Plaza Pública

El lenguaje, la hipocresía y los malos modos

Felipe VI junto a Pedro Sánchez a su llegada a la Estación de Francia de Barcelona.

El lenguaje es el instrumento de comunicación por excelencia en una democracia, una comunicación que debería producirse con buenos modos y sin actitudes hipócritas que ocultan aviesas intenciones y buscan el beneficio particular, sea este político o de otra índole. No obstante, vivimos una época de doble lenguaje, de malas maneras y peores intenciones. Convertimos el lenguaje, de un mecanismo de aproximación en un elemento de descalificación y aniquilación del contrario. El lenguaje político, periodístico, judicial e incluso social se concatenan para distanciar las posturas diferentes, en vez de aproximarlas, y cuando alguna persona intenta enlazar actitudes para superar esas diferencias, es eliminado de la ecuación como alguien incómodo y nocivo. Es decir, vivimos en un mundo al revés.

Es así que la política se ha convertido en una pesada carga en el cuello de una ciudadanía que bastante tiene con intentar rehuir al virus o sufrir sus efectos en la salud, en el trabajo y en la vida cotidiana. La "mala sangre" en algunos políticos se percibe con nitidez en quienes buscan la pelea permanente, propician el malestar cotidiano y provocan hastío e irritación.

Tal forma de proceder tiene un objetivo claro que es el de despojar del poder a los que lo ostentan, para ponerse en su lugar a cualquier precio. Hay que entender que detrás de un partido o de un líder se mueve un entramado amplio y muy necesitado de alcanzar el centro de decisiones. Desde aquellos que están pendientes de resoluciones judiciales a quienes hay que contentar o contener para protegerse, hasta el innumerable colectivo de militantes, familiares y allegados que preguntan con insistencia ‘¿qué hay de lo mío?’ Además, pasando por entidades varias, organizaciones profesionales y empresariales que han apostado por esa formación, hasta las grandes multinacionales y fondos económicos de diversa calaña y dudosa índole. O, simplemente, es la forma torticera que emplean quienes, dotados de inmunidad parlamentaria, se prevalen de esta condición y se lanzan contra personas privadas que no pueden hacer frente a esa posición privilegiada.

A esta realidad habrá que añadir las tensiones dentro de las propias filas. El presidente de un partido de estructura interna poco democrática, que haya sido designado probablemente por un antecesor que cuenta con respaldo nacional e internacional de los lobbys económicos y políticos afines, tendrá especial prudencia a la hora de actuar. Meditará mucho antes de cambiar de puesto o de cesar a algún/a correligionario/a que goce de los favores de su jefe. Porque eso le puede conducir al ostracismo y al cese. Si otro partido próximo en planteamientos le va a la zaga y es bien visto por sus mayores, la inquietud y la desazón llevan a obviar la prudencia y las buenas intenciones.

Zafiedad y torpeza

En el otro extremo, tampoco se percibe la claridad que se precisa. No pueden ser tan puros como se proclaman, ni tan diablos como se nos presentan por los primeros. ¿Qué ocurre entonces, cómo saber quién tiene la razón? ¿Quién nos miente y quién nos dice la verdad? ¿Quién desprende bondad en sus afirmaciones y quien utiliza la maldad? Y ¿qué utilidad tienen estos debates alambicados unos, o descarnados otros, en los que la trampa y la intención oculta son las reglas? En este complejo escenario es cuando surgen los malos modos. Estresado por su propia condición, obligado a dar más de lo que es razonablemente factible, el político que ve alejarse el triunfo ante la solidez del enemigo acaba perdiendo la compostura y utilizando un lenguaje que va más allá de la descortesía, entra en el terreno incluso personal o privado y no tiene reparo en omitir la verdad, distorsionarla, amenazar a quien se tercie o mentir directamente en caso de necesidad.

Un equipo de marketing buscará a diario las debilidades del otro o aprovechará cualquier supuesto fallo, para amplificarlo y organizar un escándalo descomunal. Se apoyarán en aquellos medios de comunicación afines y en personas, que, dentro de esas organizaciones periodísticas, tienen algo que ganar o que ya ganan algo con su colaboración. La simbiosis es de tal calibre que algunos de estos medios se convierten en depredadores que se centran en las presas, las capturan y se las tragan sin masticar por auxiliar a sus benefactores.

Basta con observar y analizar los componentes dialécticos de una jornada u otra en la prensa, escrita o hablada. Un día cualquiera, pero esencialmente los sábados, domingos (por la tirada de ejemplares) o los lunes porque a través de titulares escandalosos, noticias vacuas pero "atractivas" en referencia a las personas citadas, hay que dotar de munición para toda la semana a quienes están dispuestos a usar el lenguaje zafio y torpe como un componente más en la destrucción del contrario.

Que la ciudadanía pague con la desesperación o el hartazgo es lo de menos. El uso responsable y bondadoso del lenguaje desaparece y casi se convierte en una rémora para quienes queremos un sosiego, una reflexión, un aprendizaje y un conocimiento transparente de las acciones políticas de los que nos gobiernan o dirigen.

Las contradicciones

En la vorágine, se llegan a producir contradicciones evidentes en los más diversos ámbitos. Pondré un ejemplo: Un conocido partido de la derecha ha estado embistiendo contra el Gobierno de coalición por sus supuestos ataques a la corona, mesándose los cabellos a causa de tal afrenta y acusando al Ejecutivo de poco menos que querer derribar la monarquía. Pero, simultánea y sospechosamente, uno de los periódicos digitales que siguen este juego se dedica, en comunión de intereses con aquella formación política, a sacar a la luz los trapos sucios de la corona. Es una estrategia más o menos torpe, pero real, y que se utilizará, según disponga el equipo de especialistas y marketing que les asesore, hasta que produzca el efecto deseado o se deseche.

