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La historia rima

¿Y qué me dice usted del anticlericalismo?

Julián Casanova

Tras la sublevación militar de 1936 hubo una auténtica matanza de eclesiásticos. Pero la conmoción por ese anticlericalismo tapó el exterminio en nombre de la religión católica, algo que la Iglesia nunca ha condenado.

No hay en la actualidad ningún historiador académico especialista en ese período, reconocido en la historiografía española o internacional, que silencie esa violencia anticlerical y pueda eludir su análisis e interpretación. Yo lo comencé a hacer desde 1983, desde mi tesis doctoral sobre anarquismo publicada dos años después por Siglo XXI. Le he dedicado decenas de páginas, en varios idiomas. Pero cuando tengo que escribir y hablar de Franco, algo muy normal en un país en el que la dictadura que salió de un golpe de Estado y de una guerra civil duró cuatro décadas, siempre aparece la misma objeción, de opinadores y aficionados a la historia: “¿Y el anticlericalismo, y la quema de iglesias, y la matanza del clero?”.

La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la gran batalla que se libró en España desde julio de 1936 hasta abril de 1939. Mientras que la religión fue desde el principio un elemento útil y positivo, el vínculo perfecto para todos los que lucharon en el bando franquista, el anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó beneficio alguno a la causa republicana. El incendio de iglesias y el asesinato del clero fueron narrados y difundidos, en España y en el extranjero, con todo lujo de detalles, constituyendo el símbolo por excelencia del “terror rojo”.

El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y destructor. No hay que dar muchas vueltas para hacer balance: más de 6.800 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de restos óseos de frailes y monjas.

A la República se la señaló, y todavía se la señala, como la principal causante e instigadora de esa violencia. Los historiadores liberales y de izquierdas encontraron siempre muchos problemas en explicarla. La sombra de esa persecución se alarga hasta hoy, en las discusiones acerca de la Ley de Memoria Histórica, en el culto a los “mártires de la fe”, en las ceremonias de beatificación, y hasta en la exhumación de Franco.

¿Qué ocurrió? ¿Por qué, en el verano de 1936, se pasó de la agresividad verbal y de las actitudes ofensivas, muy presentes en el anticlericalismo español, al asesinato, una barrera que antes del golpe militar sólo había sido franqueada en la revolución de octubre de 1934 en Asturias? ¿Por qué, más de ochenta años después, sigue tan presente en el debate político?

Es verdad que sin la sublevación militar de julio de 1936, que atacó la legitimidad republicana y privó al Estado del control de los mecanismos de orden, esa explosión de violencia nunca hubiera podido producirse. Es verdad también que muchos eclesiásticos, y entre ellos algunos obispos, pudieron salvar sus vidas, sobre todo en Cataluña, por la intervención de algunas autoridades republicanas. Pero por muy tranquilizador que eso resulte, no cambia la historia. Lo que se hizo con el clero en el verano de 1936 era, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos republicanos y militantes obreros, anarquistas y socialistas, situaron a la Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso, un honor que en la retórica revolucionaria obrera estaba reservado hasta ese momento al capital y al Estado. Todos prometieron que la revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, “la tea purificadora” para los edificios religiosos y los “parásitos” de sotana. Y cuando llegó la hora de la verdad, lo pusieron en práctica.

Toda esa violencia no representaba tanto un ataque a la religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos y enfrentada a la República desde el mismo día de su proclamación. Y no es que la mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados fueran ricos, que no lo eran, y no era eso lo que importaba. De acuerdo con la propaganda republicana y obrera, predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza, hablaban del cielo y en la práctica sólo se preocupaban por los valores mundanos. Era una crítica cargada de simbolismo, ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos, resulta muy difícil explicar el trasfondo de aquella matanza, por más que el conflicto de clase y la religión fueran desde el principio inseparablemente unidos en aquella guerra de tres años.

La persecución anticlerical convirtió a la Iglesia en víctima, la contagió de ese desprecio a los derechos humanos y del culto a la violencia que desencadenó el golpe de Estado y malogró cualquier atisbo de entendimiento entre los católicos más moderados y la República. El anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Después de la guerra, las iglesias y las tierras españolas se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los “caídos por Dios y la Patria”, mientras se pasaba un tupido velo por la represión que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio en nombre de la religión católica y sentó la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria.

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Ya lo había dicho Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza, a comienzos de agosto de 1936: "La violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión". El hecho de que esa violencia se ejecutara en nombre de valores tan superiores como la Patria y la Religión, con mayúsculas, facilitaba mucho las cosas, comparada con esa otra violencia "en servicio de la anarquía". Además, si lo que se defendía resultaba tan importante y decisivo como la supervivencia de la Iglesia, de la sociedad perfecta, de la institución representante de Dios en la tierra, el derramamiento de sangre de los "sin Dios", de los "hijos de Caín", era justo y legítimo, consecuencia de una "guerra santa de reconquista espiritual" que exigía ese baño de sangre para arrancar de raíz lo imperfecto.

Es la diferencia entre el Valle de los Caídos, un lugar grandioso para “desafiar al tiempo y al olvido”, homenaje al “sacrificio de los héroes y mártires de la Cruzada", y las decenas de miles de republicanos, asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas, abandonados por sus asesinos en las tapias de los cementerios, en ríos, en pozos y minas, o enterradas en fosas comunes.

Sacar a Franco del Valle de los Caídos es el fin de una parte de la historia que comenzó en julio de 1936, en la era de los fascismos, y que ha continuado hasta bien entrado el siglo XXI. Esa historia no está cerrada para miles de familias de todos esos desaparecidos que nunca han encontrado en la democracia políticas de retribución. Mientras dure ese desequilibrio de recuerdos y lugares de memoria, el pasado seguirá abierto.

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