Televisión

Al Oeste de las series: 'Westworld' contra 'El cuento de la criada'

Una escena de la serie 'Westworld'.

Emmanuel Burdeau (Mediapart)

El mundo, durante mucho tiempo, se dividió en dos. Estaba el cine y estaba la televisión. El primero era amable, la segunda no lo era. La televisión no poseía ninguna cualidad más que la de hacerle parecer mejor, en comparación. Si funcionaba como medida, era a título completamente negativo. Y después llegaron las series. Sería más acertado decir que reaparecieron, ya que en realidad siempre habían estado ahí. Solo que tomaron una nueva importancia gracias a la cual aquella división comenzó a ser a la vez sacudida y complicada. Se empezó a odiar menos la televisión. Se empezó a amar el cine con un amor menos unilateral y menos exclusivo. Aunque solo fuera porque hubo que convenir que resulta que hay "cine" en las series. A veces, si no siempre. Y cada vez más a menudo. 

¿Qué es el cine? Lo contrario de la tele, todo lo que la tele no es y no sera nunca... Los que habían creído prosperar teniendo como bagaje un enunciado tan grosero —tan malo— sintieron de pronto la necesidad de hablar más bajo: buena noticia. Esto no significa que todas las divisiones hayan desaparecido. Otras, y algunas muy graves, han persistido. Se han incluso agravado. La división entre los fuertes y los débiles, por ejemplo. La división entre los ricos y los pobres. Entre los que mandan y los que cumplen. O incluso entre los que inventan historias y los que están reducidos a ser sus juguetes. 

¿Hay una relación entre estos dos órdenes de división? A priori, ninguno. Pero dudo que cualquiera que haya seguido la actualidad pueda ignorarlo: son numerosas las series de televisión cuyo universo está dividido en dos, e igualmente numerosas son aquellas cuya ruptura concierte justamente esta oposición entre fuertes y débiles, creadores y sus criaturas... No cito ningún ejemplo. Porque hay demasiados y porque la mayoría son de todo menos confidenciales. Y porque vamos a tratar en un instante dos series en particular, ellas mismas, de hecho, bastante conocidas. 

De qué manera esta división que ocurre durante la narración debe ser leída como la traducción de lo que ocurre entre el cine y la televisión es, creo, el problema fundamental que las series plantean hoy a la recepción crítica. Cuando se inició lo que se llama su tercera Edad de Oro, al final de los años noventa, formular las cosas de esta manera habría sido, en el mejor de los casos, hacer gala de una falta de tacto. Hacía falta, antes de nada, liberar a la pequeña pantalla de la tutela de la grande. Había que aprender a ver la tele por sí misma. Han pasado, desde entonces, 20 años. Las series han conquistado su autonomía. Podemos por tanto hablar de nuevo de cine con respecto a ellas sin arriesgarnos a parecer descorteses. Podemos y debemos. Por la sencilla razón de que, en el curso de estas dos décadas, el género ha abandonado poco a poco su contención visual para apropiarse de bazas completamente cinematográficas. 

Westworld y El cuento de la criada llegan, desde esta perspectiva, en el momento justo. La primera serie es una mezcla de western y ciencia ficción creada por Lisa Joy y Jonathan Nolan —hermano de Christopher— cuya segunda temporada se emite en HBO. La segunda es una distopía terrorífica —¡y oscura!— creada por Bruce Miller para la web Hulu. Su segunda temporada se emite en HBO España al mismo tiempo que en Estados Unidos. 

Empezaremos recordando que una y otra fueron primero películas. Westworld se inspira en la que Michael Crichton escribió y rodó en 1973. El bonito Mondwest, con el inmenso Yul Brynner como protagonista, tiene toda la simplicidad que la serie de Joy y Nolan no tiene. Tres personajes en el primer caso, una cincuentena como poco en el segundo. Allí un suspense básico —¿Yul va a dejarse matar?—, aquí una madeja de historias tan enredadas que desalentaría a los mejores tejedores. Modestia hace 45 años, megalomanía hoy. Parquedad, grandeza. De manera que, visto desde aquí, es la película lo que parece una pálida telenovela de la televisión pública, mientras que la serie presenta toda la desmesura de una superproducción de Hollywood. 

