Plaza Pública

Traumas políticos, dilemas electorales

José Sanroma Aldea

La psicología política encontrará mucho espacio para sus análisis en esta campaña que precede a las elecciones generales del 28A.

Estas serán las terceras en las que vendrá a configurarse el sistema de partidos resultante del fin de la larga época del bipartidismo.

Las primeras fueron las del 20 de diciembre de 2015, que dieron lugar a una legislatura fallida; fracaso estrepitoso de la democracia representativa  personificada en aquel Congreso que fue incapaz de elegir un presidente de Gobierno; fracaso al que contribuyó la jugarreta escapista de Rajoy, astuto provocador de anomalías constitucionales en el procedimiento de investidura.

Es lógico que un cambio radical en el sistema de partidos conlleve, inevitablemente, traumas en los partidos que dominaban la escena desde 1982.

No lo era tanto que también vinieran a sufrirlos los partidos nuevos, Podemos y Ciudadanos; pero se pusieron en ese mal camino cuando ambos se declararon al unísono radicalmente incompatibles, a pesar de que ambos habían tomado fuerza con su mensaje de renovación democrática y de lucha contra la corrupción. Su propia actitud redujo su margen de influencia en el nuevo escenario pluripartidista.

El trauma de Podemos ha sido el menos episódico, el más persistente, no en vano creyó poder ser primera fuerza electoral, estuvo convencido de que sobrepasaría al PSOE y finalmente descubre que su efectividad está vinculada a la colaboración con un gobierno presidido por el partido al que inicialmente comparaba con el PP.

Traumas partidistas, traumas en sus liderazgos.

El primer partido que sufrió un trauma desgarrador fue el PSOE. Basta recordar aquel televisado (para que toda España viera el espectáculo del fin de su único partido histórico) 1 de octubre de 2016, en el que el Comité Federal, por estrecha mayoría, obligaba a dimitir al secretario general Pedro Sánchez con su oposición frontal a facilitar, mediante la abstención, la investidura de Rajoy. Se ganó los epítetos más descalificadores de una barahúnda de toda clase de listos, de dentro y de fuera del PSOE. Unidos todos en la profecía de que destruiría al PSOE.

El PSOE ha sido también el primero, por ahora el único, que lo superó. Con creces.

Sánchez –el líder socialista más descalificado en menos tiempo de ejercicio– recuperó la secretaría general, aupado por la militancia socialista. Lo hizo frente a la líder socialista más ensalzada por los grandes nombres del PSOE de la época bipartidista.

Pedro Sánchez ganó, fundamentalmente, porque su orientación estratégica era correcta; porque se había situado en el escenario de futuro, el post bipartidista; porque sabía que el gobierno del PP estaba sobre el cráter del volcán de la corrupción, y que cualquiera que se sentara junto a él, a su izquierda o a su derecha, se quemaría con lava hirviente. Sánchez ganó porque había escogido un camino distinto al de otros partidos socialdemócratas europeos, para afrontar la crisis que los empequeñecía. En suma, porque había dejado atrás el pasado del PSOE para abrirlo al futuro (como los líderes hoy históricos, entonces inexpertos, hicieron en Suresnes).

Para ganar antes tuvo que correr el riesgo de quedar para siempre fuera de la política: abandonó aquel Congreso agonizante que invistió a Rajoy apoyado por Ciudadanos, se puso en la cola del paro, apeló a los socialistas con el lema "somos la izquierda", que era al mismo tiempo un reto a Podemos que le disputaba la hegemonía, etc., etc.

Estaba ya, de nuevo, al frente del PSOE cuando estalló otro 1 de octubre, el de 2017. Este, traumático para Cataluña y para España entera. Y, desde la oposición, gobernando Rajoy, contribuyó a que la pretensión independentista de la mitad de Cataluña fracasara. Un hecho que olvidan Rivera y Casado. 

Luego la moción de censura triunfante le llevó a la Presidencia del Gobierno. Quiso prolongar hasta su término la legislatura pero, no porque temiera la celebración de elecciones, sino porque otra confluencia del voto –esta vez del PP, de Ciudadanos y de los independentistas catalanes, para impedir el debate y eventual aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, pactados con Podemos– hacía inviable esa prolongación. Así que la salida lógica era la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones.

Ante las que están ahora los partidos, sus líderes y la ciudadanía.

Las encuestas y el estilo de campaña muestran la posición de cada cual.

Hay una coincidencia general en que el PSOE ganará  las elecciones. Será el partido claramente mayoritario. ¿Dónde queda ahora aquel vaticinio de que Sánchez era un candidato que conducía al PSOE a la insignificancia?  Se dice incluso que puede ganar sin bajarse del autobús, con una campaña suave, sin la confrontación verbal (no confundir con debate) a la que quiere empujarlo esa derecha una y trina que hizo lema en la plaza de Colón: "¡Hay que echar a Sánchez!"

Si ayer se decía que hundiría al PSOE, ahora se agrava la profecía: hundirá a España. No parece que los agoreros de todas las especies derechistas estén teniendo éxito a pesar de la enorme potencia mediática puesta a su disposición.

