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'Jerusalén, la ciudad imposible. Claves para comprender la ocupación israelí'

Portada de 'Jerusalén, la ciudad imposible. Claves para comprender la ocupación israelí'.

Meir Margalit

infoLibre publica un adelanto de Jerusalén, la ciudad imposible. Claves para comprender la ocupación israelí, con el que el activista Meir Margalit ha ganado el IV Premio Catarata de Ensayo. El libro sale a la venta el 16 de abril. 

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Justicia poética en Jerusalén

Desde cualquier punto de vista que se considere, Jerusalén es incompatible con las exigencias de una ciudad democrática debido a la falta de un componente básico e inherente a todo sistema democrático: la “representatividad”.

 

Como ya hemos dicho, los palestinos de Jerusalén, a pesar de constituir más de un tercio de la población total de la ciudad, carecen de representación en el Consejo Municipal. Si bien no hay ningún impedimento formal que les impida votar o ser votados, el hecho de haber optado por boicotear el proceso electoral por considerarlo una farsa o peor aún, una forma simbólica de legitimar la ocupación, no trasforma el régimen jerosolimitano en representativo ni mucho menos en “democrático”. La minoría palestina, que se niega manifiestamente a colaborar con el ocupante en la puesta en escena de “la divina comedia democrática”, ha instaurado una situación singular, que trasforma el sistema de gobierno jerosolimitano en un híbrido que, si bien no es ilegal en el sentido formal de la palabra, está lejos de ser legítimo en su acepción sustancial (Rawls, 1971). De forma paradójica, casi surrealista, la mera abstención palestina descalifica a la ciudad de su pretensión de representatividad e impide que el sistema gubernamental jerosolimitano pueda jactarse de ser democrático. La invisibilidad del palestino visibiliza dicha imposibilidad.

Aquellos cuyos derechos democráticos fueron negados por la mayoría hegemónica son los que tienen el poder de negarle a la mayoría su pretensión democrática. De alguna manera, el sistema antidemocrático imperante en la ciudad concede a los palestinos la fuerza de lo que Judith Butler denomina “el poder negador”: “Primero fueron negados y solo bajo la condición de su propia negación encarnan ahora el principio de negación” (Butler, 2015: 120). Slavoj Žižek escribe que, en ciertas ocasiones, la abstención de voto es una estrategia destinada a disolver el Gobierno (Žižek, 2013: 254). Si bien no es este el caso jerosolimitano, ya que el Gobierno municipal puede perdurar plácidamente sin la participación palestina, dicha abstención, más que el Gobierno, lo que disuelve es el sentido democrático de la ciudad.

Esta delirante situación, que podría ser considerada un clásico caso de “justicia poética”, es la prueba contundente del destino entrelazado de ambos pueblos y la demostración de que en esta ciudad ambas partes salen perdiendo por igual. Con tono irónico, diríamos que este deterioro es lo único “democrático” que funciona en Jerusalén: afecta a israelíes y palestinos por igual. Porque a pesar de la desconexión entre ambas partes de la ciudad, el sistema jerosolimitano funciona como un mecanismo de relojería en el cual, si una pieza deja de funcionar, toda la maquinaria se deteriora. La ciudad se rige como un sistema de vasos comunicantes: el hecho de que los palestinos no gocen de democracia no es tan solo problema de ellos, sino una deficiencia de todo el aparato democrático municipal. Desde esta perspectiva, la imposibilidad de la población palestina de ser artífice de su propio hábitat afecta a la totalidad urbana. Mientras los palestinos carezcan de democracia, nadie gozará de ella.

Es por esta razón que el sistema gubernamental en Jerusalén, lejos de merecerse el título “democracia”, representa un típico caso de “etnocracia”, o sea, democracia exclusiva para israelíes, que nada tiene que ver con la “democracia” en el sentido amplio de la palabra. El precio que la ciudad pagará por mantener esta estructura “unificada” es sumamente alto, dado que la democracia, sostiene Michel Onfray, es aquello que, cuando falta, conduce tarde o temprano a la decadencia (Onfray, 2011: 51).

Pero todavía más grave que la falta de representatividad es el déficit en el proceso participativo. J. Habermas sostiene que uno de los factores esenciales de la gobernabilidad en un Estado democrático liberal es el “proceso” (2009: 31). Más que el triunfo de una mayoría circunstancial a través del sufragio, mucho más que los procedimientos formales, la fuente de legitimidad social sería el proceso de deliberación y adopción de resoluciones estatales. La constitución de un marco democrático requiere el desarrollo de métodos de comunicación y debate público, enfocados hacia “una búsqueda cooperativa de la verdad”. En un marco constituido a través de deliberaciones públicas entrelazadas, donde confluyen las aportaciones y argumentaciones de cada uno de los colectivos comunitarios, toda decisión será legítima, incluso a ojos de la minoría, siempre y cuando se respeten reglas básicas de equidad. Es por ello que un régimen con pretensiones democráticas debe facilitar, sobre todo, la libre expresión de los posibles afectados por dichas políticas.