El cuento de la criada fue antes, por supuesto, a mitad de los años ochenta, una novela de culto de Margaret Atwood. Pero esta dio lugar, igualmente, a una película en 1990. Y ya podía el filme contar con una lista internacional de nombres prestigiosos —el alemán Volker Schlöndorff dirige, el británico Harold Pinter adapta, el japonés Ryuchi Sakamoto compone, los estadounidenses Robert Duvall y Faye Dunawaye actúan—, también parece poca cosa al lado de su hermanito por capítulos. Basta con comparar los uniformes de las sirvientas. El velo de Natasha Richardson en la obra de Schlöndorff muestra un rojo todavía tímido, y su tejido deja pasar la luz. En la serie, Elisabeth Moss y sus compañeras de infortunio llevan un vestido de un rojo denso, opaco —escarlata— y un tocado de un blanco inmaculado que se prestan a severas —aunque grandiosas— composiciones militares de las que los realizadores no dudan en abusar. 

Si fuera necesario, Westworld y El cuento de la criada confirman por tanto una supremacía. Las series han tomado el lugar del cine. Desde el punto de vista industrial, pero también desde el punto de vista estético: muchas series se parecen a películas más que las propias películas. De la misma manera, Westworld y El cuento de la criada confirman que un peligro amenaza al género. No es algo que sepamos menos, sino algo que nos genera menos placer decir. 

Durante mucho tiempo —antes incluso del principio de la tercera Edad de Oro—, sus defensores alabaron el arte menor de las series. Contra un cine que se había vuelto demasiado pesado y demasiado consciente de sus medios, hacían valer un amateurismo. La mediocridad de la tele les parecía refrescante; su fealdad, de una impureza preciosa; el desorden de sus escaletas, el preámbulo a mil sorpresas... Esta visión ha permanecido. Las series se han convertido en un arte mayor. Quizás incluso están definiendo un nuevo academicismo vecino de aquel del que se pudo un día acusar al cine. O, más exactamente, este academicismo se habría ya convertido en irrespirable si esas series no estuvieran trabajadas, o carcomidas, por esas divisiones. 

Las divisiones

¿De qué manera está el universo de Westworld dividido en dos? Es muy simple. La poderosa firma Delos ha creado un gigantesco parque de atracciones western en el que los visitantes son ricos ociosos llegados para buscar algo de distracción, o de riesgo, en contacto con cow-boys, bandidos, prostitutas e ingenuos de los que pueden disponer a voluntad, ya que no son más que inofensivos robots. De un lado el mundo y del otro el parque. De un lado humanidad y del otro su imitación, a la vez ficticia y tan llena de verdad que las máquinas que pueblan Westworld —el nombre del parque— ignoran primero que lo son. 

¿De qué manera está el universo de El cuento de la criada dividido en dos? Apenas es más complicado. Estamos en un futuro próximo. La fertilidad sufre una caída sin precedentes, los Estados Unidos han caído en manos de una brutal teocracia en el seno de la cual las escasa mujeres que aún pueden tener niños se han convertido en sirvientas cuya única razón de ser es quedarse embarazadas. El resto del tiempo, son tratadas como animales y sometidas a vigilancia permanente. De un lado los hombres y del otro las mujeres. De un lado la casta de los amos —en cuya cumbre están los comandantes— y del otro la de los esclavos. De un lado el verde y el azul, del otro el rojo. 

Más allá de esta división, el punto común entre las dos series tiene que ver con otra constante del género. El cuento de la criada y Westworld describen una humanidad enferma, exitosa desde el punto de vista del desarrollo, pero que no puede ver su salvación fuera de una empresa de programación. El asunto central, en los dos casos, es la recreación artificial de la vida. Gilead, la república imaginada por Margarest Atwood, es igualmente una forma de parque, o de campo. Las mujeres están como en una burbuja a fin de optimizar las posibilidades de que queden embarazadas. Así como los robots se fabrican por cientos, matados y sustituidos en bucle a fin de volver cada vez más imperceptible la distancia que los separa de la verdadera humanidad. Aquí, como allí, la humanidad de estudia, se examina y luego se (re)produce. En cadena y en laboratorio. 

He dicho ya la palabra programación. Si hay una que recordar de este artículo, es esta. Programación debe entenderse en el sentido de la ciencia en general y de la informática en particular: El cuento de la criada y Westworld obedecen a protocolos experimentales. Son dos experiencias producidas en laboratorio sobre cobayas cuyos comportamientos se querrían poder anticipar y controlar. Son dos historias de rebelión que a la vez bulle y tarda en explotar. Y programación debe entenderse en el sentido de la televisión. Igual que hablamos de programas de televisión, se puede llamar programación a la manera de narrar en el medio de las series, es decir, a la invención de personajes recurrentes definidos por algunos rasgos específicos y que, episodio tras episodio, test tras test, se lanzan a la arena a que reproduzcan —más o menos— los mismos gestos. Hasta que la experiencia funcione. O hasta que fracase del todo. 