La explicación puede ser que una notable parte de la población española afortunadamente prefiere creer en los hechos y no en las ficciones. Y los hechos de los meses del Gobierno de Sánchez no avalan esa profecía. Su razonable serenidad, obligada también por su condición vigente de presidente, sin bajar a pelear en el barro, se toma por ventajismo.

Sucede que este tiempo –que va desde la moción de censura al hito del 28A; todo él, precampaña– muestra que Ciudadanos y el PP son partidos que quedaron traumatizados, que su estrés post traumático se hace largo, que sus líderes lo agudizan, que las elecciones que tanto reclamaban de boquilla se han convertido en un tormento, en un desenfrenado combate de boxeo en el que buscan el KO de Sánchez, porque saben que van perdiendo en puntos claramente. Su trauma viene del triunfo de la moción de censura. Rajoy entendió su presentación y su resultado, que no quiso evitar pudiendo hacerlo. Rivera y Casado, no; por eso su aportación a la política española ha sido elevar el listón del ataque a Sánchez, ya presidente del Gobierno. Del desconcierto al estruendo.

El trauma de Ciudadanos

Resumir en unas líneas el trauma político de Ciudadanos requiere mejor escritor que el firmante de estas líneas.

El partido que se presentaba como regeneracionista, llegada la moción de censura (provocada por una sentencia que afirmaba la sistémica corrupción del PP y negaba explícitamente la credibilidad de Rajoy) pasó a defender su Presidencia, más rajoyano que el propio Rajoy. El partido que se presentaba como debelador del bipartidismo pasó a máximo promotor de un bibipartidismobibipartidismo, dos frente a dos: por un lado PP y Ciudadanos, por otro PSOE y Podemos, como si Vox no existiera, a pesar de que existe, o ¿acaso no ven a Andalucía? Rivera, que se veía navegar viento en popa al amparo de su acuerdo con el Gobierno de Rajoy, al puerto gubernamental, naufragó a fuer de su ficción. Y desde entonces bracea desesperado, creyendo que así golpea a Sánchez. En realidad lo que consigue es que una parte de su potencial electorado se vea obligado a mirar la serenidad y la moderación con la que el denostado presidente hace su singladura en el embravecido mar pluripartidista.

Y desde entonces, en medio del naufragio, lanza llamadas de socorro a otro más naufrago que él: Casado, situado al mando de un buque con mucha bandera, con poco timón, que se está partiendo en dos. He ahí el trauma del PP. Su victoria en las elecciones del 2011 fue al mismo tiempo el esplendor del bipartidismo y su canto del cisne; aunque pocos lo vieran.

El PP volvió a ganar en 2015 y 2016, pero en realidad tal triunfo electoral podía pasar a ser una derrota en diferido, dado que Rajoy se empeñó en seguir siendo presidente; pretensión costosa para la democracia española, costosa también para el PP, cerrado a toda idea de renovación, entregado al poder, entonces omnímodo, de su presidente. Cuando Rajoy, pudiendo evitar el triunfo de la moción no lo hizo, mostraba que el PP, lastrado por el peso de la corrupción, estaba agotado.

Perder el Gobierno hizo entrar en shock a toda la plana de sus dirigentes, enmudecidos; y a una parte de sus afiliados les hizo pensar que si agruparse tras esa sigla no les valía ya ni para mantener el Gobierno, ¿para qué seguir reprimiendo sus pulsiones identitarias más sentidas? Al carajo la moderación, los maricomplejines y todo lo políticamente correcto, pues la derecha en todo el mundo crece a las bravas y en España no vamos a ser menos.

De modo que el PP, en una asamblea de cargos y excargos, eligió nuevo líder a un joven con más años políticos que matusalén al servicio del partido, el de Aznar y el de Rajoy; es decir a un joven con el que regresar al pasado. O sea, eligió a Casado, apadrinado por Aznar, amadrinado por Aguirre.

Desconocemos de este político si ha aprendido algo de la derrota del PP pero, sin dudarlo, él se apresuró a hablar "sin complejos"; sin percibir que ahora lo hace desde un partido empequeñecido y traumatizado y que el efecto de su bravuconería frente a Sánchez produce como mayor efecto reforzar a ese otro viejo amigo al que llama "Santi". Este que ahora, jefe de Vox, se sueña Putin de España, el que sabe que, cuanto menos, resulta imprescindible para que su anterior partido, el PP, impelido también a amigarse con la veleta de Ciudadanos, vuelva a gobernar.

Pero esos dos iguales para hoy, Abascal y Casado, que se van a repartir el electorado tradicional del PP, afrontan la cita electoral en condiciones anímicas muy diferentes.

Abascal, tranquilo; porque, imposible por hoy la ambición presidencial, contará cada escaño como un triunfo de sus electores y podrá ganar, de una sola vez, como hicieron Podemos y Ciudadanos, un amplio grupo parlamentario.

Casado, traumatizado, porque sabe que solo contará pérdidas; y al tiempo, presa de la excitación porque puede soñar con repetir el "milagro" de Andalucía.

