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La reducción de la democracia a statu quo

Javier Franzé

Cuando Santiago Abascal criticó al Gobierno por ser “el peor de los últimos ochenta años” puso de relieve, en su forma hiperbólica habitual, una tendencia de las últimas décadas de la política española: “democracia” se ha ido transformando insensiblemente en sinónimo de statu quo, del puro orden existente, sin más. La mirada de Abascal es cristalina al respecto: para él, lo único que está en juego es ese orden y, en su evaluación, el Gobierno actual es sencillamente peor que toda la dictadura franquista.

Pero no se trata de escandalizarse por el obvio soslayamiento de la diferencia entre dictadura y democracia, sino de analizar qué lo hace posible no sólo en el discurso provocador de Vox, sino también en muchos párrafos del discurso de la Transición.

Cuando el PP rechaza la debida renovación —entre otros— del Consejo General del Poder Judicial por las críticas de UP a una gestión contraria al Estado de Derecho, como fue la huida del Jefe de Estado de España; cuando el Presidente del Gobierno trata como “información sensible” la fusión de dos bancos, al punto de ocultárselo a su vicepresidente segundo del Gobierno; cuando la oposición cuestiona más o menos explícitamente la legitimidad democrática de un gobierno porque considera que uno de sus socios es “radical”; cuando se descalifica —que no discute— el cartel de la serie Patria por “equidistante” entre el terrorismo etarra y el estatal; o, finalmente, cuando las derechas cuestionan la legitimidad democrática de grupos parlamentarios porque en su seno haya quienes antes apoyaban la vía armada y el terrorismo y hoy actúan dentro de la democracia... cuando todo esto ocurre, se está operando con un concepto de democracia que sólo acepta un contenido, un programa y unos partidos, y considera ilegítimo otras alternativas igualmente democráticas.

Quizá este rasgo se encontrara en la democracia española desde 1978, pues se imaginó superadora de un siempre amenazante pasado cainita. Las salidas de las dictaduras suelen verse limitadas por la necesidad de la consolidación democrática, para lo cual reducen inicialmente el pluralismo en pos de unos objetivos mínimos comunes, asimilando democracia a orden. Pero que esta suerte de menú fijo siga blandiéndose cuarenta años después como si fuera una elección libremente renovada día tras día y, a la vez, la única nutritiva, habla más bien de una debilidad, sobre todo cuando a la par se afirma que la democracia española es “homologable a las europeas”. El cuestionamiento de aspectos de la democracia no significa la demolición del orden político.

La expresión de esta estoica voluntad de repetición es el autodenominado “constitucionalismo”. En verdad, es el nombre de la asimilación de la Constitución de 1978 (la democracia) a una interpretación exclusiva y excluyente de la misma (el orden), la de la derecha, a la que bastante a menudo se suma el PSOE. Según esta mirada, la democracia no puede ser otra cosa que el consenso alrededor del Estado social y autonómico de Derecho en su forma actual, cuyo gran timonel es y debe ser el bipartidismo. La contradicción aquí es que, por un lado, se alaba 1978 como momento fundacional intocable, pero por otro se consagra la condición actual de ese orden, en muchos aspectos —el social, sobre todo, y el autonómico también— degradada respecto de los logros de la Transición y de lo que cabía esperar de su desarrollo cuatro décadas después.

La identificación de la democracia con el “constitucionalismo” contiene otra paradoja. Su pretensión anti-totalitaria —en tanto se levanta contra el “terrorismo”, el “separatismo” y el “populismo”, todos reunidos en su vocación de “incumplir la ley”— se ve cuestionada, ya que toda Constitución democrática en realidad no puede sino representar a la comunidad y su diversidad, lo cual supone varias interpretaciones y distintos desarrollos de ese texto, no sólo uno. Difícilmente pueda ser anti-totalitaria una reivindicación que pretenda apropiarse… del todo, el cual incluye además su reforma.

Poco va quedando de aquella promesa típica de las transiciones, según la cual la democracia era más deseable por su intrínseco pluralismo, opuesto a la rigidez monista de las dictaduras. Afirmaciones que hoy suenan algo ingenuas testimonian aquel anhelo colectivo de una nueva legitimidad: “Lo bueno de la democracia es que en ella todos nos podemos expresar” o “la democracia sólo exige el respeto a unas reglas de juego”. Pese a su candor, estas frases intuían ya que en democracia caben muchos modos de vida. Por eso la democracia se prometía un orden abierto, inacabado, una búsqueda constante, coherente con la idea de que nadie constituye la reserva moral de la Nación, ni hay un programa por encima de la voluntad popular, ni existe un salvador que lo encarne. Se diría entonces que la democracia no puede ser, por definición, un statu quo.

Es justamente ese rasgo anti-autoritario de aquella democracia naciente lo que se ha venido ajando en favor de contenidos y actores que son presentados como conditio sine qua non ya no de un orden democrático deseable para algunos, sino de la democracia como tal. Esto no puede sino significar un retroceso del componente liberal y pluralista de la democracia, pues ésta incluye la defensa del orden, pero sobre todo la posibilidad de su cuestionamiento.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid.

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