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Los megafuegos: una catástrofe mundial y total

Imagen de satélite de los incendios que sigue activos durante la jornada de este jueves 29 de agosto en la Tierra.

Thomas Cantaloube (Mediapart)

La actual destrucción de sectores enteros de la selva amazónica por incendios gigantescos es una grave agresión a un tesoro de la vida terrestre. La Amazonia es la mayor selva tropical, la reserva más rica de la biodiversidad, una contribución importante al ciclo del agua y un inmenso pozo de carbono. Por todas esas razones, uno de los territorios más preciados del planeta se enfrenta a los desajustes climáticos y a las amenazas de extinción de especies animales y vegetales.

Es también el medio de vida, el mundo cultural y espiritual y la memoria de varios centenares de pueblos autóctonos, expuestos a la violencia de las políticas extractivistas de los gobiernos de los Estados amazónicos. Las amenazas contra los amerindios alcanzan el paroxismo en Brasil después de la llegada de Jair Bolsonaro (ver los artículos de Jean-Mathieu Albertini, en especial éste).

La deforestación es uno de los principales factores de los fuegos monstruosos que destruyen el ecosistema amazónico. El mapa de incendios corresponde en efecto en gran parte a los límites de las fronteras agrícolas, esos frentes forestales troceados para hacer sitio a la explotación ganadera, como explica un artículo de Science del 26 de agosto.

Pero sería erróneo ver en este desastre actual sólo un problema brasileño. Al contrario, estos megafuegos aparecen en todos los continentes desde hace varios años, constituyen un “hecho social total” y cuestionan las representaciones fundacionales de las sociedades contemporáneas, en las que muchos continúan creyendo que los humanos pueden dominar “la naturaleza”.

Es lo que defiende la filósofa Joëlle Zask en un libro publicado el 22 de agosto: Cuando el bosque arde (edit. Premier Parallèle). En él teoriza la profusión de megafuegos que, apenas en unos años, han consumido miles de hectáreas, matado a cientos de personas e intoxicado a un número desconocido de otras en Grecia, Australia, Siberia, California, Indonesia, en la cuenca del Congo y en Groenlandia.

A diferencia de los incendios forestales, que cuando son controlados pueden tener efectos positivos en los ecosistemas al destruirse la maleza y la madera muerta que podrían aumentar el riesgo de fuegos incontrolados, los megafuegos son catástrofes que constituyen “acontecimientos que nuestro razonamiento binario, que está en el origen, impide preverlos”, escribe.

Estos fuegos “no son previsibles ni progresivos, como lo son el efecto invernadero, la radioactividad, la contaminación de partículas finas, el aumento progresivo de la temperatura, la fusión de los hielos o la elevación del nivel del mar”. Son repentinos, inconmensurables, casi imposibles de apagar por el hombre y cada vez más frecuentes. Pero sobre todo, se alimentan de la voluntad humana de dominar y utilizar la naturaleza: “La ideología de un dominio completo de la naturaleza y el ideal del control del fuego tiene como última consecuencia fenómenos incontrolables, entre los que los megafuegos son el síntoma más violento y el menos refutable. La causa es humana, pero el proceso se vuelve contra el hombre en general”.

Porque la inmensa mayoría de estos megafuegos son de origen humano, ya se trate de incendios criminales, de imprudencias o de consecuencias de la explotación de espacios boscosos. Son al mismo tiempo una consecuencia de los desajustes del clima (un bosque más caliente es también más seco y más frágil, y por consiguiente más fácilmente inflamable) y un acelerador del calentamiento al liberar miles de millones de CO, el dióxido de carbono contenido en el organismo de los árboles vivos.

La lucha contra los megafuegos alimenta un “complejo industrial del fuego”, un nuevo negocio de material puntero que vale miles de millones de dólares y se desarrolla al ritmo de la deforestación y de los incendios monstruosos que ésta causa. Más que un círculo vicioso, es una falla sistemática, una contradicción insuperable de nuestra ideología utilitarista que nos hace pensar que el dinero y las tecnologías nos permiten dominar el mundo.

Como una cruel paradoja, la ideología de la guerra contra el fuego aviva las llamas. Cuanto más se lucha contra los megafuegos y más nos organizamos para domar una naturaleza salvaje, más caemos en la ilusión de que podemos controlarla y más nos ponemos obstáculos para ir a la verdadera raíz del problema: la reducción de la naturaleza a un recurso que se puede explotar sin riesgos para alimentar al ganado, hacer crecer el cacao o generar madera para la construcción que será consumida en los mercados estadounidense, europeo y chino. “La industria forestal y los grandes fuegos forman una pareja inseparable”, escribe Zask. “El empobrecimiento de la biodiversidad que la primera provoca prepara el terreno para los segundos”. Sustitución de bosques primarios por bosques de plantación, destrucción de medios abiertos, aparición de “desiertos poblados de árboles” de los que se ha  xpulsado a la fauna y la flora que se alimentaban de especies ya desaparecidas… no hay resiliencia ni resurgimiento posibles en un territorio devastado por un megafuego.

