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Ojo con la historia

José María Goicoechea

Escribir “el relato de España”. Se lo pidió hace unas semanas el ministro de Asuntos Exteriores socialista, Josep Borrell, a los directores de los centros del Instituto Cervantes. Habló también de “diplomacia cultural”. Y hace un año, en su cuenta de Twitter, el mismo Borrell recomendaba la lectura de uno de los libros de historia de moda, Imperofobia y Leyenda negra, de María Elvira Roca Barea (Siruela, 2016), un ensayo que ha vendido ¡100.000 ejemplares, en más de veinte ediciones! Hay una conexión entre ambas declaraciones: parte de la tesis de Roca Barea (muy resumida) es que la leyenda negra sobre España se inventó y difundió desde círculos protestantes envidiosos del imperio en que se habían convertido los reinos españoles, en especial el castellano, y –aquí viene la conexión mencionada– que los sucesivos gobernantes españoles no supieron, ni siquiera quisieron, combatir con una adecuada contra-propaganda; que se le puede llamar “diplomacia cultural” o “escribir el relato” del país, siguiendo al ministro.

La historia explica muchas cosas y puede embarullar otras tantas. Los libros de divulgación histórica se venden mucho, y quizá hasta se lean. El fenómeno editorial de la llamada novela histórica, que ya viene de atrás, es una de las variantes de este interés y también el síntoma de uno de sus peligros: que al terminar de leer una ficción sobre, pongamos, la rebelión cátara, se crea que se ha leído un ensayo.

Historiador no es quien se ha licenciado en esa carrera, ni quien se documenta más o menos profundamente a través de monografías y ensayos y hace su propia narración de unos hechos. Un historiador es un investigador del pasado que trabaja con fuentes primarias además de con las secundarias y que establece no solo un “relato”, sino hipótesis; que contextualiza; que pone en cuestión y revisa lo dicho por otros historiadores. Alguien en el jardín de su casa aficionado a los bonsáis, por ejemplo, no es necesariamente un botánico.

Por supuesto que las novelas históricas o los libros de divulgación pueden ser excelentes y enseñar mucho. Son, de hecho, la mejor entrada a la historia de una inmensa mayoría de lectores. En los años setenta, las historias de Roma y de Grecia del periodista italiano Indro Montanelli ilustraron más sobre esos periodos a miles de españoles (aquellos libros se vendieron de maravilla) que las clases del colegio. Y quién puede negar que la lectura de Stefan Zweig (desde Momentos estelares de la humanidad hasta cualquiera de sus biografías) es un enorme placer intelectual.

Lo anecdótico, lo resumido y lo bien explicado son elementos necesarios para cualquier lector interesado en estos asuntos, no hay duda. Los programas de radio y televisión dedicados a la historia llegan y se quedan, pero ¡mucho ojo!, hay que saber qué se está consumiendo, de dónde viene y de quién viene. Hay una tendencia en esta clase de productos culturales (programas varios y libros) a blanquear cuestiones más o menos oscuras del pasadoblanquear , a cargar las tintas en las grandes gestas (que las hubo, claro, y algunas impresionantes) y a quitarle importancia a errores, injusticias, cuando no crímenes. Por eso es fundamental saber quién ha escrito qué (y, a veces, por qué). “Cualquier libro de historia que no tenga cinco notas a pie de página –dice el escritor argentino Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2015)– es una novela”. Tampoco es mal criterio.

El problema político y social del independentismo catalán revolotea en muchos de los libros de divulgación histórica publicados recientemente. Y no puede ser de otro modo; el estudio del pasado tiene que servir, entre otras cosas, para explicar el presente, pero no para encontrar justo la explicación que se quiere y que se adapta a valores ideológicos o morales o a intereses políticos. El historiador profesional, el científico social intelectualmente honrado, sabe y debe colocar ese pasado y sus consecuencias en su justo lugar. La historia cambia como cambia la sociedad que la estudia y se ha escrito, a menudo, desde los postulados del vencedor o del poder hegemónico, es verdad, pero siempre ha habido voces críticas que han ayudado a equilibrar.

En un divertido y algo inquietante librito (por corto, no por otra cosa) llamado La oposición. Un relato sobre la invención de la historia (Reino de Cordelia, 2016) su autor, Alfonso Mateo-Sagasta, plantea estas cuestiones a lo largo del examen de un opositor a catedrático. “Debo llevarle la contraria –dice en un momento–: el presente no es consecuencia del pasado. Más bien, el modo en que contamos el pasado es consecuencia del presente”. No todos los historiadores profesionales son de fiar, tampoco es eso. Ni todo se explica o justifica mediante razones históricas.

Años ochenta: el grupo Los Nikis cosechó un tremendo éxito popular con una canción satírica (como todas las suyas) titulada El imperio contraataca en la que añoraban el pasado luminoso de la España de los siglos XVI y XVII y clamaban por la vuelta a aquella situación, a través del deporte y la comida, entre otras cosas. Pues hubo quien se la tomó más o menos en serio y en algún bar se veía a jóvenes coreándola con el brazo en alto… A esa extraña interpretación me ha recordado este Imperofobia de la profesora Roca Barea al que me refería al principio.

Se trata de una visión de la historia de España y Europa, y también de Estados Unidos, desde un punto de vista muy cercano al de los planteamientos neocon, reivindicador de glorias imperiales y hegemónicasneocon y que tiende a culpar al otro de los males propios (y negando, por ejemplo, que las Indias fueran una colonia, un viejo mantra de la historiografía más conservadora). El innegable y arrollador éxito del libro ha dado lugar a un debate poco habitual en nuestro entorno cultural, pues otro profesor universitario, José Luis Villacañas, ha respondido también en forma de ensayo a Roca Barea en Imperofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, 2019), un volumen en el que desmonta con contundencia (a veces con excesiva furia) las tesis de Imperofobia.

La lectura de ambas obras, más allá del debate estrictamente histórico o académico (que es apasionante) nos pone frente a dos visones del mundo, de España, de la política y de las ideologías. En las respuestas, también furibundas, al texto de Villacañas en defensa de Roca Barea, se ha argumentado que uno de los males de la izquierda española es y ha sido denostar los hechos del pasado porque sí, por una especie de antiespañolismo visceral… Esta boutade no merece más atención, pero hay un libro (que es un superventas internacional) de dos serios y acreditados historiadores americanos de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, que puede iluminar algo este comentario. En Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018) se busca explicar las causas y las posibles consecuencias de la llegada al poder y del mandato de Donald Trump recurriendo a otros momentos de peligro de las instituciones democráticas en el pasado en todo el mundo, pero en espacial en Estados Unidos, momentos especialmente oscuros presentados con un impecable e implacable espíritu crítico. Aquí, les tildarían de antiespañoles. ___________________________

José María Goicoechea es director de Comunicación del Museo Thyssen-Bornemisza

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