Pasaron años explotadas, violentadas, humilladas y encerradas en reformatorios franquistas para mujeres. Algunas, incluso tras la muerte del dictador. Las tacharon de indignas y después las expulsaron a los márgenes, borraron su memoria. Y detrás de la tortura que las marcó de por vida, estaba la Iglesia. Este lunes, la Conferencia Española de Religiosos (Confer) quiere redimirse en un acto público de perdón después de cuarenta años de silencio absoluto. Ellas, no están convencidas: "Es un lavado de cara".
Son las víctimas del Patronato de Protección a la Mujer, una institución a cargo de Carmen Polo y dependiente del Ministerio de Justicia que dirigió cientos de centros por todo el mapa, con el firme propósito de "velar por la moralidad pública, muy especialmente la de la mujer". A lo largo de los años de dictadura, pero también una década después de la muerte del dictador, los responsables del organismo acechaban a las mujeres menores de edad "caídas o apunto de caer" para atraparlas, torturarlas y conseguir así su "dignificación moral". Es decir, "apartarlas del vicio" y "educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica".
Durante más de cuarenta años, cualquier chica que fuera leída como una amenaza –por subversiva, por rebelde, por comunista, por prostituta, por lesbiana, por pobre, por haberse quedado embarazada– era susceptible de ser atrapada por el régimen. El Patronato podía hacerse con la tutela de las chicas desde los 16 y hasta los 25 años. "Se desarrolló un estudiado sistema de vigilancia que aplicaba terapia de reclusión con la finalidad de liberar a la mujer de todas aquellas prácticas sociales que entraban en conflicto con las austeras reglas del régimen", detalla Carmen Guillén en su tesis El Patronato de Protección a la Mujer: prostitución, moralidad e intervención estatal durante el franquismo [disponible aquí]. Es decir, el objetivo pasó a ser cualquier mujer que no encajara con el ideal franquista de feminidad. Aunque la institución nace poniendo el foco inicialmente en la prostitución, pronto cualquier "síntoma de divergencia" pasó a ser, por nimio que fuese, "considerado una amenaza".
El papel de las órdenes religiosas
Y ahí entraban en juego las órdenes religiosas. "Para alcanzar su extensa labor, el Patronato necesitó una enorme infraestructura de internamiento de la que no siempre pudo disponer. La carencia inicial de establecimientos fue suplida, como en otros tantos aspectos, gracias a la interesada ayuda de la Iglesia, que se apresuró a facilitar su todopoderoso dispositivo diseminado por la geografía española: numerosos reformatorios, colegios, hogares o refugios, regentados por diferentes órdenes religiosas fueron prestados a la causa del patronato", escribe en su trabajo doctoral Carmen Guillén.
Aunque los ejemplos son numerosos, existen dos congregaciones religiosas con mayor presencia: las Adoratrices del Santísimo Redentor y las Oblatas Redentoras. "Fueron las que proporcionaron más apoyo al Patronato, cediendo sus casas, refugios y albergues para asilar a las jóvenes", señala la investigadora.
Paca Blanco estuvo en tres centros a lo largo de los años sesenta y de todos se escapó. A ella le encerraron para aplacar su compromiso político, para que dejara de molestar: "Yo nací roja y con el corazón a la izquierda", rememora hoy. Blanco recuerda nítidamente la perversa clasificación cuando atravesaban las puertas de los centros: completas o incompletas, en función de si habían mantenido relaciones sexuales. Las que llegaban incompletas pasaban automáticamente a ser tratadas como "putas, golfas y perdidas". Las que llegaban embarazadas "iban a Peñagrande, el reformatorio del horror".
Ahí fue a parar Loli Gómez. Llegó al centro con sólo quince años, embarazada a consecuencia de la violencia sexual ejercida por su padre. Las violaciones se prolongarían durante años, incluso en las visitas cuando estaba ya recluída en el centro, gestionado por la orden secular Cruzadas Evangélicas. Nunca nadie se preguntó nada sobre los dos embarazos que pasó, ni mucho menos nadie trató de proteger a la adolescente. Eran los ochenta, los años del bienestar, el porvenir y la democracia.
Mariaje López podía observar la cárcel de Carabanchel (Madrid) desde las ventanas de su centro. Sospecha, todavía hoy, que muchas de las niñas encerradas tenían a sus padres entre los barrotes del edificio vecino. No era su caso: su padre falleció cuando ella tenía ocho años y a su madre le faltaban fuerzas y recursos para criar sola a sus hijos. "Tenía que trabajar todo el día y tenía un bebé recién nacido", así que entregó a su hija a los brazos del Patronato. "Las monjas Oblatas del Santísimo Redentor de Carabanchel Alto le prometen a mi madre que me van a cuidar y a dar estudios. No ocurrió ni lo uno, ni lo otro", recuerda. Tiene grabado el trabajo a destajo, el trato cruel, el hambre y los castigos. "Por hablar en una fila tenías que dibujar una cruz en el suelo con la lengua y por orinar en la cama te restregaban ortigas por la entrepierna", describe. Corría el año sesenta y cinco.