En Borneo, Indonesia, decenas de ejemplares de amenazados orangutanes han perecido en los grandes fuegos de 2015. Los incendios fueron responsables de la muerte de la mitad de esta población de grandes simios. En 2017, Chile conoció el peor desastre forestal de su historia, en parte a causa de los monocultivos de eucalipto destinados a la industria maderera. En Indonesia, los megaincendios provocados por las multinacionales que estaban deforestando han destruido 2,6 millones de hectáreas y causado problemas de salud a medio millón de personas. Niños muertos por asfixia, aeropuertos y escuelas cerrados hasta en Tailandia. Para algunos expertos, esto es un crimen contra la humanidad, escribe la filósofa.

Joëlle Zask defiende la idea de que esos megafuegos son un hecho social total, en el sentido del sociólogo Marcel Mauss, es decir, “que afecta en algunos casos a la totalidad de la sociedad y sus instituciones”. Ella se refiere en especial a la irreversible destrucción de los paisajes que no son cuadros para contemplar, sino lo que constituye nuestra relación sensible, identitaria, emocional e histórica con el mundo.

El término megafuego apareció primero en inglés, de la pluma de Jerry Williams, responsable del servicio americano de bosques, explica la filósofa. “Pone de relieve el hecho de que los fuegos de bosque han adquirido un comportamiento que los especialistas y los lugareños que son sus víctimas no habían observado jamás en el pasado”.

Aunque representan menos del 3% del número total de incendios forestales, causan sin embargo más del 90% de la superficie quemada. Justo después de la discusión sobre el antropoceno, ¿habría más bien que hablar de capitaloceno (Jason W. Moore), de plantacionceno (Anna Tsing), de tanatoceno (Christophe Bonneuil y Jean-Baptista Fressoz) o de chthuluceno (Donna Haraway)? Joëlle Zask propone describir nuestra época como la del piroceno, la era del fuego.

El libro de Joëlle Zask tiene el inmenso mérito de invitar a sus lectores a pensar en la globalidad y la materialidad de los megafuegos. En este sentido, es una contribución importante para la comprensión de los acontecimientos actuales. Hay un defecto en su punto de vista: la autora utiliza categorías generales como “el hombre” y “nuestra” relación con la naturaleza, que disuelven las responsabilidades históricas de los países ricos, de la colonización, las desigualdades económicas entre Estados ricos y pobres, las relaciones de fuerza geopolíticas, el racismo medioambiental y sistémico contra los pueblos de las selvas en América del Sur, en Asia y en África.

Las palabras capitalismo y productivismo no aparecen ahí. La filósofa defiende por otra parte la idea de una “asociación activa con la naturaleza”, es decir, la práctica de las quemas, de fuegos controlados, del desbrozo sistemático, mientras que otros investigadores, como Baptiste Morizot, defienden “la libre evolución del bosque” y una intervención humana reducida al mínimo.

¿Qué relaciones hay que reinventar con los bosques desde donde vivimos? Esta pregunta es una de las más vivas y combativas en los campos literario, intelectual y político. La pregunta está contenida en numerosos libros (La vida secreta de los árboles, de Peter Wholleben y Apropiarse de nuestros bosques, de Gaspard d’Allens), en documentales (El tiempo de los bosques, de François-Xavier Drouet), en obras de ficción (El árbol-mundo, de Richard Powers y la magnífica película El canto del bosque, de Renée Nader Messora y Joao Salaviza). También se encuentra en movimientos sociales como los surgidos contra la mina llamada Montaña de Oro, en Guyana, contra la construcción de un centro de ocio en el bosque de Romainville, contra la carretera de circunvalación de Estrasburgo, contra el enterramiento de desechos nucleares Cigéo (centro industrial de almacenamiento geológico) en Bure, en la meseta de Millevaches, donde hay colectivos que se oponen a la explotación industrial del bosque en la ZAD (Zona a Defender) de Notre-Dame-des-Landes…

Todas esas contribuciones y movilizaciones constituyen los antídotos radicales para salir del cara a cara político e intelectualmente estéril entre Emmanuel Macron y el presidente brasileño.

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  Traducción de Miguel López.

Aquí puedes leer el texto original en francés:  

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