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Los libros

El viento exacto de la poesía

Portada de Barca llamada Every, de Jorge Gimeno.

Antonio Lafarque

Barca llamada Every

Jorge Gimeno

Pre-Textos

Valencia

2021

No la barca, tampoco una barca. Barca, a secas. Los artículos menguan la perspectiva; los sustantivos miran hacia el horizonte y tienen la capacidad de orientarse a los cuatro derroteros mayores de la rosa de los vientos, el símbolo náutico cuya creación se atribuye al filósofo, poeta y místico Ramon Llul, de quien puede decirse, resumiendo, que fue un humanista. Y humanista es la poesía de Jorge Gimeno, asimismo interesado en la filosofía y la mística orientales.

Every navega de este a oeste, de norte a sur, cualquier rumbo es válido y no hay puerto concreto al que arribar. Su misión es sólo fluir porque “Lo que fluye recibe la luz /… / Lo que llega es oscuro, lo que sale es claro”, versos de “Todo fluye” donde Jorge Gimeno comenta “Sandokai”, un poema del siglo VIII imprescindible en la enseñanza zen. “Todo fluye” cierra el libro con la intención de insistir en la continuidad universal de la vida (“Y no se acaba / Y no es igual”), un concepto arraigado en occidente desde el panta rei promulgado en la Grecia Antigua y popularizado mucho más tarde con un sesgo científico por el principio de conservación de la masa de Lavoisier. Ser parte del flujo implica aceptar que la muerte contribuye al sostenimiento de la cadena de la vida, aunque la vida sea sólo el lapso comprendido entre una “chiquilla que baila con un perro / a la orilla de un río / un día de verbena” y “un cadáver sin deudos” abandonado en una fría habitación. Poemas como “Gente sin nadie” y “Epitafio a una amiga” tratan el asunto con la misma frescura que “Habla la muerte”, uno de los textos sobresalientes, proclama que los seres vivos “alimentan el cosmos”, o “Los versos muertos”, otro poema indispensable, buscan el cementerio de la poesía.

En su deambular, Every se desliza sobre el agua —en el budismo, fuego, viento, tierra y agua integran la tetralogía de fenómenos de la existencia—, un elemento recurrente, bien encauzado en ríos o acequias, abierto en mares, domado en estanques o cayendo libre en forma de lluvia.

Hay una tramoya que de modo sutil redecora los paisajes urbanos y campesinos: la naturaleza domesticada ligada a los aperos (reja, arado), las labores (arar, sembrar) y los frutos del trabajo en el campo (trigo, cebada, nueces). Un “bisbiseo agrícola” atraviesa Barca llamada Every. Jorge Gimeno muestra un desacostumbrado respeto por la agricultura en tanto estilo de vida ligado al sustrato de la creación: la tierra, madre de los tres clásicos reinos, el animal, el vegetal y el mineral. Así, declara su “fidelidad a la sangre y a la tierra” y dice de ella que es eterna. A su hospitalidad debemos el asentamiento de especies milenarias, el olivo, por ejemplo, que aparece en varios textos y al que Gimeno convierte en emblema del amor carnal: “Somos dos olivos abrazados / en una cama”. Los poemas de la primera parte desmenuzan con detalle hiperrealista personajes y costumbres rurales que creemos postergados en la historia y que aún colean en el presente. “Jueza de paz”, “Bajo el calendario taurino” y “Tanatorio rural” me recuerdan la España oculta de Cristina García Rodero.

