Más débil, pero más necesaria que nunca: la ONU, el último muro de contención en un mundo sin ley

Es 19 de noviembre de 1919 y el Senado de Estados Unidos se dispone a votar. Sobre la mesa está uno de los documentos más importantes de la historia del siglo XX: el Tratado de Versalles y, en particular, la entrada del país en la Sociedad de Naciones, la organización que, ideada por su propio presidente, Woodrow Wilson, debía velar por la paz después de la Primera Guerra Mundial. Minutos antes, la Cámara había asistido a uno de esos discursos que, a la postre, sería uno de los más legendarios de la historia del parlamentarismo estadounidense. En él, William Borah, probablemente el orador más talentoso de la Cámara, tiraba por tierra el sueño de Wilson de lograr una Sociedad de Naciones. Para Borah, calificado por la revista Time como el senador más famoso del siglo, EEUU no debía meterse en los asuntos europeos, ni tampoco comprometerse en la defensa de ningún Estado, ni mucho menos liderar una Sociedad de Naciones. Al contrario, lo prioritario debía ser velar únicamente por los intereses de los EEUU. América First.

La posición de Borah y de sus correligionarios, los llamados “irreconciliables”, contribuyó a hacer descarrilar las dos votaciones del Tratado de Versalles que se produjeron en el Senado, haciendo así que EEUU nunca llegara a entrar en esa Sociedad de Naciones que ellos mismos habían ideado. Su férrea postura aislacionista y su convencimiento de que EEUU no debía mirar más allá de sí mismo condujeron, entre otros muchos factores, a la condena, casi desde su nacimiento, de la propia organización. 

Más de 100 años después de ese momento fatídico para la comunidad internacional, otro político estadounidense tomaba la palabra, pero esta vez en la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU), para, de nuevo, poner en duda un organismo y un orden mundial que los propios EEUU habían creado e ideado. Ese hombre era Donald Trump, que salió al estrado de la Asamblea dispuesto a no dejar títere con cabeza. “Se supone que la ONU debe detener las invasiones, no crearlas ni financiarlas”, dijo de la organización, calificándola de “inútil” y acusándola de tan solo usar “montañas de palabras vacías”. Igualmente, hizo referencia a la corrupción que, a su juicio, habita en ella y al uso que le da la ONU a su financiación para “facilitar caravanas de migrantes”.

La mesa estaba servida. Cuando el crédito de la organización está en uno de sus momentos más bajos de la historia reciente por su inoperatividad a la hora de detener la guerra en Ucrania y el genocidio en Gaza, su mayor valedor, Estados Unidos, atacaba el mismo corazón de la institución que había creado. Eso sí, no era la primera vez. Durante estos últimos meses, Trump ha ido, poco a poco, minando la credibilidad de la ONU, no solo a nivel político, con sus declaraciones, también financieramente. El presidente disminuyó la contribución de EEUU a programas humanitarios de las Naciones Unidas, provocando despidos masivos y recortes de un 20% en sus presupuestos en agencias como UNICEF o la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Otras como ACNUR han visto cómo ese porcentaje perdido subía al 40%.

¿Es la ONU débil o es EEUU quien se debilita?

Todas esas decisiones se pueden encuadrar a la perfección en la deriva internacional de Trump, que favorece el aislacionismo y un orden internacional más agresivo donde predominen los intereses de EEUU por encima de todo. La cuestión es: si ni siquiera el presidente del país impulsor de la ONU cree en ella, ¿dónde deja eso a la organización? ¿Está condenada a la irrelevancia, o peor, a la desaparición? Las respuestas son múltiples, pero quizás lo primero es preguntarse por qué EEUU ha llegado a este punto. Y para ello hay que abrir el foco.

