En contra de lo que dictaban la probabilidad y el sentido común, el país que tenemos después del verano no es el de antes y el periodismo debe dar cuenta
Friedrich Leopold Goltz (Poznan, 1834 - Estrasburgo, 1902) fue un fisiólogo alemán cuyas investigaciones se centraron en las funciones cerebrales, para lo que realizó diversos experimentos con animales consistentes en estudiar sus funciones tras la extracción de partes de su cerebro. Aunque sus principales trabajos los realizó con perros, también practicó diversas intervenciones en otro tipo de especímenes. Como las ranas. De uno de ellos procede la conocida como “parábola de la rana hervida”, a pesar de que fue el autor de autoayuda francosuizo Olivier Clerc el que la hizo más famosa, con su libro La rana que no sabía que estaba hervida… Y otras lecciones de vida (2005). La fábula se resume en que una rana arrojada sobre agua hirviendo saltará para salvar su vida, pero introducida en agua tibia que se va calentando, morirá cocida antes de escapar.
Lo cierto es que el experimento de Goltz, realizado en 1869, incluía una rana decorticada, es decir a la que previamente le había extirpado partes del cerebro, para averiguar si las funciones de percepción de la temperatura se alojaban en algún lugar específico. Esa amputación previa desmiente la categorización de la parábola como experiencia probada y, de hecho, experimentos posteriores han demostrado que las ranas sí reaccionan al calor gradual si tienen posibilidad de escapar. Es decir, la parábola es falsa como descripción zoológica, pero sigue funcionando como metáfora hasta el punto de que hoy es sobre todo una alegoría antropológica: la rana no describe cómo se comporta un batracio, sino cómo tendemos los humanos a acostumbrarnos a procesos graduales de degradación hasta que es demasiado tarde.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la idea ya circulaba en libros de divulgación, con moraleja moral o social, y en los años 70 y 80 del pasado siglo se popularizó en manuales de autoayuda y management, de los que seguramente la tomó Olivier Clerc para su propio bestseller. En política, se hizo muy conocida a partir de los años 90, usada como advertencia sobre los peligros de la normalización del mal y de dos asuntos que nos han alcanzado con toda su potencia destructora en este verano: la erosión democrática y la degradación ambiental. Noam Chomsky es el autor político que más habitualmente ha usado la metáfora de la rana para analizar los procesos de empobrecimiento democrático, y fue el exvicepresidente Al Gore el que la empleó en el documental Una verdad incómoda (2006) para hablar de cambio climático.
La historiografía clásica nos había educado en una emocionante concepción discontinua de la historia humana en la que determinados hitos –la escritura, la imprenta, la revolución francesa, la máquina de vapor, Hiroshima…– catalizaban las grandes mutaciones de las sociedades humanas y por tanto los cambios de época. La hipótesis de la rana apunta en la dirección contraria y ahí concentra su amonestación: las grandes transformaciones no son súbitas, aun las más radicales, sino paulatinas y eso dificulta la capacidad de reacción y control sobre la dirección que toman esos procesos.
Este salto de la amenaza virtual al ataque real marca un umbral en la seguridad de la prensa y, con ella, en la calidad de nuestra democracia
Sabemos que los cambios de magnitud a veces comportan cambios de categoría, pero no es sencillo identificar el momento en que un suceso inesperado está anunciando que habitamos ya un mundo diferente. Sobre todo porque, al igual que el glacis que se abre entre lo urbano y lo rural está lleno de lo que conocemos como no-lugares, enclaves que se niegan a sí mismos función o identidad, el tránsito entre épocas está igualmente habitado por un no-tiempo, meses o años informes y ambiguos que se resisten a ser definidos. Mirando a Estados Unidos, no es difícil apreciar que el país ya ha dejado atrás su bicentenaria tradición liberal y habita hoy un abismo posdemocrático de dudoso desenlace y más dudosa reversibilidad. Y en esa senda histórica en la que está inmerso Occidente, de idéntico sentido en todas partes pero de diferentes tiempos y características, España ha dado en el último año pasos determinantes hacia el fin de los consensos democráticos. Llegamos a ellos los últimos de nuestra región del mundo, más de tres décadas después que el resto, pero parece que nos iremos cuando todos los demás.
Mientras muchos de ustedes pisaban arena húmeda y dejaban que los días enroscaran su galbana en las patas de las sillas de los chiringuitos, los sucesos de Torre Pacheco y Jumilla, los incendios de la Ruta de la Plata y la omertá en torno a la cooptación del Ministerio de Hacienda en los años de Cristóbal Montoro, abonaban el terreno a la hegemonización de la Ilustración oscura, el triunfo cultural de la Internacional reaccionaria, que esta misma semana emitía dos señales inequívocas del momento ufano en el que se enclava: la agresión de tres activistas digitales neonazis contra un periodista en la puerta de su casa, y la llamada a la acción violenta de Santiago Abascal, líder de Vox, contra la ONG de rescate marítimo Open Arms.
