El jefe de la derecha es un cero a la izquierda

Llegan otras elecciones, algo que es siempre una fiesta de la convivencia, y las y los candidatos buscan votos, decimos, los piden, tratan de ganarse colectivos y sectores determinados de la sociedad… Pero aquí lo que suma es la cantidad, no la calidad, y la lucha por el poder es tan poco dada a los remilgos que quienes aspiran a él, por lo general, no se andan con discriminaciones, más bien al contrario, no le hacen ascos a ninguna papeleta, llegue de donde llegue. En cierto sentido, la famosa pelea por el centro, que como todo el mundo sabe no existe, es un modo suave de declararse equidistantes, de proclamar que aceptan lo que venga de la izquierda y lo que venga de la derecha, por muy alejadas que estén en realidad unas posiciones de las otras. La política es jugar a la vez con dos barajas.

Hay, sin embargo, una pregunta que no se hace y, sin embargo, tiene su importancia: ¿Que todos los votos cuenten significa que todos son igual de admisibles? En España tenemos esa discusión a menudo, lo que pasa es que cada uno ve nada más que lo ajeno, reprocha al adversario que haya pactado con tal o cual formación, pero hace lo mismo en cuanto tiene oportunidad de llevarse el gato al agua y hacerse con la vara de mando o las llaves del palacio gubernamental. El Partido Popular, por ejemplo, se rasga las vestiduras ante los acuerdos de legislatura que pueda hacer el PSOE con grupos a los que ellos descalifican por su tendencia independentista o su pasado cercano a la violencia, pero lo hace al tiempo que va de la mano de una ultraderecha terrible que defiende un modelo involucionista. La lectura oficial del asunto es que en la formación de la calle de Génova no manda el jefe, sino su subordinada, muy cercana a los postulados de Vox en muchas cosas esenciales y, en cualquier caso, dispuesta a la guerra porque cree que el guirigay es su territorio. La cacareada moderación de Feijóo ya no se la cree nadie: o no lo era, o es un cero a la izquierda. Va ganando, y por goleada, la segunda opción.

No hay más que ver cómo bailaban una y el otro en la fiesta del fin de semana, cuando salió a tocar un grupo salsero: ni punto de comparación, ella movía el esqueleto como Dios manda y él estaba más perdido que un pulpo en un garaje: soso total. Pero lo mejor fue la aparición de una pastora evangélica que se puso a hablar de diablos y endemoniados, de la sombra de Satanás y exorcismos. El espectáculo fue de película, aunque no se sabe si de miedo, de risa o de las dos cosas. La red está llena de otras intervenciones sanadoras de esa mujer, imposiciones de manos, fieles que se desmayan, sermones encendidos y fieles con los ojos en blanco. Para un país constitucionalmente aconfesional, no está mal la cosa.

Núñez Feijóo no le hace ascos a nada, ni siquiera se sabe ya si toda su imagen era inventada, si alguna vez fue la persona que se nos vendía, el estadista sereno, equilibrado, distante de los extremismos de una parte de su partido

La explicación a esa mezcla de mitin y misa, de lo ideológico y lo paranormal, es la de siempre: tratan de captar a esos seguidores y que los avalen en las urnas. Aquí sirve todo, quizá porque, al final, es irrelevante, tampoco piensan cumplir lo que prometan y en el mundo de los embaucadores lo que importa es lo que se consigue, no a quiénes se engaña para lograrlo. Feijóo, eso sí, no sabe irse de marcha, pero irse de viaje a Europa para hablar allí mal de España, todas las veces que haga falta; o dibujar una imagen apocalíptica y falsa de la situación actual de nuestro país y poner palos en las ruedas que dificulten la entrega de más fondos de ayuda, tan necesarios, tan justos tras el esfuerzo que hemos hecho para salir de las arenas movedizas de la pandemia. La cuestión es qué harían con ellos si los pusiesen en sus manos, pero eso se responde solo: lo de siempre, derivarlos a empresas privadas, como hace Juanma Moreno con la sanidad de Andalucía o la propia Ayuso con la de Madrid, porque el negocio es lo primero y quien siembra adjudicaciones recoge donaciones, que luego vienen muy bien a la hora de financiarse: tú pones la licencia para la explotación de un hospital o la construcción de una infraestructura y te quedan muy agradecidos, en deuda, hoy por ti y mañana por mí, que además somos los mismos en diferentes versiones.

Núñez Feijóo no le hace ascos a nada, ni siquiera se sabe ya si toda su imagen era inventada, si alguna vez fue la persona que se nos vendía, el estadista sereno, equilibrado, distante de los extremismos de una parte de su partido. O no lo era o ha dejado de serlo, y lo que ahora es resulta preocupante, dada la alternativa que asoma por el horizonte, que es el ala dura de los suyos, amoral como mínimo, ruidosa pero vacía, dada al trapicheo y la compra-venta, populista sin complejos, carente de límites morales, desastrosa en la gestión, sospechosa de actos que acabaron en tragedia y, ante todo, capaz de lo que sea, absolutamente de lo que sea, para no perder ese poder que le ha llovido del cielo, aunque para que no se lo quiten haya que propagar casa por casa las llamas de ese infierno del que hablaba la oradora que el otro día subieron al escenario.

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