Por cierto, es probable que no todos acaten las decisiones gubernamentales, y, precisamente para esos casos, está contemplado el uso de medios coercitivos. Ellos serán legítimos única y exclusivamente cuando las decisiones hayan sido tomadas mediante procesos de deliberación abierta y equitativa, es decir, cuando todos los componentes de la sociedad hayan tenido pleno derecho a opinar sin temor o perjuicios. Para que ello se produzca, nos explica Habermas (2009), deben darse por lo menos tres condiciones: 1) la completa inclusión de todos los grupos sociales en el debate público; 2) la igualdad de derechos de todos los participantes; y 3) interacción no coercitiva entre el Estado y la comunidad. En la ciudad de Jerusalén, ninguna de estas tres condiciones ha cuajado. La población palestina está fuera del proceso deliberativo, carece de representación, y no ejerce “el derecho a la ciudad” en su acepción lefebvreriana, que abarca no solo el derecho de acceso a lo que ya existe, sino el derecho a cambiar lo existente “a partir de nuestros anhelos más profundos”, como expresa David Harvey (1973).

Es por ello que la única forma de gobernar Jerusalén es a través del uso de la fuerza y la coerción, y el único modelo de Gobierno posible, más allá de sus desmesuradas pretensiones democráticas, será siempre autoritario y policiaco. Allí donde falta justicia, el vacío lo llenan procedimientos, sanciones, una burocracia meticulosa, reglas destinadas a imponer y satisfacer las aspiraciones nacionales más que las necesidades humanas. En otras palabras, la ciudad no existe para sus habitantes, sino para satisfacer las luchas de poder.

Aclaremos que un régimen de estas características no es imposible de mantener, en particular si se introduce dentro de la lógica de la “gestión de conflictos”, o sea, dentro de un modelo que no pretende solucionar problemas sino manejarlos y administrarlos. Los intereses circunstanciales (generalmente de orden económico) podrían preservar el statu quo durante un periodo determinado, más aún dada la notable capacidad de adaptación que los palestinos de Jerusalén Oriental han demostrado a lo largo del tiempo. Regímenes de esta índole pueden gestionarse a través de dos modalidades de poder: de forma “mesurada”, a través de mecanismos de presión tenue, sutil, tal como fue la primera parte del gobierno del intendente Nir Barkat (2008-2013), que explicaremos a continuación, o de forma “cruda”, a través del uso de fuerza policiaca, signo distintivo de su segundo gobierno (desde 2013 hasta la publicación de este libro). En la práctica, ambos formatos actúan de forma conjunta y se retroalimentan mutuamente, aunque por momentos pueda prevalecer un estilo sobre el otro.

Sin embargo, aunque sea aplicado con guantes de seda, una estructura de esta índole es destructiva y opresiva, y a la larga está condenada a colapsar. Un sinfín de conflictos, evidentes o disimulados, imposibles de aplacar, convierten a Jerusalén en un polvorín o tal vez en un volcán siempre a punto de estallar, siempre a un paso de la próxima intifada. Desmond Morris advierte en su clásico estudio El zoo humano (1969) que la historia de los imperios basados en las armas nos ha demostrado que “se puede dominar mucho a muchos y durante mucho tiempo”, pero a la larga estos imperios se desmoronan, puesto que “dada su deformada estructura social, sus días están contados”. Los escollos no devienen solo de prácticas municipales, sino también de turbulencias y contingencias desatadas en Cisjordania o en la Franja de Gaza que, aunque nada tengan que ver con el quehacer jerosolimitano, influyen en el clima general de la ciudad. Cada muerto en Nablus, Yenín o Qalquilia repercute en Jerusalén Oriental, resuena en sus calles, y conlleva un efecto destructivo que supera los esfuerzos realizados por el aparato municipal por mantener el orden y la calma. Evitar la próxima intifada es un cometido que excede la capacidad de sus dirigentes, imposible de predecir dada la cantidad de factores exógenos que influyen y escapan al control local. Un Gobierno municipal “decente”, sensato, mesurado, al constatar el precio que implica mantener dicha estructura, debería preguntarse: ¿para qué empecinarse en perpetuar un modelo urbano destructivo? Tal vez la única respuesta posible a esta angustiante pregunta la redactó Borges en una triste frase que describe fidedignamente el destino de Jerusalén: “quizás sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por ello lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro” (Borges, 1995: 103).

