IDEAS PROPIAS

El miedo o por qué hay que conmemorar la muerte de Franco

Rondaba la treintena cuando se produjo el golpe de Estado. Ese mismo año, había comenzado a trabajar como peón de brigada en construcciones y conservación en Telefónica. Lo había metido uno de sus hermanos, que llevaba más tiempo en la compañía, y su trabajo consistía en tirar el cable entre los postes de la luz para posibilitar que hubiera línea de teléfono. Cuando empezó, se afilió a UGT —como hacían todos sus compañeros—, aunque rara era la vez que en su casa la política era un tema de conversación. No sabían y tampoco querían. Bastante tenían con pensar lo que se iban a echar al estómago cada día, sobre todo teniendo en cuenta que eran ocho bocas que alimentar. 

Tras la guerra civil, y con Franco ya convertido en el dictador que manejaría España con mano de hierro durante los siguientes casi cuarenta años, Telefónica lo despidió, como hizo con otros tantos trabajadores. Para justificar que lo ponían de patitas en la calle, lo acusaron de contribuir al estado de subversión tras el levantamiento militar, de manifestar su ideología izquierdista, de efectuar propaganda marxista, enrolarse voluntariamente en las milicias de Telefónica y de exhibir armas durante la guerra. Unos cargos (pueden ver más abajo el documento) con los que prácticamente convertían en un cabecilla revolucionario a un hombre que apenas tenía conciencia política y que mucho menos había portado un fusil o algo que se le pareciera en la vida. 

Trató de demostrar que las acusaciones eran falsas —así está reflejado en sus alegaciones— pero fue en vano y en plena posguerra tuvo que hacer eso que ahora llaman reinventarse y que hace medio siglo sonaba mucho menos romántico. No le quedó otra que ponerse a trabajar en el campo o en lo que saliera. Porque ocho bocas que alimentar son muchas bocas a las que librar de la terrible hambruna que vivió la población durante aquellos años. Murió antes de ver que, gracias a la amnistía del 77, su viuda pudo cobrar la pensión que le correspondía por el trabajo que él realizó en Telefónica. 

La historia que han leído en los párrafos anteriores es la de mi bisabuelo, pero podría ser la de muchos otros a los que dieron la patada para recolocar a los afines al régimen. Él se llamaba Francisco Ramírez y hasta hace unos años no descubrimos las mentiras que usaron para echarlo. “Antes no se hablaba de esto, había mucho miedo”, nos dijo mi abuela en su momento. 

Fue el pasado mes de diciembre cuando el Gobierno anunció que 2025 sería el año de conmemoración de los 50 años de España en libertad, tomando como fecha de partida la muerte (sí, en la cama y rodeado de los suyos) del dictador Francisco Franco. Desde ese momento, las derechas —políticas y mediáticas— se han negado a participar en los actos y se han dedicado a ridiculizar y menospreciar la iniciativa. 

Ayuso, en su habitual tono incendiario, aseguró que Sánchez había enloquecido y lo acusó de querer quemar las calles. A Feijóo primero le dio pereza y luego contraprogramó el primero de los actos con una visita a los afectados por la dana en Valencia junto a Carlos Mazón, el 'noqueado' president de la Generalitat que se niega a revelar lo que hizo durante las cinco horas en las que estuvo ilocalizable el día de la tragedia. Vox, usando la brocha fina, acusó al Gobierno directamente de necrofilia. 

Parece evidente que el PP debería revisar la ‘peculiar’ relación que mantiene con la dictadura, y no sólo por sus pactos con la ultraderecha, con los que ha derogado —o tratado de derogar— leyes de memoria histórica o aprobado otras que no condenan el franquismo o equiparan a todas las víctimas por igual. Su ambigua postura viene de lejos. Fue Mariano Rajoy el que en 2015 presumió de haber destinado “cero euros” de sus presupuestos a financiar las exhumaciones de fosas comunes y otras medidas de la norma aprobada por el Gobierno de Zapatero en 2007. 

El PP debería revisar la ‘peculiar’ relación que mantiene con la dictadura, y no sólo por sus pactos con la ultraderecha, con los que ha derogado leyes de memoria histórica o aprobado otras que no condenan el franquismo

Sobra decir que también sería buen momento para que la Casa Real revisase la suya, sobre todo después de que algunos medios publicaran que el rey omitió un párrafo en el discurso de Pascua en el que calificaba de época oscura la dictadura franquista. Claro que, por pedir, no estaría de más que, como reclama Podemos, se celebrara un referéndum sobre la monarquía para que el pueblo decida qué jefatura de Estado prefiere tener

No olvidemos lo importante que es recordar el pasado, porque sin él no hay presente. Tampoco futuro. Saber de dónde venimos para tener claro quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser. Y aunque resulte una obviedad, las cifras alertan de que los mensajes negacionistas calan: uno de cada cuatro hombres de entre 18 y 34 años se considera escéptico con la democracia. Escéptico, según la RAE, significa que no cree. Casi el 26% de los varones entre la mayoría de edad y los 26 años cree que el autoritarismo es preferible, en determinadas circunstancias, a un sistema democrático. El autoritarismo, dice la Academia, es un régimen político caracterizado por el exceso o abuso de autoridad.

Poco ayuda que hace tan sólo unas semanas un diputado de Vox hiciera apología del franquismo en el Congreso de los Diputados asegurando que fue una etapa de reconstrucción, progreso y reconciliación. Una época que los jóvenes, afirmó, estaban descubriendo gracias a las redes sociales. Esas que están en manos de multimillonarios ultras que se han convertido en máquinas de fabricar y difundir fake news.

Cuando mi familia supo los motivos por los que despidieron a mi bisabuelo habían pasado 60 años. "Antes no se hablaba de esto, había mucho miedo", dijo mi abuela. Recordemos siempre la historia porque eso nos hará conscientes de los errores pasados.

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