"Un lavado de cara"
El final definitivo de la institución llega demasiado tarde: diez años después de la muerte del dictador. Desde entonces, las órdenes religiosas no sólo no han pedido perdón, sino que se han beneficiado de fondos públicos y han sido reconocidas por su atención a mujeres vulnerables. Cuatro décadas de amnesia interesada y silencio absoluto. Este lunes a las 18:30 horas en la Fundación Pablo VI de Madrid, celebrarán un acto de "reconocimiento y petición de perdón a las supervivientes".
Lo que en un primer momento parecía configurarse como un gesto reparador, se ha ido tornando con el paso de los días en una frívola trampa por parte de la Iglesia. Jesús Díaz Sariego, presidente de Confer, declaró este viernes que "esa experiencia" hay que encajarla "en un contexto de la época" y además puntualizó que "muchas mujeres que han pasado por estos centros les ha servido como promoción personal y profesional".
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Pero el maltrato ni fue excepcional, ni está justificado por el contexto de la época, responden las supervivientes. Lo explica Consuelo García del Cid, una de las primeras voces que fue capaz de romper con el silencio. En conversación con este diario, no sólo condena sin paliativos las palabras de Díaz Sariego, sino que denuncia también la "censura" por parte de los religiosos, quienes les han prohibido hablar de bebés robados en el acto que se celebrará el lunes. "¿Qué perdón es ese?", se pregunta. Confer puso como línea roja hablar del robo de bebés, a pesar de que muchas de las mujeres que pasaron por los centros acreditan haber sido víctimas de esta práctica. "Nos han dicho que de ninguna manera se puede hablar de bebés robados, porque es un delito. Las palizas, las bofetadas, la explotación laboral, ¿acaso no son delitos también?", formula la superviviente.
"Tengo que decir la verdad sobre lo que opino, ¿no?", se pregunta Loli Gómez, irónica y cómplice, al otro lado del teléfono. Y tras el interrogante, la víctima del Patronato pronuncia la verdad sin titubeos: "Para mí es una chorrada inmensa, un lavado de cara para quedar bien con su conciencia. No sirve para nada y no tiene ningún sentido". A la misma conclusión llega Paca Blanco. "Es un lavado de cara. Yo ni perdono, ni olvido. Todo lo que hemos sufrido se lo tenemos que agradecer a esa gentuza que ahora habla de perdón y caridad". Mariaje López se pregunta, igual que sus compañeras, si puede ser un perdón sincero cuando va acompañado de pretextos. "Vemos que están aludiendo a asuntos como el contexto de la época y que dejan caer que muchas salieron promocionadas, una maestría con el lenguaje que resta peso al perdón", razona.
Las víctimas poco saben de promoción, pero sí conocen en primera persona los tentáculos de la violencia. El maltrato no se redujo a los años de encierro, sino que las marcó de por vida. "Para salir de ese infierno sólo te quedaban dos opciones: o meterte a monja o casarte. Yo me casé con un maltratador. Me pasé la vida pariendo, porque fue la forma de atarme a la pata de la cama. Podría haber sido lo que quisiera, pero la Iglesia me destrozó la vida", comparte Blanco. "Nos lavaron el cerebro para hacernos pensar que no valíamos nada", completa Gómez. Y eso, es difícil de reparar. "No nos vamos a dejar tomar el pelo, no vamos a ceder", promete García del Cid. Lo dice segura de sus palabras y con razón. Sus actos la avalan: a mediados de los setenta, cuando consiguió huir de su centro, juró a sus compañeras que todo el mundo sabría lo que pasaba en aquellas cárceles, aunque tuvieran que pasar cuarenta años. Hoy vuelve a tenderles la mano: "Mis compañeras son sagradas y no voy a dejarlas en esta situación. No voy a permitir que se vulneren sus testimonios".
Pasaron años explotadas, violentadas, humilladas y encerradas en reformatorios franquistas para mujeres. Algunas, incluso tras la muerte del dictador. Las tacharon de indignas y después las expulsaron a los márgenes, borraron su memoria. Y detrás de la tortura que las marcó de por vida, estaba la Iglesia. Este lunes, la Conferencia Española de Religiosos (Confer) quiere redimirse en un acto público de perdón después de cuarenta años de silencio absoluto. Ellas, no están convencidas: "Es un lavado de cara".