Pero la trascendencia llevada al límite se convierte en una rémora. Jorge Gimeno la esquiva sacándose de la bocamanga un truco de arriesgada puesta en escena: el absurdo. Claudio Guillén propuso un modelo formal del absurdo con tres requisitos: una situación realista en la que irrumpe un elemento exótico que es aceptado sin asombro por los personajes. Añadiría que para el espectador debe resultar graciosamente grotesco. Pienso que “El loco es el ángel”, “Lluvia asada”, “Presta atención” o “Gato gordo” propician la lectura desde esta óptica. La evocación de Joan Brossa es inmediata. Ambos comparten militancia en la antirretórica, el empleo de terminología coloquial, el humor, la crítica social. Sin alcanzar el minimalismo expresivo del poeta catalán —los poemas antes citados podrían representarse al modo de sketchs—, Gimeno puede comerse un plato de acelgas y contemplar la luna con ojos soñadores, igual que Brossa anotaba el precio de la fruta y evocaba obras de arte helenísticas. Es la cohabitación de lo decible y lo inefable, algo que admite la práctica poética, no en vano “La poesía es genial. / Te lo permite todo”. Este dictum es la gota de ámbar que condensa “La poesía es”, irónico manifiesto que finge contradecir ese grito de libertad levantando barreras: ni el name-dropping ni las ocurrencias metafísicas caben en un poema. Jorge Gimeno se reafirma en los principios expuestos en el debutante Espíritu a saltos: no a la “rutina campoamoriana”, no al “devastador cianuro heideggeriano”.

He hablado de contradicción aparente aunque podría haber hablado de propuesta de juego. Durante la lectura me preguntaba a qué poeta creer, si al que afirma que la primera parte del Quijote es un chiste largo, al deslumbrado por La crucifixión de Giotto, a los dos o a ninguno. ¿Doy crédito a quien en La tierra nos agobia declaró su amor maternal regalando Campos de Castilla, o al que ahora apela a la machadiana “sangre de los toros” para afianzar un retrato costumbrista del Madrid de los mecheros de yesca? No sé si importa, lo sustancial es que Jorge Gimeno escribe desde la libertad: “No teches la eternidad. / No pavimentes tu pie”. Al descoyuntar el discurso lineal genera cortocircuitos y paradójicamente los chispazos recargan la batería lectora. E incluso la mano del escritor: “Me gusta que mi mente diga algo / que no entiendo. / Y que ocurra lo que no espero”. Mis dudas sustentan la confianza en su poesía porque la certidumbre desprecia el misterio y nos hace vulnerables. Pienso entonces en la exactitud entendida como ausencia de defectos y excesos y, por consiguiente, más cerca de la belleza: “Ahí pasa el viento de la poesía. / Ni amargo ni resentido, exacto”. La belleza de asimilar una nube de polvo a un pájaro (“El polvo le ayuda: se posa”), mirar un ojal a lo Magritte (“El ojo vacío de la camisa blanca”) o tocar una nota sentimental (“Es pequeña, cabe en una promesa”).

También se revela la belleza en la denuncia del estado de las cosas: la práctica política, la violencia de género, la institución familiar, la colonización cultural. Y, sobre todas, el desigual reparto de la riqueza. Jorge Gimeno no se conforma con dirigir el foco hacia una situación de injusticia palmaria, sino que quiere recuperar la dignidad de los olvidados, por decirlo al modo de Buñuel, mostrando “las uñas limpias amarillas” de quienes no pueden mantenerlas blancas. Los olvidados son los locos, ajenos “al oficio universal de hacer daño”; los sin techo que buscan cobijo en las bibliotecas (“Yo poesía no leo sólo busco techado”); los pobres de solemnidad que comparten lecho mortuorio en una especie de ritual funerario. “La cama del adiós” es un poema magnífico —y terrible por mordaz— que habla de una cama colectiva que rota entre la gente desahuciada. Y es que “hombre pobre huele a muerto”, cantaba Enrique Morente por tientos.

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Los textos de Jorge Gimeno fluctúan entre adjetivos imposibles e imágenes impensables: las mujeres bodhisattvas en un velatorio, las supernovas en la nariz de un perro, el humo domado con un peine. Sin olvidar la metáfora sorprendente creada desde un punto sucio: “buena / como grasa de matrimonio”. Estos matices identifican inequívocamente a un poeta que vive apartado de los campos minados del canon. ¿Autor inclasificable? Dejo el etiquetado a los taxónomos. Sólo afirmo que, sin menospreciar otros caminos, a la poesía se llega leyendo a Jorge Gimeno.

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Antonio Lafarque es crítico literario y editor junto a José Andújar de Detrás de las palabras (Visor, 2020), antología de Joan Margarit con 50 poemas seleccionados y comentados por 50 autores.

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