La propia duda de si la ONU es útil a día de hoy o no tiene implícita, para Itziar Ruiz-Giménez, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid, una carga negativa que va en línea con los postulados del magnate. En su opinión, la cuestión no es tanto si las Naciones Unidas son o no útiles, sino para quién lo son. “El discurso de Trump es el ejemplo claro del declive internacional de EEUU. Justamente ahí es donde hay que buscar la explicación de por qué ahora el presidente está siendo tan agresivo contra la ONU. El peso de su país es cada vez menor y, por eso, tiene un menor control de lo que se decide en Naciones Unidas. Es precisamente la reacción a ese declive y el deseo de volver a ser quien marca la agenda internacional lo que encuadra esas acciones”, afirma.

La profesora pone de ejemplo las resoluciones tomadas por la Asamblea de la ONU a favor de Palestina que, recurrentemente, han sido aprobadas contra el criterio de EEUU. Así, los norteamericanos ven cómo las posiciones de otros países cada vez toman más peso en la institución en detrimento de las suyas. “Con respecto a Palestina, ya hemos visto en la ONU resoluciones favorables desde hace muchísimo tiempo, y eso a EEUU no le gusta”, insiste Ruiz-Giménez. Quizás uno de los reveses más trascendentales en este sentido llegó hace dos semanas, cuando la comisión que investiga lo que está sucediendo en los territorios palestinos calificó de “genocidio” las acciones de Israel en Gaza.

Ese cambio de equilibrio en la ONU se explica, sobre todo, por el peso que están ganando potencias emergentes del llamado “sur global”, las cuales han puesto en el centro de su política internacional la defensa de los derechos humanos y del derecho internacional. Ruth Ferrero, profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, pone como ejemplos a países como Brasil o Sudáfrica, que apuestan por un orden alternativo al que ahora mismo defiende EEUU. El caso del segundo es evidente, liderando el proceso contra Israel en la Corte Internacional de Justicia por genocidio. “Estamos asistiendo a una reorganización por parte de estos países que, en cierta manera, Occidente siempre ha despreciado. Y si realmente consiguen ese lugar hegemónico, EEUU corre el riesgo de aislamiento y de que, como pasa ahora con Israel, cada vez se vea más solo en el tablero geopolítico”, comenta Ferrero.

Más necesaria que nunca

Con todo, ese ascenso de los países que quieren hacer las cosas de forma diferente no oculta el descrédito que la ONU sufre por buena parte de la sociedad por su incapacidad de parar el genocidio en Gaza. Sin embargo, las expertas consultadas están de acuerdo en que eso no quita para que la organización sea incluso más necesaria que nunca en un mundo tan convulso como el actual. “Cuando nos planteamos preguntas de este tipo, el verdadero enfoque que deberíamos dar sería: ¿Y qué hubiera pasado si no hubiera existido la ONU? Imaginémonos todas las guerras y todo lo que está sucediendo en Gaza pero sin que ni siquiera exista ese peso jurídico y moral que es la institución. Hubiera sido mucho peor”, valora Mercedes Guinea, profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.

En el mismo sentido se posiciona Pablo Pareja, profesor agregado Serra Húnter de Relaciones Internacionales del Departamento de Derecho de la Universitat Pompeu Fabra: “La existencia de la ONU, pese a que no puede actuar coercitivamente –algo que no está dentro de sus funciones–, implica que quien se salta las normas tiene un coste de legitimidad”, afirma. Pone el ejemplo de la guerra de Irak, donde una coalición de países liderada por Estados Unidos y en la que participó España, invadió ilegalmente el país en contra del criterio de la ONU. “Es cierto que esa intervención se produjo, pero el precio que pagaron esos países y sus líderes a largo plazo ha sido muy alto a nivel de deslegitimación. Eso no sucedería si no existieran Naciones Unidas”, asegura Pareja. 

