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Por qué Washington quiere asfixiar a Irán

Protesta estudiantil frente a la Universidad de Teherán.

El 19 de noviembre caía Bukamal (o Abu Kamal), el último gran bastión del Estado Islámico en Siria, próximo a la frontera iraní. El hombre al mando de la batalla, el mítico general iraní Kacem Soleimani no tardaba en pavonearse por la ciudad. Razones no le faltaban, ya que más que una victoria del régimen se trataba de un éxito de Teherán, cuyas fuerzas –Hizbolá, las milicias chiítas iraquíes reagrupadas en la coalición Hachd Al-Chaabi (Frente de la movilización), la brigada chiíta afgana de los Fatimidas y los pasdarans (guardianes de la revolución) iraníes – permitieron el éxito de la ofensiva. Fácil no resultó, ya que le costó la vida a un general iraní, pero el éxito militar fue notable dado que con esta conquista se abría una nueva página estratégica para la República Islámica; ahora, los convoyes podían ir desde los montes Zagros a los Altos del Golán, al quedar Irán, Irak, Siria y Líbano conectados mediante un largo corredor terrestre que cruza dichos países.

Javan, el órgano de los pasdarans, no ocultaba su alegría: “La liberación de Al-Bukamal es el fin del corredor terrestre de la resistencia, que abriría a Teherán un acceso terrestre al mar Mediterráneo y a Beirut, un acontecimiento importante en la historia milenaria de Irán”.

La Administración norteamericana de inmediato fue consciente de que las cartas estratégicas de la región acababan de volver a ser barajadas; un agente de enlace enviaba de inmediato a Kacem Soleimani una carta de advertencia de Mike Pompeo, director de la CIA. La iniciativa norteamericana debía ser secreta, pero Teherán la hizo pública. Según la versión ofrecida por la oficina del Guía Supremo (el ayatolá Ali Jamenei), recogida por la prensa iraní, el oficial iraní recibió con desprecio al norteamericano. “No recogeré la carta, no la leeré y no tengo nada que decirle”. Así, Mike Pompeo en persona se vio obligado a reconocer que había querido advertir a Soleimani y a Irán en contra de “cualquier ataque dirigido a los intereses norteamericanos en Irak por parte de las fuerzas [las milicias chiítas iraquíes] bajo su control”.

En realidad, la confrontación entre EEUU-Irán es anterior al incidente. En el verano de 2017, dos drones iraníes fueron abatidos al sur de Siria cuando sobrevolaban al Ejército norteamericano. Antes, el 18 de mayo, la aviación norteamericana había atacado una columna blindada pro Assad, con milicias chiítas, iraquíes o iraníes, que avanzaban en dirección a la base norteamericana de Al-Tanf (sudeste de Siria), destruyendo varios carros y matando combatientes.

Entonces, el ataque norteamericano ya tuvo valor de advertencia. Desde entonces, la situación ha cambiado. Aun cuando la Administración Trump evita utilizar esta expresión, Washington ya no recurre a una política defensiva con Irán, sino que ahora ha puesto en marcha un “regime change”. De modo que no es Corea del Norte, pese a su asombroso programa nuclear militar, ni a fortiriori China o Rusia, los países considerados el enemigo número uno de Washington, sino que lo es Teherán.

La hostilidad norteamericana procede esencialmente del establishment militar: los generales James Mattis –secretario de Defensa– y Herbert McMaster sirvieron en Irak, donde las fuerzas que comandaban sufrieron pérdidas a raíz de los ataques perpetrados por las milicias chiítas proiraníes –algunas de las cuales como las brigadas Al-Bader, combaten hoy en Irak–; dicha animadversión la respalda el lobby proisraelí en el Congreso. Esta nueva política, que choca con la mantenida por Barack Obama, quien tendió la mano a Teherán, cuando trató de conseguir una evolución paulatina del régimen, lo que permitiría la firma del acuerdo sobre la cuestión nuclear del 14 de julio de 2015, gira en torno a cuatro ejes:

- Neutralización del avance militar iraní en Siria en dirección de Israel.

- Asfixia económica de la República Islámica.  

- Apoyo a cualquier movimiento de oposición al régimen.

- Apoyo al establecimiento de un eje estratégico formado sobre todo por Israel y Arabia Saudí.

Washington está convencido de que es ahora Teherán, más que Moscú, quien controla Siria. Según el Pentágono, la República Islámica y las milicias aliadas aportan el 80% de las fuerzas a Bachar al-Assad y cuentan con hasta 125.000 hombres en este país –cifra que parece algo exagerada–.

