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Verso Libre

El sentido del ridículo

Luis García Montero

Este artículo no habla sobre la playa, sino sobre las cosas que le debo a la poesía. La verdad es que en verano un lector tiene derecho a pensar que el sentido del ridículo puede relacionarse con los espectáculos corporales que damos en la playa. Acostumbrados a pensarnos como no somos, el estar sin ropa tiene sus peligros porque los desnudos sostienen muy mal las mentiras. Y este año es mucho peor. No deja de tener gracia que la mascarilla nos lleve tapados en medio del destape. Benditos sean los desnudos, las imaginaciones y las playas.

Si me acuerdo del sentido del ridículo es porque quiero aprovechar esta breve meditación agosteña para agradecerle a la poesía que haya conformado mi manera de estar solo y de buscar compañía. Como lector de Bécquer y Galdós, descubrí hace tiempo que uno de los requisitos fundamentales para un artista es el sentido del ridículo. De hecho estoy convencido de que un factor imprescindible, junto a la educación, del progreso de las artes es el bendito sentido del ridículo. Cuando una convención o un estilo dejan de ser creíbles, cuando una costumbre estética se queda fuera de lugar o de tiempo, el artista se siente ridículo y necesita cambiar de rumbo para darle respuestas a su época.

Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice y se afirma en público porque la solemnidad resulta con frecuencia ridícula cuando deja de ser creíble. En las novelas de Galdós, es frecuente asistir al ridículo del poeta que en medio de un salón lleno de negociantes decimonónicos se levanta de la silla y recita en voz alta una composición llena de pastorcillos, sentimientos de honor medieval y palabras decorativas tan repetidas que ya que suenan a falso. Aunque aplaudan sus tertulianos, se trata del cascabeleo de una farsa. A Galdós le gustaba la poesía, como le gustaba la realidad y la política, y por eso denunció el ridículo de una palabrería ajena a su presente.

Galdós entendió muy bien la poesía de Bécquer. Su elaborada sencillez, su capacidad de síntesis, respondía a una época marcada por la velocidad que había dejado caducas las largas leyendas románticas y las altisonancias retóricas de dolor. Bécquer escribió con un intimismo herido porque quiso ser leal a la poesía y comprendió que sus versos eran incompatibles con la mentira. Conciencia, verdad y palabra son las claves de la poesía. Hay que mirarse a los ojos.

También me resultó interesante y aclarador el ensayo de Sartre sobre Baudelaire. El filósofo leyó al poeta como un creador que no sólo miraba, sino que vigilaba su mirada, es decir, que necesitaba ser consciente no sólo de lo que veía, sino del lugar que ocupaba al mirar. Baudelaire escribía para verse a sí mismo mientras miraba. Esta forma de verdad o respeto íntimo es la viga que sostiene el respeto a los demás. El sentido del ridículo es pudor propio, pero también pudor social. Si uno se dedica a mentir, a traicionarse, a degradar su honestidad, a acatar convenciones y palabras huecas, acaba asumiendo que la sociedad puede basarse en la mentira, la traición, la deshonestidad, las convenciones hipócritas y los discursos tan altisonantes como barriobajeros. La poesía sabe visitar los suburbios, cuenta con la compañía de la musa del arroyo, pero no puede permitirse ciertas formas barriobajeras de cancelar la realidad.

El sentido del ridículo es una gran ayuda para escribir poesía. No sé si para otras cosas y otras escrituras sin duda mucho más importantes socialmente que la poesía. Esto es lo que sentí ayer al bajar a la playa y ver a tanta, tanta gente desnuda.

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