El último baile

Les quedaron muchas cosas pendientes: envejecer juntos, reírse, viajar, enfadarse, pasar tardes enteras uno al lado del otro en silencio, salir a cenar, juntos, con amigos y… bailar, lo que más les gustaba. Él quiso que ese último baile, el que se quedó pendiente después de que a ella la asesinara un chaval de sólo 16 años, lo bailaran ante los ojos de todos los demás. Quiso dedicarle ese último gesto a la mujer de su vida, a Agnes, profesora de español en un instituto de San Juan de Luz.

La imagen de él bailando solo frente a su féretro se ha convertido en una de las imágenes de la semana. Con su abrigo negro desabrochado, los brazos abiertos y danzando con ella, sin que la veamos, pero sintiéndola. Sus amigos enseguida se unen a ese gesto tan hermoso, tan doloroso, tan lleno de amor. Lo hacen en las escalinatas de la Iglesia donde se ha celebrado el funeral, frente al féretro en el que hay una foto de ella sonriente, observando ese último baile. Y con ese gesto, con esa danza, con ese adiós tan delicado, borran el dolor de una muerte injusta, llena de odio, llena de dolor y, desde luego, demasiado prematura. 

No hay gritos de asesino, no hay gestos de desahogo que, quizás, es lo que nos pediría a más de uno viendo el féretro de una mujer joven, a la que un chico ha decidido arrebatarle la vida. Agnes tenía 52 años. No los hay porque aquí la cultura, el silencio, el respeto, se impone a todo lo demás. Lo he contado más de una vez así que, si me repito para usted, pido disculpas de antemano. En los atentados de la Sala Bataclán en París, una de las cosas que más me impactó fue cómo los medios de comunicación trataban el dolor de las familias. Los medios franceses y extranjeros estábamos al día siguiente frente a la puerta de la morgue, donde uno a uno iban pasando para identificar a los suyos. El dolor y el miedo por lo que se había vivido la noche anterior seguía vivo, la herida era inmensa en una ciudad que volvía a ver cómo el terrorismo, el odio, sacudía su esencia, su libertad, su forma de vida, ésa que les lleva a disfrutar de las noches en las terrazas, o en un concierto.

Fue un choque cultural. Y me hizo pensar en todas esas imágenes que nosotros sí grabamos y emitimos de dolor y desgarro de familias rotas por un asesinato, un accidente, una muerte injusta

Las familias entraban rotas a ese edificio pegado a uno de los puentes de la ciudad. Muchos todavía esperaban que no fuera su hermano, su hijo, su novia, la que estuviera allí, que siguiera sin identificar como herido o herida en algún hospital. Nosotros enfocamos a la primera pareja que entró abrazada. Y me percaté de que mis colegas franceses bajaban la cámara, no grababan. Con la siguiente familia que llegó, mismo gesto y aquí nos recriminaron con la mirada que nosotros sí estuviéramos grabando. Me acerqué y pregunté qué pasaba, si tenían identificados a quienes sí eran familiares de las víctimas de los atentados y quiénes no y por eso no grababan. Me dijeron que no: que era un gesto de respeto. “No aportaba nada grabar a una mujer desconsolada, seguramente en el peor momento de su vida”. Informativamente no tenía valor para ellos pero es que, además, querían preservar ese momento de intimidad.

Fue un choque cultural. Y me hizo pensar en todas esas imágenes que nosotros sí grabamos y emitimos de dolor y desgarro de familias rotas por un asesinato, un accidente, una muerte injusta. Sí, vivimos, contamos y gestionamos de forma diferente el dolor y la rabia. Y no sólo en los medios de comunicación, también en la intimidad.

Ese baile frente a un féretro me lo recordó el otro día. Me recordó que la cultura también es esto, saber despedir a quienes más quieres.  

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