Pero el poder de la ONU no se queda en ser un “Pepito Grillo” simbólico, sino que, más allá de la parte política, las expertas coinciden en señalar algunos de los éxitos de la organización durante sus 80 años de historia. “Todo el proceso de descolonización que fue sucediendo a lo largo del siglo pasado es fruto, en buena medida, del trabajo que lideró la ONU. Ahí tenemos el ejemplo de Sudáfrica. Y también con el impulso a los Movimientos de Liberación, como en el caso palestino”, defiende Ruiz-Giménez. De igual forma, también destaca la amplia labor humanitaria que realiza la institución y que es fundamental para paliar los efectos de la guerra en todo el mundo, o su labor de referencia reguladora en el terreno sanitario con la OMS, a nivel económico o marcando el camino con la inteligencia artificial.

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Sin embargo, el gran deber pendiente para la ONU sigue siendo su incapacidad para consensuar sus decisiones dentro del Consejo de Seguridad, el órgano encargado de tomar medidas para mantener la paz internacional. En él, se mantiene el mismo sistema que cuando se creó la institución, allá por 1945, y que otorga poder de veto a las cinco potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial (China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos). “Esos países siguen teniendo un peso desmedido y, al final, eso produce que toda acción de esas potencias o de sus socios no tenga consecuencias. Lo ideal, sería reformar ese mecanismo, pero a día de hoy parece imposible, porque ninguno de ellos va a aceptar perder poder”, reconoce Guinea.

En este sentido, Pareja propone un punto intermedio para acometer esta reforma fundamental. Para él, una solución podría ser no retirar el derecho de veto a las cinco potencias, pero sí dar más peso a la Asamblea en la toma de decisiones, un organismo más democrático que sigue la norma de ‘un país, un voto’, sin importar el tamaño. “Por ejemplo, podríamos ponernos en el caso de que uno de esos países veta una resolución. Si esto sucede, ese veto tendría que pasar por la Asamblea, donde se votaría si este es o no rechazado. Si una mayoría reforzada, pongamos el caso de dos tercios del total, decide votar en contra, ese veto podría o bien anularse, en el caso más radical, o ser devuelto para que se vote de nuevo en el Consejo de Seguridad, si somos más conservadores. Si se opta por esto último, probablemente se vuelva a vetar, pero al menos se hará con el voto en contra de dos tercios de los países representados”, defiende Pareja.

Con todo, las expertas confluyen en que, a corto plazo una reforma profunda de la ONU es prácticamente imposible, pero igualmente lo hacen en que su desaparición también es improbable. “La comparación con la Sociedad de Naciones es poco justa, esa organización ya nació sin su principal valedor dentro y en un contexto diferente. Son casos diferentes”, concluye Guinea. Aún así, la limitación de la ONU seguirá siendo la misma: es una institución que depende de los Estados miembros y de los límites que estos ponen a su acción. “No es un Parlamento global, nació como una organización correctora, pero sin un poder coercitivo. A veces se nos olvida que la ONU no es un ente externo y fuera de todo contexto, sino que está atada de manos por los Estados. Eso es lo que se aceptó en su momento y continúa siendo así hasta ahora”, zanja Pareja.

Es 19 de noviembre de 1919 y el Senado de Estados Unidos se dispone a votar. Sobre la mesa está uno de los documentos más importantes de la historia del siglo XX: el Tratado de Versalles y, en particular, la entrada del país en la Sociedad de Naciones, la organización que, ideada por su propio presidente, Woodrow Wilson, debía velar por la paz después de la Primera Guerra Mundial. Minutos antes, la Cámara había asistido a uno de esos discursos que, a la postre, sería uno de los más legendarios de la historia del parlamentarismo estadounidense. En él, William Borah, probablemente el orador más talentoso de la Cámara, tiraba por tierra el sueño de Wilson de lograr una Sociedad de Naciones. Para Borah, calificado por la revista Time como el senador más famoso del siglo, EEUU no debía meterse en los asuntos europeos, ni tampoco comprometerse en la defensa de ningún Estado, ni mucho menos liderar una Sociedad de Naciones. Al contrario, lo prioritario debía ser velar únicamente por los intereses de los EEUU. América First.

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