Nosotros no somos el problema, amigos

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He ido a Francia desde muy pequeña. Primero con mi familia, teníamos la frontera a apenas 80 kilómetros y era frecuente hacer alguna excursión. Y después, un poco más mayor, empecé a hacer intercambios con una chica que vivía cerca de Nantes y con la que todavía mantengo el contacto, nos escribimos de vez en cuando, nos seguimos en redes… Recuerdo que la primera vez que llegué a allí, con 14 años recién cumplidos, los amigos de Nathalie, mi amiga, me preguntaban cómo era la vida en España. Ellos vivían en un pueblo de unos 3 mil habitantes, en el que sólo había un bar, no había comercios… La vida social la hacían en una sala del polideportivo, en el que había mesas de ping pong, sofás... Allí se reunían las tardes de verano. Sólo podías llegar en bicicleta, o andando. Para mí, era un ritmo de vida mucho más pausado al que estaba acostumbrada. Venía de una ciudad como Pamplona, con mucha vida, calles comerciales, mil planes para hacer, ir al cine, a la bolera, comer algo en la pizzería nueva con mis amigas… Así que aquella vida, diferente, en otro idioma, me parecía “curiosa”, mucho más cuando ellos eran los sorprendidos porque en España tuviéramos frigoríficos y lavadoras. Recuerdo que cuando me hicieron aquella pregunta pensé: “¿pero de dónde se creen que vengo?, ¿de África?”

Su proximidad con Gran Bretaña les hacía mirar mucho más hacia sus vecinos ingleses. No nos tenían para nada en su radar. Éramos los vecinos pobres del sur. Yo era todavía muy pequeña para percibirlo, pero había detalles que los delataban. Como ese tipo de preguntas, “¿tenéis lavadora?”, o como el presupuesto, casi siempre escasísimo, que traía mi amiga cuando se venía a casa. Su dinero se agotaba el primer día. No sé si por una falta de previsión o porque creía ingenuamente que aquí era todo mucho más barato. Pero le pasaba cada año.

Europa tendrá que encontrar el equilibrio entre no asfixiar al campo con sus medidas más sostenibles y seguir avanzando por una economía más verde

Fueron muchos veranos de yo ir y de ella venir. Vaya por delante que amo Francia. Amo a los franceses. Pero su forma de mirarnos es absolutamente errónea. Desde siempre. ¿Recuerdan cómo ridiculizaban a Rafa Nadal cuando empezó a ganar sus primeros Roland Garros? ¿Lo que decía alguna ministra y ministro, insinuando que el juego de Nadal tenía truco? ¿Aquellas parodias en Canal+?

Estos días nuestros camioneros están sufriendo en sus propias carnes esa miopía de nuestros vecinos franceses. Tiran su mercancía, hablan de competencia desleal y algún que otro político, irresponsable a más no poder, se atreve a hablar de la calidad de nuestros productos en las tertulias de televisión, despreciando el sabor de nuestros tomates o la calidad de nuestras mandarinas. Te tienes que reír. Porque sabiendo como sabes cómo se cultiva aquí, cómo cuidan esos tomates por ejemplo en la ribera navarra, el explosivo sabor que tienen, el color, tomates a los que apenas hace falta añadir nada más que un poquito de aceite y un poquito de sal, ves que su ignorancia por lo que somos y hacemos sigue siendo crónica.

Encontrar un enemigo común que desvíe la responsabilidad de lo que estás haciendo es la estrategia más antigua del mundo. Redireccionar la ira de los agricultores franceses contra unos terceros, como los agricultores españoles, genera un sentimiento mucho más fuerte, más nacionalista, mucho más de Francia contra todos. Eso que tanto necesitan ahora allí para contrarrestar el avance de la extrema derecha de Le Pen. Pero señores. Seamos serios. Que el problema de los agricultores franceses no radica en lo que hacemos aquí.

Apostar por una agricultura mucho más ecológica tiene unos costes, que los están asumiendo ya esos trabajadores del campo, los de Francia y, ojo, también los españoles. Europa tendrá que encontrar el equilibrio entre no asfixiar al campo con sus medidas más sostenibles y seguir avanzando por una economía más verde, también en la agricultura y en la ganadería.

Mientras, amigos y vecinos franceses, por favor, tengan un poquito más de interés por lo que somos y por lo que hacemos aquí. Que no somos sólo su patio de recreo del verano, al que vienen de fiesta para pasárselo bien. Somos mucho más.

He ido a Francia desde muy pequeña. Primero con mi familia, teníamos la frontera a apenas 80 kilómetros y era frecuente hacer alguna excursión. Y después, un poco más mayor, empecé a hacer intercambios con una chica que vivía cerca de Nantes y con la que todavía mantengo el contacto, nos escribimos de vez en cuando, nos seguimos en redes… Recuerdo que la primera vez que llegué a allí, con 14 años recién cumplidos, los amigos de Nathalie, mi amiga, me preguntaban cómo era la vida en España. Ellos vivían en un pueblo de unos 3 mil habitantes, en el que sólo había un bar, no había comercios… La vida social la hacían en una sala del polideportivo, en el que había mesas de ping pong, sofás... Allí se reunían las tardes de verano. Sólo podías llegar en bicicleta, o andando. Para mí, era un ritmo de vida mucho más pausado al que estaba acostumbrada. Venía de una ciudad como Pamplona, con mucha vida, calles comerciales, mil planes para hacer, ir al cine, a la bolera, comer algo en la pizzería nueva con mis amigas… Así que aquella vida, diferente, en otro idioma, me parecía “curiosa”, mucho más cuando ellos eran los sorprendidos porque en España tuviéramos frigoríficos y lavadoras. Recuerdo que cuando me hicieron aquella pregunta pensé: “¿pero de dónde se creen que vengo?, ¿de África?”

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