Pero no es el único motivo de preocupación. El 25 de mayo, dos diputados norteamericanos, Peter Roskam, republicano, y Ted Deutch, demócrata, remitían una carta a James Mattis y al secretario de Estado Rex Tillerson para pedirles que tomaran medidas que impidieran que Irán construyese bases militares en Siria: un puerto en el Mediterráneo y una fábrica de misiles, en Banyas, en la provincia de Tartus, donde el Ejército ruso ya tiene instalaciones navales. “Una base permanente iraní en Siria dañaría gravemente los intereses norteamericanos en Siria y disminuiría las oportunidades de alcanzar un acuerdo político que permitiese poner fin a la guerra civil siria”, escriben los dos diputados en su carta, reproducida en un informe reciente de la Fundación para la Investigación Estratégica. Los diputados fueron escuchados. A los norteamericanos, y evidentemente a Israel, lo que les preocupa son fundamentalmente la fabricación de misiles.

Irán asfixiado

Poco después era la BBC quien, citando a fuentes  militares occidentales, informaba de la construcción de otra base permanente iraní en la pequeña ciudad de Al-Kiwash, a 14 km de Damasco, y a unos 60 km de los Altos del Golán (anexionado por Israel). Semanas después, el 1 de septiembre, Al-Kiwash era bombardeada, por la aviación del Estado hebreo o por un misil disparado desde Israel, según la agencia oficial siria Sana.

A la luz de estas informaciones, Rex Tillerson hacía valer el 17 de enero, la necesidad de una nueva estrategia norteamericana en la región: Estados Unidos seguiría luchando en Siria hasta que “la influencia iraní disminuya.

A nueva estrategia, nuevos conceptos: adiós a la guerra contra el terror, sustituida por el combate contra los regímenes autoritarios; acción militar limitada pero continua y una nueva manera de hacer la guerra. Ya con Obama, la doxa militar era no perder ningún soldado americano en un teatro exterior, de ahí la necesidad de reemplazar las fuerzas americanas por proxies, intermediarios.

Con los generales de Trump, esta estrategia alcanza una nueva amplitud. Antes de la ofensiva turca contra el enclave kurdo de Afrin, que ha alterado notablemente los planes norteamericanos, Washington anunció su voluntad por crear y establecer en la orilla este del Éufrates un nuevo Ejército de 30.000 combatientes integrado a partir de fuerzas democráticas sirias (FDS, una coalición donde los kurdos serían ampliamente mayoritarios), enmarcada por fuerzas especiales americanas, unos dos mil hombres a día de hoy. El objetivo de esta nueva fuerza es impedir el regreso del Estado Islámico y, sobre todo, contrarrestar la penetración iraní.

Aunque no se puede descartar una confrontación armada entre Teherán y Washington y en un momento en que varios historiadores americanos han mostrado ya su preocupación por ello, el arma privilegiada del regime change es, en primer lugar, la asfixia económica de Irán. Incluso si Hassan Rohani respeta escrupulosamente el acuerdo sobre lo nuclear, la Administración norteamericana parece comprometida con el desmantelamiento, etapa por etapa, del acuerdo de Viena.

Incluso de aquí al 12 de mayo no se puede descartar el restablecimiento de las sanciones contra del régimen iraní. En su comunicado del 12 de enero, Donald Trump fue muy claro: no prolongará más la suspensión de las sanciones, como sucedió hasta entonces. Al mismo tiempo, exige al Congreso un nuevo proyecto de ley acorde a sus exigencias maximalistas que establecería ante todo un vínculo entre el programa nuclear iraní y el programa balístico que Teherán desarrolla hoy. Pero para el presidente norteamericano, la partida no está ganada. Le hace falta una mayoría de 60 votos (sobre 100 con que cuenta el Senado), por lo que deberá captar algunos votos demócratas, a priori poco susceptibles de dar marcha atrás en uno de los grandes éxitos diplomáticos de Obama. Acto seguido, los europeos tendrán que aceptar estas nuevas disposiciones. De ahí el comunicado, de los más directos difundidos por la Casa Blanca, en el que se exige que firmen un “acuerdo complementario imponiendo nuevas sanciones multilaterales si Irán desarrolla o prueba misiles balísticos de largo alcance, elude las inspecciones o se acerca al arma nuclear”.

