (página 191); pero también trata del cuento como género y del cultivo que hicieron sus compañeros de generación; del siglo XVIII, que tanto rechazo provocó durante el franquismo; de los libros de Celia, la creación de Elena Fortún (confiesa: "mi gran deuda literaria con Elena Fortún", página 81); de sus recuerdos de Salamanca y de la influencia de Galicia en su obra, sobre todo en La reina de las nieves (1994), de la que afirma que es "mi novela más impregnada del alma y paisaje de Galicia" (página 139); así como de los viajes y de la literatura que propicia; de la influencia recíproca del cine y la literatura, dejándonos, al respecto, otra confesión: "el cine nos enseñó a mirar las cosas de una determinada manera" (página 244); además de ocuparse del papel de la mujer en la literatura, sobre lo que nos viene a decir, apoyándose en una cita de Clarice Lispector, que "en el fondo, la mayor diferencia entre el discurso masculino y el femenino (...) estriba en que un hombre (...) no se resigna a no entenderlo todo (...) Ella, en cambio, desconfía muchas veces del entendimiento como norma" (página 266); y de sus propias obras, que comenta con generosidad, y aclara y analiza con lucidez. Sobre este último aspecto, se queja –con motivo- de que la encasillaran como cultivadora del realismo costumbrista. Martín Gaite es, por tanto, uno de esos autores conscientes, pues se vale de los diferentes mecanismos narrativos y sabe muy bien por qué lo hace y qué efectos pretende producir en los lectores. O, por ejemplo, reflexiona sobre lo que el ejercicio de la investigación histórica, que tanto practicó, le enseñó a la narradora.

Y aunque no tenga tanto protagonismo, deben tenerse en cuenta, asimismo, las referencias a la cultura, a la literatura italiana, sobre todo, a Pavese. En esencia, de lo que tratan todas estas conferencias es de la interrelación que existe entre la vida y la literatura. Carmen Martín Gaite tiene su propia manera de encarar los textos, con independencia, sin seguir modas ni tampoco valoraciones establecidas, con tanta sencillez como profundidad, haciendo fácil lo complejo, habilidad que parecen haber perdido no pocos profesores, vinculándolos a sus tradiciones correspondientes, donde pueden entenderse mejor. Véanse, por ejemplo, los lúcidos comentarios que le dedica a Cumbres borrascosas. De todo ello se ocupa José Teruel en su imprescindible prólogo y en el resto de las informaciones que acompañan a las conferencias. En fin, si alguien quiere saber qué es una conferencia modélica ("Yo mis conferencias las preparo", confesión innecesaria, pues salta a la vista, página 27), cómo se artícula y qué mecanismos retóricos pueden utilizarse, con su correspondiente puesta en escena, que incluía su singular atuendo, empezando por sus tocados, aquí tiene un puñado de buenos ejemplos.

Estas intervenciones públicas son, en síntesis, ensayos preparados para ser dichos ante un público, permitiéndole entonar, improvisar, incluso cantar (por ejemplo, el bolero "quizá, quizá, quizá"), lo que consideraba necesario para seducir al espectador, ya fueran recitados de versos, ya digresiones improvisadas. No en vano, en un momento dado se refiere a sus "maestros del habla": Cunqueiro, Torrente Ballester y Aldecoa. Sea como fuere, a la conferencia le sienta bien el encargo, aunque —en la mayoría de las ocasiones— fuera ella misma quien eligiera los temas, que guardaban relación con sus inquietudes o con materias en las que estaba trabajando y que conocía bien. En suma, son un modelo de cómo se puede barajar la experiencia personal y el conocimiento profundo de un tema, recurriendo a la mejor bibliografía (Mircea Eliade, Bachelard, Brenan, Todorov...), sin caer por ello en la ostentación erudita.  