Siguiendo con la Casa Real y la acción paradójica mencionada, traigo a colación otro hecho referente al revuelo organizado por la ausencia de Felipe VI en un acto de entrega de despachos a los nuevos jueces de la última promoción de la Escuela Judicial, acto que tuvo lugar en Barcelona. Como es sabido, de nuevo el mismo partido al que hacía mención antes, se escandalizó y elevó la bulla a categoría de estruendo obviando que el año pasado se celebró el acto en Madrid por circunstancias parecidas a las actuales, que aconsejaban no exponer a la institución a posibles conflictos.

Con esta torpe pero efectiva estrategia se acudió a la supuesta tradición de la participación del rey en este evento, pero ocultan que, en realidad, la participación real en el acto no data de épocas inmemoriales, sino que la inició el expresidente José María Aznar hace 20 años con motivo de la inauguración de la Escuela Judicial. Ni refieren que hay una sorda resistencia por parte de la derecha para que no se renueve, como manda la Constitución, el Consejo General del Poder Judicial organizador de este acontecimiento, y que a la chita callando va nombrando jueces desde un quorum esencialmente conservador. A estas alturas, para la mencionada formación, que se enfrenta a un presente y un futuro judicial de considerable magnitud, cualquier apoyo directo o indirecto le resulta un respiro considerable. Y el jaleo equivale a una cortina de humo que tapa los auténticos propósitos, que pasan por el control permanente del órgano de gobierno de los jueces, como paso necesario para un control mayor: el del Poder Judicial.

El poder reside en el pueblo

Todo esto se ha traducido en un notorio clamor contra el Gobierno en los términos de que no respeta al rey. Como en el patio del colegio cuando hay pelea, se incorporaron con entusiasmo algunos miembros del otro partido presente en la alianza gubernamental, entrando al trapo. Si los malos modos y la hipocresía no fueran tan extremos, se podría atender al fondo del asunto. Es decir, al hecho de que un nutrido sector de la sociedad española no es partidario de la monarquía, y que sería importante que tras una profunda reflexión sobre el tipo de sistema político que queremos para nuestro país, se despeje la incógnita en el momento que sea oportuno. Probablemente no es ahora el tiempo adecuado, ante la crisis sanitaria, económica y social que afrontamos y en la que se necesita de la cooperación y trabajo conjunto para afrontar los difíciles tiempos venideros.

Pero, en la vorágine de los acontecimientos,  han tenido lugar olvidos que dan que pensar: en el acto celebrado este lunes 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional, en el patio de Armas del Palacio Real, limitado en número por la pandemia y presidiendo su majestad, había una ausencia notable. Vimos políticos, vimos miembros de las fuerzas armadas, bomberos y fuerzas de seguridad, pero faltaba la ciudadanía. No se hizo presente como mínimo siquiera, el papel de los representantes de la sociedad civil, que pudieran dar voz al pueblo.  Tal omisión dio pie a que la ultraderecha llenara con sus fieles el vacío en los aledaños del Palacio de Oriente madrileño, desplegando las consignas desestabilizadoras que habitúan. Los proclives al fascismo saben aprovechar bien los huecos que dejan los demócratas.

A tal punto se enrarece la vida política con estos malos hábitos que los políticos e incluso los altos responsables institucionales, con las debidas excepciones, olvidan las cosas fundamentales. Vuelvo a aquel acto en la escuela judicial porque hubo algo que chirrió y que, en vez de ser contrastado o respondido, se aplaudió en aquel momento dentro del contexto para pasar luego al olvido.

Me refiero al discurso de la joven jueza número uno de esta promoción cuando dijo: "El poder judicial somos nosotros, los jueces, lejos de intentos de control y de repartos partidistas". Estas palabras dichas con toda buena intención y creyendo en su contenido por parte de quien las expresó son el resultado en realidad de esta pugna que cada vez es más feroz y que lleva a entender mal el mensaje y dejar de lado lo fundamental. Porque miren, el Poder Judicial como el resto de los poderes del Estado emana del pueblo español, que es donde reside la soberanía nacional. Lo pueden leer en el título preliminar de nuestra Constitución.

Mal vamos si a nuestros nuevos jueces no les enseñan bien el fundamento de su tarea. Y aún peor si los jueces veteranos olvidan que la justicia se imparte en nombre del pueblo y no en nombre del rey, cuya figura (la del emérito), cuando menos está en entredicho judicial por sus acciones poco edificantes, que siembran la sombra de la duda sobre el papel actual de la jefatura del Estado. Realmente, el lenguaje judicial debería, ahora sí, ser prístino, transparente y pedagógico para explicar lo que ha ocurrido y exigir las responsabilidades a que hubiera lugar. Solo así, sin demagogias, insidias o alambiques, se reforzará la democracia y la confianza en el sistema, sea este el que fuere.

Las palabras cuentan, especialmente cuando se pronuncian por quienes, después, deben administrar justicia de forma independiente. Esa falta de atención a lo que está en la base de nuestra democracia explica muchas cosas que ocurren, da pie a entender la soberbia de algunos representantes institucionales y hace que cundan sin freno esa hipocresía y los malos modos que nos perturban, irritan y entristecen.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FibgarFibgar

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