El Estado es la cuestión Luis García Montero
¿Firmará el PP el armisticio cultural?
Como por sorpresa, en las dos últimas semanas y, según se nos ha contado, a partir de una encuesta encargada por el propio partido, el PP ha empezado a plantear propuestas específicas en materia de conciliación y empleo (semanas laborales de cuatro días… ) y de vivienda. Fijar en la agenda unos temas a costa de otros (la Amnistía, el indefinido “cupo” catalán, la esposa del presidente del Gobierno, la inmigración, por ejemplo) es una decisión crucial en la confrontación política. Seguramente la más relevante competencia que tiene un partido o un líder consiste en escoger los temas sobre los que cree que ha de hablarse, los desafíos nacionales que deben priorizarse.
Esperanza Aguirre, eterna luminaria moral del ala más conservadora del PP, advirtió de inmediato del error, “grandísimo, enorme error”, en que incurría Feijóo por “defender las ideas de la izquierda”. Para Aguirre, como para los más recalcitrantes halcones del PP concomitante con Vox, lo que hay que dar aquí es la “batalla cultural”.
¿Pero qué es la batalla cultural? ¿De qué hablan?
Aunque fuera bautizada como tal (Kulturkampf) en la Prusia de Bismark a partir de 1871 para definir el enfrentamiento entre el Gobierno liberal con la Iglesia Católica, el concepto se popularizó con el libro Culture Wars (1991), del sociólogo estadounidense James Davison Hunter.
Bajo la idea de la batalla o la guerra cultural subyace una lucha por la hegemonía de un relato nítido que hoy se extiende con éxito por buena parte del mundo: hay una moral superior a las demás, de inspiración y origen judeocristianos, que fomenta el individualismo y la resistencia ante la intromisión de las burocracias gubernamentales. Si se respeta la libertad del individuo hasta sus últimas consecuencias, entonces una mano invisible llamada mercado regulará milagrosamente las relaciones económicas y habrá equilibrio entre la oferta y la demanda. Esa cultura debe ser protegida de sus enemigos. De culturas contaminantes de segundo nivel, como el Islam. De pulsiones disgregadoras de la familia y los valores tradicionales, como las que proceden de las minorías sexuales o los relativistas morales, los ateos o los nihilistas, representantes de la “cultura de la muerte” (aborto y eutanasia son sus controversias paradigmáticas). O de la búsqueda maligna de la “justicia social”, que es una quimera que solo esconde bajo la piel de oveja al lobo del “social-comunismo”.
La ultraderecha mundial triunfa sólo cuando presenta con toda su violencia el relato de la amenaza exterior
El ultraconservadurismo, que prefiere autodenominase “liberal”, es en realidad una amalgama de libertarismo (la defensa del individualismo máximo), superstición religiosa, prepotencia moral y avaricia económica. Y la guerra cultural que plantea es una reacción virulenta ante la hegemonía mundial, mantenida desde la II Guerra Mundial, de la narrativa socialdemócrata según la cual vivimos en comunidad, y el Estado debe garantizar que esa libertad sea efectiva para el mayor número, por lo que es necesario acompañarla de igualdad de oportunidades. No se es libre si no se puede ejercer la libertad, por mucho que ésta se proclame y se plasme en las leyes. No es desde luego libre la joven que es obligada a ser madre contra su voluntad, o la que no tiene recursos para ir a la Universidad o para curar sus enfermedades o emanciparse de sus padres.
Los ultraconservadores han situado al globalismo “buenista”, a la Agenda 20/30 de Naciones Unidas, a esos mastodontes burocráticos multilaterales, en la diana de sus miedos. Lo que subyace en la actitud ultraconservadora es un miedo a la extinción. Muchos ciudadanos de bien se sienten cómodos ante la llamada identitaria, sobre todo en tiempos de angustia e incertidumbre como los actuales. Además, gustan del estilo valiente, rebelde y lenguaraz de sus líderes, que vendrían a ser los nuevos revolucionarios, los nuevos representantes del pueblo virtuoso frente a la élite corrompida. La nación soberana que cierra sus fronteras a la contaminación exterior es el nuevo refugio del ciudadano miedoso, que se vuelve patriotero, individualista y agresivo frente al distinto.
Para el ala más recalcitrante del PP, ponerse a hablar de vivienda o de jornada laboral es una renuncia inaceptable a la guerra cultural, y darse por vencido en esa guerra es un gran error. Es comprar la agenda de la izquierda. Yo entiendo a Esperanza Aguirre cuando lo advierte. En efecto, la ultraderecha mundial triunfa sólo cuando presenta con toda su violencia el relato de la amenaza exterior. Cuando hace creer a los ciudadanos que el extranjero es un peligro, que nos roba, que las ayudas públicas promueven la pereza, que la iniciativa privada funciona siempre mejor que la pública, que el Estado, con todo su andamiaje administrativo, es enemigo de la nación que no es más que la suma de sus individuos.
Entiendo a Esperanza Aguirre. Ella está llamando a su partido a competir por la derecha, a acercarse en el estilo y las propuestas a Vox y a Trump y a Milei. Yo no he visto esa encuesta, pero la imagino. Debe decir que la ciudadanía lo que pide son soluciones para las cosas de comer. Y por eso Feijóo debe andar batiéndose entre la llamada racional a atender a esas necesidades y plantear alternativas concretas, y la llamada a esa guerra cultural mucho más simbólica e identitaria de “Dios, patria y orden”. Lo va a tener difícil para atender a ambas apelaciones a la vez.
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