Me gustaría llamar la atención también sobre los conceptos nuevos que acuña o a los que les proporciona un nuevo curso: las ataduras; la búsqueda del interlocutor (se ha puesto el acento en el interlocutor, pero no habría que olvidarse de la búsqueda) (página 512); el papel de las ventanas en la vida de las mujeres, a veces con sus correspondientes visillos (recuérdese que su libro Desde la ventana es "un análisis de la mirada femenina a través y a lo largo de la literatura española", página 87; o el artículo, excelente, que le dedica a Hopper, a quien define como "especializado en ventanas", y como "cazador del instante fugitivo", página 151); el sistema de la retahíla; la novela de papeles atados (página 460); la escritura a rachas; la idea –tan propia de la madurez- de que lo raro es vivir; o los usos amorosos, que en la posguerra parecían tan sorprendentes como en el XVIII. No en vano, todas estas denominaciones las utilizó a menudo en los títulos de sus libros.  

No falta la reflexión, o las consideraciones, en torno a la tipología de la literatura, las novelas ("novelas testigo", "novelas de llegada", "novelas cuyo arranque es una partida", o bien la denominada "literatura de rescate"), el espacio narrativo, y los principios y finales, así como los títulos –decíamos- de los libros, y el de este —obra de José Teruel— es excelente, como lo son casi siempre los de Carmen Martín Gaite. De todo ello podría deducirse una teoría de la ficción (confiesa: "lo que considero fundamento de la literatura: la mirada distanciada ante todo aquello que provoca extrañeza", pues, para ella, insiste: "la extrañeza es el fundamento de la literatura", páginas 91 y 93), una poética del cuento, en especial aquel que cultivaron sus compañeros de generación, utilísima para sus lectores, los amantes de la mejor literatura y de todos aquellos que acuden a los talleres de escritura, aunque en estos creyera poco. Tampoco escasean las confesiones, como cuando recuerda que su vocación de escritora cuajó con la amistad de Ignacio Aldecoa y de otros compañeros de generación (página 30); e incluso los consejos a los escritores jóvenes: mantener en lo posible una actitud especial ante la vida; no tener prisa; pasear con pausa, sin rumbo fijo, para enterarse bien de las cosas ("la mirada atenta y disponible de mi amigo Ignacio Aldecoa"); buscar la voz propia; no ser exhaustivos; y –lo más insólito hoy- no hablar de dinero (páginas 31-36 y 475).

Tuve la fortuna de conocer y tratar a Carmen Martín Gaite en numerosas ocasiones, en Barcelona (cuando en 1999 fue nombrada Socia de Honor del Círculo de Lectores), Bellaterra (en la Universidad Autónoma de Barcelona), Santander (en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo), A Coruña (en un homenaje a Torrente Ballestar) o en diversos lugares de Madrid. Asistí a varias conferencias suyas y, en lo que ahora leo escrito, resuenan las modulaciones de su voz, su peculiar fraseo y entonación y la variedad de sus gestos. Pero quizá mi recuerdo más grato sea haber cantado los dos al unísono, en distintas comidas y cenas, boleros y arias de zarzuelas, aunque ella lo hacía mucho mejor que yo. Todavía recuerdo la cara de espanto que ponía la escritora Elena Quiroga, cuando Carmen se lanzó a cantar en un restaurante coruñés, durante una cena. No sabría decir, a ciencia cierta, cuando la propia autora iba abandonando a Carmiña para convertirse en la Gaite, pasando de la persona al personaje, pues parecía que ambas podían convivir en una franca armonía y se dejaban querer. El caso es que en estos distintos ambientes en los que yo la traté, nuestra escritora se desenvolvía con semejante soltura y naturalidad. Incluso tuve la fortuna de formar parte del jurado que le concedió, a título póstumo, el Premio Ángel Crespo de traducción del año 2000 por su versión de Jane Eyre. Ahora, con la perspectiva que nos proporcionan los muchos años transcurridos, van a cumplirse 25 de su desaparición, sabemos que su obra no ha parado de crecer en el aprecio de los lectores, de los editores y de los críticos, por su variedad y singularidad, y sobre todo por su complejidad inherente y su exigencia literaria.   

Pasiones y días de Avelino Fierro

 

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario. 

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