Desde la casa roja

Entre tú y mis ideas

Hay dos oportunidades al año para los buenos propósitos. Una amanece el 1 de enero. La otra es septiembre. Mis buenas intenciones pertenecen a la segunda. No soy capaz de proponerme nada el primer día del año: pero septiembre es un plazo más largo, la luz se convierte en una tarde laxa donde sopla algo más de viento y nos volvemos a cubrir los brazos por las noches. Atrás queda la violencia de este calor. En septiembre, los niños entran en la vereda estrecha de las escuelas y aunque el verano se esfuma de nuestra piel en dos jornadas y dudamos, solo por un segundo, claro, solo uno, cuál era la contraseña del ordenador del trabajo, todavía recordamos que hubo unos días en que fuimos casi libres. Estos días. En los que olvidamos por qué estuvimos enfadados. No tenemos ni idea de qué nos llevó a estar a punto de apretar ese botón que hace saltar todo por los aires y para siempre.

El curso terminó tarde, con mucha prisa, con el portazo de los matones al salir de la clase y aún se escuchan los ecos del patio político retumbar por las páginas de los diarios. Si algo ha definido este año desde otoño hasta verano ha sido el desentendimiento y la polarización: la gran sordera sobreactuada de los representantes. Ni nos oyen ni se escuchan. Qué fácil se escribe todo lo que contuvo esta primavera. No son solo asuntos propios de aquí. Bajo el enfrentamiento, hemos asistido a desacuerdos casi globales que parecían superados y que son fundamentales: la inmigración, la violencia de género o la libertad de expresión.

En este curso hemos llegado a plantearnos sin pudor si la irrupción de la extrema derecha era un síntoma aceptable para una democracia, que era mejor poder señalarla, saber que existió siempre y permitirle ahora, además, que nos dé cuatro gritos.

La contraria se tenía que llevar con tanta potencia, se tuvo que demostrar tan alto quién estaba dentro y quién estaba fuera, los vencidos y los otros, que faltó poco, faltó que nos callásemos todos, para que consiguieran volver a llenar de humo las calles de Madrid.

El desacuerdo ha permitido también que puedan seguir llevándose flores al dictador a su valle.

Que unos políticos sigan presos.

Como zombis de nuestras propias ideas fijas, las broncas en pantalla se llevaron hasta lo zafio y lo mezquino: hablar por hablar, los ojos en blanco. La banda. Tenemos las respuestas a preguntas que nunca se hicieron. Y cuestiones siempre por resolver. Para satisfacción de los nuestros, gritamos todas las consignas que nos indicaron. Y si dinamitamos las bases de la democracia en algún mitin, si dijimos algo condenable, algo verdaderamente ofensivo, si pisamos sobre los huesos de los otros, tampoco debió ser para tanto.

La brújula extravió el rumbo de una buena convivencia.

Pero yo no quiero escribir aquí palabra detrás de palabra y contar solamente que estoy “harta de estar harta”, como cantaría Pedro Pastor en unas fiestas si le dejaran. Sí. Hay que regresar, cada uno a su sitio, con el ánimo intacto. Mi único propósito para el curso que viene es que cuando me den a elegir entre tú y mis ideas, igual que en la canción, me quede contigo.

Nos leemos en septiembre.

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