Plaza Pública

Una serpiente en su fritanga electoral

Juan-Ramón Capella

Hay un venenoso hombre público que recorre el país con un pregón infame. Lo menos que dice es que el gobierno lo quiere "romper”. Ese hombre público sabe de sobra que ningún gobernante español aceptará la pérdida de una parte del territorio del Estado como no sea por una derrotar militar o para evitarla. Miente, pues. Ese venenoso hombre público dice que bajará los impuestos pero oculta a los suyos que eso equivale a menos sanidad y educación, a menos prestaciones públicas. Encabeza un partido plagado de cleptócratas. Miente deliberadamente para asustar y poner de su parte a gentes que tienen la desgracia de no haber recibido formal ni informalmente la menor educación política. Y que son muchas en un país inveteradamente escaso de instrucción: muchas personas piensan según sus emociones, y éstas son fáciles de suscitar y de manipular. De ahí el peligro y el veneno.

Cuando hoy alguien habla de 'patria' o de 'España', casi siempre con una idea nebulosa del significado de esos términos, debería saber que en puridad se refiere ante todo al conjunto de los conciudadanos. España es ese conjunto: personas asentadas en un territorio determinado que viene siendo llamado España, o Hispania, desde el año catapún. Indirectamente, se refiere también a las gentes y a la cultura que han sido transmitidas hasta el presente por nuestros abuelos y los abuelos de los abuelos, etc. España es mucho más que un Estado: tiene uno, pero es más que sus instituciones. España somos nosotros, nos identifiquemos o no con el Estado o con la historia de nuestros antepasados.

En nuestra historia, entre nuestros antepasados, hay de todo. Entre los buenos, Cervantes, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Garcilaso, Ausiàs March, Velázquez, Goya, Alfonso X, Carlos III, Machado, Góngora, Churruca, Miguel Hernández… —una lista interminable de destacadas personas buenas— y sobre todo larguísimas generaciones de labradores y pescadores; gentes que inventaron cosas estupendas como cuentos para reírse, la siesta, la paella, el pulpo á feira, los fritos andaluces, el cocido, la jota, la sardana, las habaneras, el cante jondo. No sigo, pues la lista, por fortuna, sería larguísima.

Pero hay malvados, malos y malvados. Los Reyes Católicos, que expulsaron del país a los judíos de Sepharad, que instauraron la Inquisición y sus hogueras y sus alambicados aparatos de torturar, que impusieron a toda la población el terror de no parecer cristiano viejo, de antes de la expulsión; el estúpido cardenal Cisneros, que hizo quemar todos los libros en árabe que había en Granada; Felipe III, que expulsó del país a los moriscos españoles; su padre, que consideraba propiedad particular suya los reinos heredados y dispendiaba en ejércitos para conservarlos lo que se tributaba al rey de España; Franco y los suyos, Fernando VII y también los suyos. Los actuales chorizos cleptócratas que se han enriquecido defraudando a las instituciones públicas —las centrales y las de Cataluña, Mallorca, Valencia, Murcia, Madrid, Andalucía… por no hablar de tantos ayuntamientos—; los anteriores chorizos franquistas que se apoderaron no solo de las vidas sino también de los bienes de vencidos; los chorizos que esquilmaron las Américas, que esclavizaron a los indígenas, como aquel analfabeto, Pizarro, convertido en gobernador del Perú, y tantos otros.

Hay pues una España Negra que canta el novio de la muerte, porque es muerte. Y es una auténtica maldición la reproducción una y otra vez de esa España Negra, como confirma la aparición del venenoso demagogo aludido al principio y como muestra también el silencio ante sus excesos de quienes le han aupado a primer demagogo del país.

España podría ser una sociedad si no magnífica tan buena como las mejores de no ser por la pervivencia de la España Negra. Pero los que no formamos parte de esa porquería, los que no tenemos en ella ni arte ni parte, hemos de bajar la cabeza con humildad ante quien nos recuerde ese detritus de nuestra historia, y reconocer que nuestros antepasados no pudieron impedirlo ni nosotros hemos sabido superarlo.

En el fondo del asunto está probablemente la Iglesia española, tan alejada como es posible del espíritu cristiano, de Jesús de Nazaret y de Francisco de Asís. Los "Reyes Católicos" decidieron basar en la fe y no en el derecho la unificación cultural de sus reinos. Y lo consiguieron. El catolicismo español es Trento; es Pío XII y no Juan XXIII, Woytila y no Casaldáliga o el padre Arrupe. Se trata de la iglesia de la desigualdad y la capitidisminución de las mujeres, de la oposición al divorcio, al aborto, la que parece ignorar por completo qué es el amor al prójimo o incluso el respeto. Especialista en atormentar los sueños de niños y adolescentes, en espiar a todo el mundo en los confesionarios de los pueblos, en timar con un "secreto de confesión" cuya vulneración queda perdonada mediante otra confesión y ya está. La iglesia maquiavélica de la "Cruzada" franquista, la que ha ocultado el tráfico con los hijos de las republicanas presas o de madres solteras, y oculta aún a sus pederastas. La que pone a su nombre bienes comunales, la que no tributa, la que medio-destruyó la mezquita de Córdoba. La que predica resignación y, si predica esperanza, es esperanza falsa, fuera del universo. La iglesia de los empresarios que lleva a los altares a sacerdotes cristeros y no reconoce a sus verdaderos santos: el padre Llanos, el hermano Adrià Trescent…

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Y junto a la Iglesia está la institución de nuestros custodios, que además de protegernos nos han impuesto su voluntad en sus no se sabe ya cuántos pronunciamientos, alzamientos o golpes de estado. La España de la cultura cuartelera del sostenella y no enmendalla, de la jerarquía abusona y no del orden jerárquico; de la palabra soez; que ignora a sus capitanes de antaño, de Aldana y Garcilaso a Modesto y Tagüeña.

Todo eso combinado con cuatro frases de escuelas de negocios neoliberales, que ignoran la economía pero no la crematística. Hay cretinos por naturaleza y cretinos por interés. Hay cretinos por interés económico y cretinos por interés político. Los últimos mienten hasta cuando estornudan. Vamos a ver en seguida si la España negra ha vuelto a criar y a renacer, o si, por el contrario, hay motivos para tener confianza en la mayoría de los conciudadanos. Que nadie de los de abajo —de la izquierda, se decía en tiempos— se quede en casa en las próximas elecciones. Que vote aunque sea útil, o tapándose la nariz; que perdone la estupidez o las estupideces de tantos candidatos que en el fondo están de su parte.

  * Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de Filosofía del Derecho y autor del libro Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época.

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