El periodismo debe detenerse aquí porque, como los grados del agua, no es lo mismo decir que “un grupo de tres jóvenes neonazis acude al domicilio de un periodista a intentar agredirlo” a contar que, “por primera vez desde el terrorismo de ultraderecha de la Transición, tres militantes neonazis han intentado agredir a un periodista en su propio domicilio, grabando y difundiendo la acción como propaganda”. De los insultos en redes sociales a las campañas de acoso digital, y de estas a la violencia física, irrumpiendo en la vida privada de un informador, esa es la espiral descendente de la escalera. Este salto de la amenaza virtual al ataque real marca un umbral en la seguridad de la prensa y, con ella, en la calidad de nuestra democracia.
Podemos contar que “Santiago Abascal ha calificado al Open Arms de ‘barco de negreros’ y ha dicho que ‘habría que hundirlo’ y que no es la primera vez que el líder de Vox carga contra las ONG de rescate en el Mediterráneo, a las que acusa de favorecer la inmigración irregular”, o podemos contar que “por primera vez en democracia, un líder parlamentario ha pedido hundir un barco civil de rescate, calificándolo de ‘barco de negreros’, con una declaración que no es un insulto sino una incitación directa a la violencia contra una organización humanitaria y contra las personas que salvan vidas en el Mediterráneo”.
A la pulsión cronista, limitada a engarzar las cuentas del rosario de los hechos, el oficio debe saber cuándo incorporar el marco de una redacción interpretativa que identifique y señalice los umbrales, de modo que estas dos informaciones simultáneas revelen su vínculo profundo: una llamada a la acción violenta por parte de un líder político y el resultado de esa llamada a la acción en los activistas de su causa. Ambas son violencias, una verbal, simbólica, pero con capacidad de legitimar la otra, la física, de modo que el hilván que las cose es perentorio.
Es un escenario nuevo. Lo de menos es si este hito es más relevante o menos que otros anteriores, como las semanas de acampada franquista a las puertas del domicilio particular de un vicepresidente y una ministra del gobierno legítimo, con las FCSE acampadas también, pero en la inacción. O cuando el expresidente del Gobierno José María Aznar dio por amortizada la oposición política de las derechas y tocó a rebato para dar inicio a la insurrección del Estado contra la democracia sin que se abriera un proceso por sedición.
Ante la certeza de que, empezase cuando empezase, este septiembre de 2025 ya no estamos en la etapa histórica del liberalismo democrático como forma política hegemónica del Estado español, el desafío para el periodismo es dar con la gramática que corresponde a la época, cuál es la forma de evitar el milenarismo redentorista de vagabundo con campana y cartel de cartón, y a la vez deshacerse de la circunspección gélida de dar simple fe de cosas que ocurren y no deberían ocurrir, como hicieron hace un siglo todos los Unamunos del mundo, desde sus cómodas y aristocráticas cátedras, ante la llegada de lo inefable.
Somos la rana literal y figurada, porque al lado de la violencia verbal y física del neofascismo, al lado de los atropellos del nuevo feudalismo digital mundial, el mundo hierve en temperaturas nunca vistas que hacen arder bosques y vidas en beneficio político, paradójicamente, de los que siempre han negado que el mundo pudiera arder, grandes usufructuarios de que el clima los desmienta a ellos y nos mate, bajo el barro o las llamas, a todos los demás.
A pesar de los predicadores estilitas, que en este oficio los hay, no hay una respuesta clara, más allá de afirmar honestamente que ya no vivimos en aquella época que conocimos. Que este septiembre no podemos devolverles el mundo que nos dejaron antes de irse, a pesar de habérselo prometido. Hay quien dice que la única mirada correcta para entender que la magnitud se ha convertido en categoría es la perspectiva histórica, la hemeroteca, la confrontación acusatoria entre el hoy que normaliza el hundimiento de barcos civiles y el ayer que no toleraba el enaltecimiento del terrorismo.
De ser así, el periodismo está obligado a proponer un arco histórico nuevo y comprensible en este final del verano, obligado a ser la desvencijada Estatua de la Libertad donde acaba la playa. Bienvenidos a septiembre. Esto es el mañana.
En contra de lo que dictaban la probabilidad y el sentido común, el país que tenemos después del verano no es el de antes y el periodismo debe dar cuenta