Su trauma no es mayor que el de Rivera, su otro socio, también imprescindible, pero veleidoso. Este posiblemente contará tras el 28A más escaños de los que tiene ahora, pero ¿para qué le sirven a un partido que, en el ámbito estatal, surgió con vocación regeneracionista? ¿Para quedar emparedado entre un PP, primero de la derecha, y Vox, esencia de la ultraderecha?

Tal perspectiva solo podría resultarle dulce si viniera acompañada de la Presidencia; es lo que sueña Rivera, aunque sería un despertar muy amargo para su electorado centrista y regeneracionista.

La puerta a los sueños de uno y otro es común: la pueden y la quieren abrir por el camino de la ficción. El mismo camino que siguen transitando el independentismo catalán que tiene su sede en Waterloo y que aún impregna a ERC.

Veámoslo.

Experiencia traumática para Cataluña

Casado y Rivera, antes y  durante la campaña, están tocando a rebato por la salvación de España. Nos encontramos, proclaman, ante una emergencia nacional, el golpe sigue en marcha, la solución inmediata es echar a Sánchez, caballo de Troya del independentismo, etc., etc.

Es claro que la ficción se monta sobre un elemento de realidad: la enorme gravedad que tuvo el intento de fracturar la democracia española.

La experiencia fue traumática para toda Cataluña. Afortunadamente, sin confrontaciones violentas. La aplicación del 155 fue más suave que el desastroso 1 de octubre. Fueran o no de farol  (a veces se gana una baza con malas cartas) hubieran podido persistir en su empeño, si en aquel octubre de 2017 no se hubieran levantado centenares de miles de catalanes para mostrar que existían y que no creían en el paraíso catalán que ofrecía el independentismo.

Así el procés descarriló; sus principales responsables están en el banquillo de los acusados; Puigdemont y su JxCat pintan menos en las ya nada compactas filas del independentismo. Torra, a pesar de que tiene el derecho y la obligación de gobernar la Generalitat, solo le presta atención a la ficción que sigue construyendo la República catalana. Los diputados de ERC dijeron que no volverían al Congreso, y posiblemente serán más numerosos en el que resulte de las elecciones del 28A; y tendrán  los mismos derechos y obligaciones que todos los demás porque son legalmente representantes del pueblo español.

Cierto es que la cuestión catalana no está cerrada. Pero estas elecciones, solo para la ficción del nacional independentismo catalán, son eje de la lucha de Cataluña contra la España que les niega su libertad. Y solo para la ficción del nacional derechismo español, son el eje de la lucha por salvar a España dando un escarmiento a la autonomía de Cataluña.

Todo el independentismo catalán sigue en el estrés postraumático del fracaso del procésprocés. Sus líderes, igual que Casado y Rivera, quieren traspasar su trauma al electorado; cuantos más voten bajo el efecto del estrés postraumático mayor es su esperanza de victoria.

En estas elecciones el factor simbólico, que tanto se apoya en ficciones, parece que jugará un papel importante.

Pero la ciudadanía también vota con cabeza y ya ha percibido que si una de las ficciones que se le ofrecen empuja a consolidar la fractura social y política en Cataluña, la otra abre la puerta a la fractura en toda España. Así que estas elecciones no darán una respuesta definitiva a la cuestión catalana, pero contribuirán a crear una circunstancia más favorable al debate sobre las respuestas, o, si triunfa el trío de Colón, a abocarnos a una confrontación radical en la que perderemos todos. Con ella sueña el refugiado en Waterloo, cuya pervivencia política depende, como la de Vox, del bulo, del enredo y de la riña.

En todo caso estas elecciones tratan de España entera y no sólo ni esencialmente de Cataluña.

Una España que tiene problemas importantes pero que no está en la UVI; ni en el psiquiátrico, aunque algunos líderes que aspiran a gobernarla necesiten el shock eléctrico del resultado electoral para pasar de la ficción a la realidad.

Y no olvidemos que los hechos merecen más crédito que las palabras.

Porque si estas sirven para revelar, también sirven para ocultar.

Piensen cuánto oculta el empeño de hacer de Cataluña el tema decisivo para el voto del 28A.

Oculta la necesidad de dar continuidad al giro social que inició el Gobierno de Sánchez, con el apoyo de Podemos.

Oculta la necesidad de dar continuidad a la relegitimación de la democracia española que comenzó apartando del Gobierno a un partido corrompido en su cúpula desde Aznar y antes.

Oculta la necesidad de un gobierno que no sea obstáculo a la lucha contra la corrupción que se quiere tapar con la oleada de banderas.

Oculta la necesidad de mantener la convivencia democrática en medio de un debate continuo de opciones políticas y sociales tan diferentes y aún opuestas.

Oculta que Cataluña es menos sin España y que España es menos sin la Unión Europea, y cuyas suertes están vinculadas a una mejor integración social y territorial.

Es decir, oculta todo lo que despejarían las múltiples interrogantes que se pueden hacer los españoles de toda condición social, y también la respuesta de hoy a la cuestión catalana.

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