Al mismo tiempo, Washington se dedica a desalentar a cualquier empresa extranjera que pretende instalarse en Irán, so pena de aplicar en su contra sanciones consideradas “secundarias” (independientes del programa nuclear iraní). No sin éxito. Los bancos europeos y asiáticos no siempre han tomado el camino de Irán y las transacciones bancarias resultan extremadamente difíciles. Como consecuencia de ello, después de la firma del acuerdo, el presidente iraní estimaba en unos 50.000 millones de dólares las inversiones exteriores anuales, pero en realidad no han superado los 4.000-5.000 millones. O lo que es lo mismo, muy lejos de aquellas cifras.

Según un estudio del think tank International Crisis Group, que consultó a 60 dirigentes de multinacionales europeas y asiáticas, el 79% de las compañías ha pospuesto sus previsiones de inversión en el mercado iraní en el curso de los dos últimos años y el 83% considera que si Estados Unidos volviera a imponer sanciones, las empresas se mostrarían reticentes (incluso muy reticentes), a la hora de invertir y trabajar en Irán. Este miedo de invertir en Irán afecta más si cabe al régimen iraní por cuanto Hassan Rohani ha presentado el acuerdo nuclear como la panacea, la solución a la mayoría de los males de la economía. De ahí el enfado de la calle en Irán; una cólera que se desató de forma inesperada en unas 60 ciudades a finales de 2017.

Al contrario que Europa, muy circunspecta, la Administración norteamericana de inmediato dio su apoyo estas manifestaciones populares. “Las personas del entorno de Donald Trump, o la corriente que piensa como él, han visto en los acontecimientos de finales de diciembre-principios de enero la confirmación de la fragilidad del régimen de los mulás. Son los mismos que apoyaban que Barak Obama firmase el Joint Comprehensive Plan of Action [JCPOA, el acuerdo de Viena] en un momento en que, sin este salvavidas lanzado al enemigo, el régimen iraní habría terminado por hundirse. Han visto en las manifestaciones una razón adicional para poner en peligro el acuerdo”, escribía Michel Duclos, asesor político en el Instituto Montaigne.

La Administración Trump también ha sido sensible al hecho de que algunos eslóganes exigían del régimen que renunciase a su costoso compromiso en Siria y a la acción de los pasdarans en el exterior del país. En opinión de Washington, todo está relacionado: el compromiso iraní en Siria o en Irak y su cuestionamiento, como han puesto de manifiesto las revueltas populares. Además Estados Unidos no tiene ningún enlace serio en el interior y en el exterior de Irán, ya que no existe hasta la fecha ningún movimiento de oposición iraní creíble: los movimientos realistas son insignificantes y a los muyahadinis del pueblo los detesta un sector de la población que no ha olvidado que fueron los mercenarios de Sadán Hussein.

Y eso sin olvidar al aliado saudí. En su libro Fire and Fury: Inside the Trump White House, publicado en enero en Estados Unidos, el escritor Michael Wolff cuenta que Trump le dijo ante sus amigos, cuando Mohammed ben Salmane al-Saoud, alias MbS, se convirtió en príncipe heredero: “Hemos llevado al poder a nuestro hombre”.

A día de hoy, el balance en política exterior del saudí no es glorioso. Tras iniciar la guerra en Yemen, y a costa de causar importantes sufrimientos a la población, sus fuerzas ni siquiera se impusieron a la milicia houthi, que conserva el poder, el Sanáa. Y, si la coalición que dirige Riad ha podido tomar Aden, se lo debe a las fuerzas de los Emiratos Árabes Unidos. Incluso la cuarentena de Catar no es un éxito puesto que Doha todavía no ha cedido a las exigencias saudíes. En lo que respecta a una eventual alianza estratégica del Reino con Tel-Aviv, resulta difícilmente imaginable por qué los israelís siguen siendo odiados tanto por la calle árabe como por el establishment militar saudí (y no irá más allá de la cooperación en materia de inteligencia).

Así las cosas, nada indica en estos momentos que las políticas del regimen change puedan tener éxito. Sin embargo, Teherán parece preocupado: los ultras del régimen son mucho menos críticos con el acuerdo sobre lo nuclear firmado por Rohani. Y en el Golfo Pérsico, las lanchas rápidas de los pasdarans que, habitualmente, se dedidaban a acosar los edificios de la marina norteamericana que rodeaban, se muestran mucho más discretas. “Pero para los intelectuales iraníes y todos los actores que reclamaban más libertad y democracia, la nueva estrategia americana es una catástrofe”, subraya el especialista de Irán Clément Therme, investigador en el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos en Londres. “Sistemáticamente van a ser acusados de ser los agentes de los norteamericanos”. ____________

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Traducción: Mariola Moreno

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