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Hungría se rebela contra la "esclavitud"

Manifestantes portan una pancarta en la que se lee 'Protestamos contra la ley de esclavitud' durante una manifestación frente al Parlamento, en Budapest.

El Gobierno húngaro, que imponía a mediados de diciembre una medida muy impopular, probablemente esperaba que las fiestas de fin de año mermaran la motivación de sus detractores. Error. El pasado sábado, unas diez mil personas volvieron a salir a la calle en la capital húngara, convocadas por numerosos sindicatos, apoyados por todos los partidos de la oposición, estudiantes y organizaciones civiles. “Bloquearemos los centros de trabajo, carreteras y puentes. El país quedará paralizado y Viktor Orbán será el único responsable”, advertía ese día László Kordás, presidente de la central sindical más grande del país (Maszsz).

Los sindicatos han dado un ultimátum al Gobierno, que tiene cinco días para convocar una mesa de negociación. Reclaman la derogación de la ley sobre las horas extraordinarias que entró en vigor el pasado 1 de enero; un aumento del 10% del salario mínimo para este 2019, en lugar del 8% previsto; el fortalecimiento del derecho de huelga socavado por el Fidesz y el restablecimiento del diálogo social, así como la vuelta a un sistema de pensiones más flexible.

De lo contrario, amenazan con tomar medidas en todo el país el próximo 19 de enero. La fecha cae... en sábado, pero el esfuerzo es real, porque los sindicatos son débiles en Hungría, con poca capacidad de convocatoria y a menudo asociados al período comunista y no muy independientes del Gobierno.

La ley de corte neoliberal que encendió la mecha, aprobada el 12 de diciembre de 2018, sube el umbral máximo de las horas extraordinarias de 250 a 400 horas al año y permite que las empresas negocien con los sindicatos la anualización o incluso la trianualización de la jornada de trabajo. Estas disposiciones afectan en particular a determinados sectores industriales clave, como la industria del automóvil, cuyos empleados participan mayoritariamente en las protestas de Budapest y fuera de la capital. Según el jefe de Gobierno, el objetivo era “eliminar los obstáculos administrativos estúpidos”.

Por el contrario, la central sindical Maszsz cree que la “ley esclavista”, como la denominan sus detractores, “en la práctica derivará en la excesiva vulnerabilidad de los trabajadores y en el desequilibrio aún mayor de la balanza en beneficio de los empleadores”. “Nosotros vamos a la fábrica; ellos, al castillo”, podía leerse en una pancarta enarbolada en la manifestación, en alusión al cambio de sede de la oficina de Viktor Orbán, instalado desde principios de este año en la zona del castillo real, frente al Parlamento, al otro lado del Danubio.

Al igual que el resto de Europa Central, Hungría se enfrenta a una grave escasez de mano de obra, pero no quiere recurrir a la inmigración y, en cualquier caso, no consigue atraer a una cantidad suficiente de los trabajadores “integrados culturalmente” codiciados por el Ministerio de Economía, a saber, los vecinos ucranianos y serbios. Por lo tanto, los húngaros tendrán que trabajar más duro, lo que, en última instancia, está en consonancia con la “sociedad del trabajo” que Viktor Orbán afirma querer construir y que opone al Estado de bienestar, demasiado socialista para su gusto. También está en línea con la “refeudalización” del país en que trabaja, como afirman sus detractores.

Catalizador del enfado

No se trata del primer movimiento de protesta al que se enfrenta Viktor Orbán, el primer ministro conservador nacional que gobierna Hungría desde 2010, ni siquiera el más multitudinario, pero es el que más exitoso.

Ya no se trata de llamamientos a la restauración de la democracia, ni de decir “¡Orbán, lárgate!”, sino de demandas concretas. Y esta ley, que afecta a los 4,5 millones de empleados del país, tanto del sector privado como del servicio público y que también preocupa a los estudiantes que se unen a las filas de los manifestantes, actúa como catalizador y anima a todos los partidos de la oposición a hacer frente común.

Entre los enemigos heredados como son el ex primer ministro socialista Ferenc Gyurcsány (ahora al frente de un partido socialliberal) y Jobbik (un partido de extrema derecha que desde hace varios años está en proceso de centralización), las cosas no caían por su propio peso. El jueves, estos partidos escenificaron su nueva unión y prometieron un año de oposición frontal a la Fidesz. “Es bonito ver estas banderas de todos los partidos en la misma protesta”, dice Márton Benedek, uno de los líderes de Momentum.

En los últimos días, pequeñas ciudades del país también vivieron diferentes jornadas de protestas, como la antigua ciudad minera de Komló, el bastión recuperado a la Fidesz de Hódmezővásárhely, o Békéscsaba, en la gran llanura húngara. El fenómeno, aunque modesto –marchas integradas por varias docenas de personas; cientos de ellas, a lo sumo– es nuevo y significativo en un país gobernado por la intimidación y la difamación.

“A un bibliotecario que le dio me gusta, en Facebook, a un partido de la oposición lo despidieron al día siguiente. Es raro, pero sucede, y es suficiente para asustar y mantener callado a todo el mundo”, dice, en el tren que lo lleva a la manifestación en Budapest, un activista de Momentum, partido juvenil muy activo que se moviliza en las provincias. “A mi madre, empleada del ayuntamiento de una pequeña ciudad, le dijeron que ya sabía 'a quién tenía que votar si quería conservar el trabajo’”.

Este miedo que se ha insuflado en la sociedad, según confirman Lilla y András, dos estudiantes de 23 años, también afecta a los estudiantes, que serían mucho más numerosos en las calles, según ellos, si no temiesen hipotecar sus futuras carreras al ser vistos en las manifestaciones. Si se manifiestan este sábado junto con otros cientos de estudiantes de varias universidades, es porque  los dos ya han tomado la decisión: pasarán a engrosar la cifra de 600.000 jóvenes que dejaron el país durante la década de 2010, ella en Austria; él en los Estados Unidos.

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Aunque el número de manifestantes es demasiado pequeño en este momento para preocupar realmente al Gobierno, varios sondeos de opinión confirman que la reforma de la jornada laboral es muy impopular e, incluso entre la derecha, la preocupación parece ir en aumento. El antiguo brazo derecho de Orbán, János Lázár, criticó el crimen de lesa majestad, al calificar la ley de “controvertida” y dijo que el Gobierno debería tener en cuenta el enfado, que subestima, habida cuenta de que la mitad del país no votó por la Fidesz.

Viktor Orbán , recién llegado de Brasil, donde asistió a la ceremonia de investidura de Jair Bolsonaro (el único dirigente de la UE que viajó a Sudamérica), tendrá que trabajar para apagar el fuego, pero nadie sabe todavía cómo piensa reaccionar ante la presión de los sindicatos. De momento, la única reacción de sus tenientes es utilizar el argumento habitual de una conspiración concebida por el multimillonario húngaro-estadounidense George Soros.

Traducción: Mariola Moreno

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