Plaza Pública

Instituciones a la virulé

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes entra al Palacio de Justicia.

Juan-Ramón Capella

El retraso impuesto por el Partido Popular a la renovación de los elegidos para formar parte del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial —que tiene consecuencias en el Tribunal Supremo, en los presidentes de Audiencias, en las promociones profesionales de los magistrados— solamente puede tener una razón primaria: impedir que esos organismos, dominados por ese partido (y su gobierno cuando tuvo mayoría parlamentaria), sean sustituidos por procedimientos democráticos, ya que son esos organismos los que pueden tener que ver causas penales contra el propio Partido Popular. Y una razón secundaria: menospreciar al partido en el Gobierno, ya que la derecha se considera propietaria del Estado (no ha asimilado de veras la Constitución).

Dicho de otro modo: el Partido Popular antepone sus propios intereses partidistas al cumplimiento de los preceptos constitucionales.

Muy mal ejemplo dado desde el Estado a instituciones como la Generalitat de Cataluña que también hicieron de su capa un sayo en cuanto al sometimiento a la ley, laberinto en el que se metieron sus autoridades y algunos partidos catalanes y del que no saben salir; por el contrario, algunos persisten en retóricas que no hacen más que un buen caldo gordo para Vox, para la extrema derecha que tanto les quiere.

En política, también los tiros disparados al tun-tun pueden salir por la culata.

En particular esa situación de no renovación del Consejo General del Poder Judicial pretende ser resuelta de forma antidemocrática por el Partido Popular, con su propuesta de que sean los propios jueces quienes elijan a sus miembros. Eso es antidemocrático por lo siguiente: al parlamento lo elige la ciudadanía, y éste elige al Presidente del Gobierno, de modo que ambas instituciones proceden inmediata o mediatamente del voto poblacional. Queda el "tercer poder": a los jueces, en cambio, solo los hacen jueces otros jueces. La soberanía popular no interviene más que muy remotamente, a través de las leyes que regulan los concursos a la judicatura, sin más control. Por eso la propuesta del PP no tiene nada de democrático ni de constitucional.

Otra cosa sería que los jueces formularan propuestas, sin que les correspondiera decidirlas. Siguiendo con este tema, en ninguna parte está dicho que el CGPJ haya de estar integrado únicamente por magistrados. Pueden formar parte de él juristas "de reconocido prestigio" propuestos —no decididos— por universidades y colegios de abogados u otras profesiones jurídicas. Es opinable si deberían formar parte de él también personas sin formación específica pero con otras especialidades, como la sociología o la filosofía moral. En cualquier caso, lo determinante es que algún órgano del Estado dependiente de la soberanía popular intervenga en la formación del CGPJ o bien pueda cuestionar formalmente sus decisiones, esto es, que controle la legalidad y las buenas prácticas de un organismo así.

Porque la legalidad democrática está tambaleándose con algunas de las últimas decisiones tomadas por la mayoría de un Tribunal Constitucional que ha superado con creces su fecha de caducidad. Así, últimamente se ha dedicado a poner palos en las ruedas del Gobierno y del Parlamento al interpretar como inconstitucionales las normas de confinamiento relativo y de suspensión de la actividad habitual del legislativo adoptadas por causa de una pandemia gravísima que se ha llevado por delante a decenas de miles de conciudadanos y que serían mucho más si no se hubieran tomado las decisiones que se tomaron. La mayoría del Tribunal Constitucional ha tenido la humorada de interpretar que tales medidas exigían la declaración del estado de excepción, lo que hubiera expuesto a los ciudadanos a intervenciones policiales en domicilios y a detenciones sin orden judicial. O sea, que ese Alto Tribunal desmedido está tan alto, vuela tan alto, por espacios jurídicos siderales, que pretende protegernos sugiriendo que el Gobierno hubiera debido atornillar aún más a la población.

El Tribunal Supremo ha condenado a un diputado de Unidas Podemos por haber dado una patada a un policía sin más base que la nuda declaración del policía, esto es, sin ninguna otra prueba y sin constancia de circunstancia alguna de la situación en que pudo producirse el supuesto incriminado. Dicho de otro modo: la presunción de inocencia no vale cuando la policía te considera culpable, pues para el TS lo que vale es lo que dice la policía. Bien: el derecho español contemporáneo es garantista, sí, mientras no ande de por medio la policía, con la que se alinea el actual Tribunal Supremo (para los que no saben leer añadiré que estoy en contra de que se ataque a la policía).

Cabría aportar otros ejemplos, de tribunales inferiores no corregidos por la superioridad, que nos obsequian día sí y día también con decisiones que serían pintorescas si no fueran crueles y acaso impunemente prevaricadoras. Para evitar este tipo de cosas están los presidentes de las audiencias y por encima el CGPJ, y aun por encima el Tribunal Constitucional (además, claro, de la Fiscalía, pero ésta no suele actuar ex officio contra los jueces). No saben los políticos de profesión hasta qué punto la mala marcha de estas instituciones perjudica no solo a quienes la padecen directamente, sino en su conjunto al Estado mismo. Eso por no hablar de las dilaciones indebidas, de los procedimientos innecesariamente alambicados, de la lentitud, del retórico formulismo de las sentencias y autos judiciales, tan fuera de los tiempos nuestros de la informática.

Por poner un ejemplo vivido: un argumento de algunos secesionistas catalanes de izquierda para defender su opción —que, antepongo, ven la paja en el ojo ajeno— es el comportamiento del Estado español, de su tendencia al abuso, desde la mentalidad de ordeno y mando de tantos funcionarios al periódico run-run de los cuartos de banderas, etc. Una razón del independentismo es la falta de espíritu democrático del Estado español. espírituY ante este argumento he de callarme —últimamente hemos tenido que soportar a Aznar, a Zaplana, a Rajoy, a Trillo, a Cascos; pero hay otros antes que también, como González, Guerra o Corcuera, por no hablar de los 40 años anteriores—; he de callarme si no me apetece emplear el "y tú más" pensando en cómo funciona la Generalitat de Cataluña, en los grandes robos que ha tolerado, en los delincuentes que la han presidido, en los instrumentos de sanidad pública que han cerrado (quirófanos, asistencia primaria) para fomentar la medicina privada, en su desprecio sectario por todo hecho de cultura que no se exprese en lengua catalana. Sí, y tú más: pero reconócelo, Estado español: también tú más. Reconócelo a pesar del satisfecho autobombo que te das en tus medios de titularidad pública, aunque eso sea peccata minuta.

Causa rubor que sea un comunista democrático quien tenga que defender el estado de derecho, la presunción de inocencia, el funcionamiento democrático de las instituciones cuando no defienden eso con sus actos quienes presumen de liberales. Y también tener que criticar al Partido Popular ante todo por su filibusterismo, cuando lo terrible de ese partido es, más allá de su retórica, su programa real y su conmixtión con Vox. Augurio de negros, siniestros, nubarrones.

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Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de Filosofía del Derecho y autor del libro Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época.

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