En síntesis, parafraseando a Freud (1927), podríamos agregar que una sociedad de esta índole, en la cual son tantos los nudos conflictivos, no puede perdurar a lo largo del tiempo, y si pudiera, ¡no se lo merece!

Una ciudad indecente

Siguiendo la línea desarrollada por el filósofo Avishai Margalit en su obra The decent society (1996), debemos reconocer que Jerusalén no solo sufre de una deficiencia democrática, sino que adolece también de una aguda carencia de decencia.

En una sociedad decente, las instituciones no humillan a sus habitantes, ni a nivel personal ni a nivel colectivo. “Humillado”, por definición, es todo aquel cuyos derechos humanos han sido coartados, pero debemos también entenderlo como una vivencia subjetiva, que abarca toda actitud estatal percibida por el ciudadano como un atropello a sus derechos humanos (Margalit, 1996: 9). Una persona puede sentirse humillada no solo debido a determinada actitud denigrante de algún funcionario municipal, sino también por ser ignorada, excluida o por no tener acceso a un nivel de vida digno, ya sea por obra de una política intencionada o por pura negligencia estatal. Más aún, no basta con que las instituciones estatales no humillen, una sociedad será decente en la medida en que combata en forma proactiva toda expresión humillante (Margalit, 1996: 10). En Jerusalén, la humillación está institucionalizada, y se expresa no solo en lo que el municipio realiza, sino también, en particular, en lo que omite. En tanto el estatus legal del palestino sea inferior al del israelí, por ser tan solo “residente” mientras que el israelí es “ciudadano”, Jerusalén será indecente independientemente del nivel de servicios que el municipio suministre, dado que “ser ciudadanos de segunda clase representa no solo una situación discriminatoria, sino sobre todo humillante. Ciudadanía en una sociedad decente debe ser igualitaria para no ser humillante” (Margalit, 1996: 154).

La sociedad jerosolimitana está estructuralmente condenada a la indecencia, porque no realiza ningún esfuerzo por promover la decencia. No se trata de una actitud coyuntural que podría corregirse mejorando los servicios municipales. Se trata de un estado estructural, orgánico, imposible de remediar en tanto la ocupación continúe vigente. No es solo el régimen político imperante en la ciudad lo que humilla, sino también la mirada israelí, el maltrato furtivo. Esta sensación se agudiza cuando comparamos los servicios municipales que reciben los residentes palestinos con los de sus “vecinos” en Jerusalén occidental. Las diferencias son tan grotescas que no pueden pasar desapercibidas. Basta transitar las calles de ambas partes de la ciudad para reconocer que se trata de dos planetas distintos. A través de la degradación de servicios, el metamensaje que el municipio trasmite a los palestinos es que ellos son residentes de segunda clase.

Por donde lo observemos, Jerusalén es un fenómeno indecente. Por ejemplo, la conmemoración del Día de Jerusalén, fecha en la que la población judía conmemora la conquista de Jerusalén Oriental, es violentamente indecente. Ante todo por el contenido simbólico que esta celebración conlleva para los palestinos, pero, sobre todo, por la provocativa marcha de miles de jóvenes desenfrenados, vociferando consignas altamente ofensivas contra el islam y agrediendo a árabes que se cruzan en el camino. La indecencia no es tan solo obra de aquellos matones: la policía y el municipio son también artífices de este escándalo. La municipalidad patrocina dicho desfile, mientras que la policía los escolta e incluso ordena a los palestinos cerrar sus negocios hasta que la marcha finalice. Bastaría con este único evento anual para justificar con creces el epíteto de “indecente”, dado que “una sociedad decente no debe apoyar a nivel institucional ningún evento o símbolo que, en forma explícita o implícita, pudiera afectar a alguno de sus ciudadanos” (Margalit, 1996: 161).

Cientos de palestinos protestan en Gaza y Cisjordania contra el reconocimiento de Jerusalén

Cientos de palestinos protestan en Gaza y Cisjordania contra el reconocimiento de Jerusalén

Notas

1. Esta idea coincide con la tesis de Mustafa Dikeç, quien, basándose en Lefebvre, sostiene que son los marginados sociales aquellos que cumplen un rol fundamental en la posibilidad de la ciudad de convertirse en justa (Dikeç, 2001: 1785–1805).

2. Para Max Weber esta situación no sería particular de Jerusalén; todo Estado está basado en la fuerza, o en lo que él denomina “el uso de violencia física legítima”. Todo Estado representa “una relación de dominio de unos hombres sobre otros hombres, relación mantenida por la violencia legítima (o considerada como tal), por lo cual para sostenerse necesita que los dominados se sometan a la autoridad que reclaman como propia los dominantes del momento” (Weber, 2006: 10).

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