Desde la casa roja

El sastre que zurció la bandera

Una noche de este invierno hablé con el nieto del hombre que cosió los tres colores de la bandera republicana. Fernando, nieto de Julián Borderas, sastre de Jaca, vive en Vancouver, pero es de México, país al que su abuelo escapó hace ochenta años. No le importa que charlemos. Siento que le apetece hablar de aquello, que tiene ganas de decir cosas de España, de la historia, del hoy y del olvido. Le pregunto a Fernando por el hecho de la bandera tricolor: ¿Se inventó tu abuelo la bandera republicana? Y me dice que seguro no se sabe, que dicen que sí y que dicen que no, que le pudo inspirar una bandera anterior. Pero lo que sí me cuenta es que alguien que llegó en tren desde Madrid muy tarde y prefirió dormir y ver a los rebeldes al día siguiente no dio la orden de aplazar la insurrección tres días y el pueblo del norte declaró la República el primero. Ese alguien fue Santiago Casares Quiroga, que sería presidente del Consejo de Ministros cuando el golpe de Estado del 18 de julio, el mismo hombre que no creyó que la conspiración militar tuviera consecuencias y reaccionó tarde. La bandera ondeó un día y medio, lo mismo que el fallido levantamiento dirigido por los capitanes Fermín Galán y Ángel García. La represión contra ellos fue brutal. Los capitanes fueron fusilados. Y Borderas, en prisión, se salvó porque nunca llegó a celebrarse el juicio contra él.

Pero este hombre no acabó en el exilio por coser la bandera que luego utilizó la Segunda República, encargo que le hizo Galán para tener enseña si hubieran salido sus planes adelante y aquel día de 1930 hubieran acabado con la monarquía de Alfonso XIII. Borderas, nacido en Bescós de Garcipollera, en el primer Pirineo, comenzó a trabajar pronto con un sastre itinerante. Era una persona con ganas de saber que, además, tenía una gran pasión: la lectura. Vivió una época en Madrid y en París aprendiendo el oficio de la costura y para cuando regresó a Jaca en 1923, algunas ideas ya iban en la maleta. Borderas salió de prisión cuando se proclama la República en 1931, y en 1936 se convierte en el primer diputado del PSOE en Huesca. Es entonces cuando Quiroga subestima el golpe de Estado y empieza la guerra, y Borderas es comisario de varias unidades militares. En febrero de 1939, en el Castillo de Figueres, participa en la última sesión que celebraron las Cortes Republicanas en territorio español.

En 1940, el telegrafista de Jaca intercepta un mensaje donde está la orden de apresar a Borderas y, aunque se la juega, le da el aviso. El sastre cruza los Pirineos rumbo a Francia tras la caída de Cataluña. A finales de 1940 es capturado y enviado a un campo de concentración de Agde, de donde escapa y, clandestinamente, toma un barco rumbo a Marsella que naufraga. Vuelve a ser apresado y le mandan a otro campo de concentración en Bou Arfa, Argelia, donde coincide con su consuegro, el otro abuelo de Fernando. El campo no tenía vallas, esperaban que el desierto disuadiera a los prisioneros de sus huidas. Pero Borderas consigue escapar a finales de 1941 y sube al vapor Quanza que atracará en Mérida, Yucatán.

Diez años después, el sastre consigue reunir con él a su mujer y a sus hijos en la Ciudad de México. Es allí donde participa activamente en el aparato del partido socialista y se convierte en uno de los hombres destacados de Indalecio Prieto. Desde allí recaudan fondos que envían para apoyar al partido socialista, entonces en la clandestinidad. Y donde se convierte en el sastre del exilio. Julián cose trajes para personajes de todo tipo, desde Prieto hasta para el cosmonauta ruso Yuri Gagarin. En su casa de México DF recalaron muchos nombres de nuestra historia reciente, como Felipe González, a quien Borderas apoyó durante sus últimos años.

México fue uno de los países que abrió sus brazos a los españoles a partir de 1939. En sus coordenadas se juntaron dos oleadas de emigrantes: una primera, de clase alta y conservadora, que se marchó a finales del XIX a hacer dinero y a la que le fue económicamente muy bien y que tenía un sentimiento patriótico y una identidad cultural muy diferentes a la segunda, formada por esos más de 25.000 españoles que fueron expulsados de un país que se sumía en una época oscura que duraría cerca de cuarenta años. Entre ellas, no hubo apenas relación.

En 1970, más de tres millones y medio de españoles aún residían fuera de España. Muchos no volvieron. Julián nunca regresó, su hijo tampoco. Fernando, que nació en México, sí ha venido varias veces, tal vez su herida pese menos para reconocer los paisajes familiares. Pero el abuelo sastre, que falleció en 1980, no volvió ni con Franco muerto. No quiso. El sentimiento de derrota y pérdida nunca le abandonaron. En casa de Fernando siempre hubo una bandera tricolor guardada, la atesoraba su tía, Doris, también exiliada. Era la bandera de la República en México, país que no reconoció nunca la dictadura de Franco. La misma bandera que cubrió, uno a uno, a todos aquellos que terminaron su vida fuera del país donde nacieron.

Lázaro Cárdenas, presidente de México entonces, creyó que los refugiados españoles podían enriquecer el país, podían aportar algo bueno. Por ejemplo, se acababan de crear muchas facultades y había miles de plazas de profesor para cubrir. A aquellos barcos, Sinaia, Mexique, Ipanema, pero también a los que partieron rumbo a Francia, Bélgica, Reino Unido, Rusia, sí los dejaron amarrar en sus puertos. Se abrieron las puertas y las calles para que continuaran sus vidas. De vez en cuando, recordemos que este país nuestro también está formado por los pequeños fragmentos y vidas repartidas en aquella diáspora. Construido afuera de sus fronteras por todos aquellos que no volvieron nunca. Y algunos no es que no quisieran, es que no pudieron. A nuestros abuelos, muchos de ellos entonces niños, sí les dejaron pisar tierra. Este año se cumplen ochenta años del comienzo del exilio republicano. Esta es solamente una de sus historias.

Hagamos memoria.

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