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Dos realidades paralelas

Me pasó hace unos años en una charla con alumnos de bachillerato. Nos animaron a los padres a contarles a esos chicos de primero de bachiller en qué consistía nuestro trabajo, qué hacíamos, cómo habíamos enfocado nuestras carreras, qué habíamos estudiado…

Llegué convencida de que la clase se iba a quedar pequeña. En mi época estudiar periodismo era el sueño de todo chico o chica de 16 años. Bueno, había gente, pero no tanta como me esperaba. En otras aulas estaban hablando de empresa, de analistas de bolsa, de negocios…Y faltaban sillas libres. En la mía, no. En la mía había más de una.

Empecé contándoles cómo había llegado hasta donde estaba. Mi carrera en Comunicación audiovisual, mis prácticas primero en la radio mientras estudiaba y luego en tele; por qué decidí venirme a Madrid. Cómo fueron mis primeros pinitos en la tele… Les fui contando esas decisiones vitales que marcan tu carrera y también todas esas renuncias que haces para completar una carrera, los cumpleaños que me había perdido, las bodas de primos a las que no había ido porque trabajaba, o las funciones de Navidad a las que no fui porque eran incompatibles en horario…

Les conté todo eso y llegaron las preguntas: ¿cómo eran los sueldos? Ahí me reí. Entendí el porqué de esas sillas vacías. Fui sincera: si lo que buscaban en su vida profesional era ganar dinero estaban en el aula equivocada. En esta profesión no iban a hacerse ricos. Iban a ser más o menos felices según las oportunidades que la vida les fuera poniendo en su camino. Si su vocación era contar historias, ser testigos de la vida, contarla a los demás, conocer a gente de todo tipo, poner voz a los que no la tienen, entonces estaban en el sitio adecuado.

No hay más que entrar en las redes y ver testimonios de chicos y chicas muy jóvenes que cuentan cómo, sin haber cumplido todavía los 30 años, ya ganan una fortuna

Admito que me fui de aquella charla bastante decepcionada: creí que esa generación se estaba equivocando eligiendo su futuro en función del dinero que iba a ganar. Que renunciar a un sueño, a una vocación, a acabar haciendo eso que te gusta únicamente por el salario era mirar a muy corto plazo.

Luego pasaron los años, mis hijos llegaron a ese punto en el que había que elegir qué hacer y empecé a escuchar las opciones que barajaban ellos y las que barajaban y barajan sus amigos. Y confirmé que esto empezaba a ser muy común.

No hay más que entrar en las redes y ver testimonios de chicos y chicas muy jóvenes que cuentan cómo, sin haber cumplido todavía los 30 años, ya ganan una fortuna, tienen casi el futuro solucionado y pueden dedicarse a sus hobbies.

Y pienso que estamos en una realidad paralela. Que esa realidad no existe. Que estamos vendiendo una moto, o una película a los más jóvenes, enorme. Youtubers que viven en casoplones, que se mudan de país para no pagar impuestos, que tienen cochazos. Gente a la que ellos siguen, consumen y admiran.

Y ahí estamos. En dos realidades completamente inconexas entre ellas.

Irreales si me apuran para unos y para otros. Y que, ahora mismo, difícilmente veo cómo conectar.

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