El abuelo y el robot

El lunes todo el mundo andaba rezongando. Por fin. Ya era hora. Maldita navidad. P**** fiestas. Tonos chuscos, ánimo quisquilloso y rutina salpicada de exabruptos retroactivos. “¡No ves que ya es pleno enero! ¿Hasta cuándo piensas seguir felicitando el año?”.

Parece que la Navidad, como todo, exige una opinión afilada, una sentencia letal. Si te gusta eres infantil, ñoño, meapilas, consumista… Si no te gusta, tienes el carácter curtido por las puñaladas de la vida y puedes presumir tranquilo.

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O no. La Navidad es solo un paréntesis, vacaciones en invierno, vacaciones con familia. Un paréntesis con excusa (“la familia, ya sabes”) para dejar dentro solo lo que quieres, solo los que quieres.

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Dentro se queda la perra. Sin obligaciones. Recorriendo un Madrid helado en el que ella busca amigos y yo encuentro paz. La cachorrita agradece el tiempo, la entrega, las caminatas. Y luego se enrosca satisfecha.

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Dentro, también, mis sobrinos. Adolescentes llenos de energía, de aplicaciones y de sentido del humor que juegan, chinchan y preguntan a los mayores. “¿Cómo que no veíais la televisión por progres? ¿Qué es eso de ‘ser progres’?”.

La pregunta es lícita y muy difícil de responder. Estos adolescentes viven en presente y construyen su futuro. “Es que éramos progres” es una respuesta que no responde nada y su incomprensión, un baño de realidad.

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Dentro, claro, la única niña de la familia que todavía cree en los Reyes Magos. Cargada con un regalo perverso (un kit para montar y programar un robot), miente descarada a su abuelo: “Los reyes me dejaron una nota. Dicen que lo tengo que montar contigo”. El abuelo cree en su nieta y la niña cree más en su abuelo que en los Reyes, más en su abuelo que en sus padres, más en su abuelo, casi, que en Griezmann, así que el abuelo saca dos destornilladores, unas pilas AAA y se arma de paciencia. El abuelo es terco, la niña cabezota. Una hora después, dentro también, el robot recorre la cocina resignado y yo diría que feliz.

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Mucho más feliz que los robots de Passengers. La peli a la que muchos han censurado porque un hombre despierta a una mujer y la condena a morir en el espacio, por dos razones muy básicas: él se siente solo, ella le gusta. Apenas se oye a quienes matizan que es solo entretenimiento, que está bien hecha. También destrozan Rogue One porque, claman, no está a la altura de las grandes de Star Wars y, sin embargo, se disfruta a tope, hay una gran líder femenina y un buen compañero de acento mexicano (esa diversidad tan rica y, ahora, tan en riesgo). Al otro lado de la puerta, parece que lo inteligente es odiar.

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Pero aún nos quedan dentro los Obama, que ya se han despedido (Yes we can. Yes we did). Y fuera, sea o no sea Navidad, todos los que se creen más listos al destruir. Dentro, quizá porque fueron progres, creemos que la inteligencia es la capacidad de solucionar problemas, de crear vínculos, de construir.

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Pero hay que salir. El viernes ya nadie me felicita el año. Tampoco me echan en cara sus empachos. Es fin de semana y estrenan La La LandLa La Land. Como dice la princesa Leia, ya desde otra vida, al final de Rogue One, como repite siempre Michelle Obama: “HOPE”.

El lunes todo el mundo andaba rezongando. Por fin. Ya era hora. Maldita navidad. P**** fiestas. Tonos chuscos, ánimo quisquilloso y rutina salpicada de exabruptos retroactivos. “¡No ves que ya es pleno enero! ¿Hasta cuándo piensas seguir felicitando el año?”.

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