El parecido entre las dos series no va, si puedo decirlo, mucho más lejos. El cuento de la criada suscita desde su aparición un delirio de alabanzas que no me explico. El amor por lo oscuro es una cosa decididamente misteriosa. No es solo que sea solemne hasta la muerte: ah, esas miradas que duran segundos que parecen horas, esos silencios contritos que valen mil confidencias, esos finales de escena con un interrogante... Westworld, después de todo, no es exactamente el paragón de la frivolidad. Es más bien que la serie de Miller no sabe ver más allá de la fábula política: esta es muy fuerte, sus ecos con la actualidad son patentes y Moss es una actriz que siempre es bueno ver, pero no quita que el conjunto cojee monstruosamente. La serie parece no desear, sino temer la mínima identificación. Y a menudo olvida contar algo: son innumerables los episodios en los que no ocurre nada, excepto la espera y el dolor que se repiten una vez más. Queda la idea de la televisión como distopía o contra-mundo, sobre la que podríamos volver en el próximo capítulo. 

La inteligencia de Westworld reside en hacer ver hasta qué punto la programación se ha convertido en el lugar en el que se cruzan nuestras divisiones, la del cine y la televisión y la de los fuertes y los débiles, los hombres y las   máquinas. Se manera evidente, se trata de una serie de segundo grado, una serie que habla directamente de las series. Los empleados de Delos que imaginan lo que puede suceder en el parque se llaman "guionistas". Los invitados entran relacionados con "historias" —narratives en inglés, cuyo número puede alcanzar el centenar— y los robots no pueden más que evocar esos roles secundarios que cualquier serie necesita convocar, y luego matar, y luego reemplazar. Una vez y otra. Ad libitum.

Hay, por tanto, todo un aspecto "meta" que puede parecer tanto más fatigoso cuanto que Westworld es una serie tremendamente parlanchina y sentenciosa. Pero, si se mira bien, ese "meta" es en realidad lo que la serie posee de más concreto. Y esto tiene que ver precisamente con la programación, en el doble sentido de una reanimación bajo la forma del héroe del cine clásico —cow-boys e indios— y de un storytelling típicamente televisivo que no busca disimular su carácter estereotípico. Llegando, incluso, a sacar belleza de todo eso. En uno de los episodios se ve a algunas criaturas del parque Western, entre ellas la extraordinaria Maeve interpretada por la actriz inglesa Thandie Newton, alucinadas tras encontrar a sus equivalentes, nacidas del mismo molde, en el parque Shogun. ¿Quiere decir esto que la humanidad tras la que corren los robots, deberían buscarla menos en el contacto con nosotros y más aprendiendo a contemplar la extrañeza de su propio reflejo?

La propia Maeve —sin duda el mejor personaje de Westworld— había logrado a mitad de la primera temporada visitar las bambalinas de Delos. Y se abrían ante ella los talleres, las pruebas de vestuario o de escenario así como, percibido de pronto del otro lado de un cristal, una fosa común. El amasijo de cuerpos desnudos eran sus hermanos y hermanas apilados como sacos a la espera de ser reiniciados y enviados de nuevo al frente del storytelling. storytelling

¿Se puede hoy esperar más de una serie? Hasta donde yo sé, no. Más que cualquier otra, Westworld declara que lo que pertenecía ayer a la gran pantalla pertenece ya a la pequeña. Incluido este género —el western— que, más que cualquier otro, marcó el clasicismo y el poder de Hollywood. Joy y Nolan coronan la gloria de la televisión como programación, reprogramación de cero del cine. Pero no ignoran el precio de esta gloria. O mejor: muestran su coste desorbitado a través del espectáculo a la vez horrible y abrumador de un terrible derroche de personajes. 

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Fábula estética y fábula política se hacen aquí inseparables. La televisión reinicia al cine: empieza de nuevo, lo devuelve la vida, o al menos una apariencia de vida. Y al mismo tiempo lo mata de nuevo. Cada semana lo envía al hoyo en un amasijo de carne y metal para el disfrute de los amos —visitantes, espectadores— cuya impunidad no durará para siempre.  _________Traducción: Clara Morales

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