Prefiero tener razón solo que equivocarme con el partido

Lo estamos viendo con la invasión de Ucrania: la guerra crea más guerra, Europa se rearma, incluso países que lo hacían con pies de plomo como Alemania; la OTAN, en lugar de resquebrajarse, se fortalece y multiplica; los nostálgicos de la Unión Soviética asoman la oreja y dejan caer que el próximo objetivo será Polonia; Rusia amenaza a Finlandia; la guerra fría vuelve a tensar el cable que va de Washington a Moscú; y los dos gatos de China, el negro y el blanco, se relamen mirando a Taiwán. Todo ello deja claro que Vladimir Putin se ha equivocado, que nada de lo que creía que iba a pasar ha ocurrido, su estrategia ha resultado catastrófica y su país estará peor, en todos los sentidos, después de este conflicto que antes, lo cual no parece que le fuera a importar gran cosa si no fuese porque también sus oligarcas van a verse perjudicados.

Pero además de lamentar la tragedia, que es de proporciones apocalípticas, la invasión debería servirnos como aviso de que la violencia es contagiosa, tanto la física como la verbal. Eso que, en clave nacional, llamamos crispación es una epidemia, salta de orador en orador y de partido en partido, ha contaminado tanto las tribunas como las tertulias, ha dado lugar a una lucha de trincheras en la que se enfrentan bandos que no se escuchan, que prefieren el combate al debate, entre otras cosas porque se sostiene que las audiencias suben en proporción a la algarabía, lo cual resulta alarmante: ¿cuanto menos se les entiende, más les gusta escucharlos? Raro no, lo siguiente.

Basta con que enfaticen o levanten el tono para que el aplauso surja y, algo menos espontáneo que el aplauso, que es la defensa encendida de sus partidarios, también

La política, de hecho, ya tiene verdaderos profesionales del escándalo, cargos públicos, a veces del mayor nivel, convencidos de que la riña permanente los beneficia, el guirigay los hace ser jaleados, la confrontación diaria les saca filo a ellas o ellos y erosiona al adversario. A veces, sus declaraciones tienen un punto estrafalario, cuando salen por peteneras ante una pregunta de los medios de comunicacíón, sueltan barbaridades sin venir a cuento o le echan la culpa de todo al rival, tenga o no tenga vela en el entierro por el que les preguntan. Basta con que enfaticen o levanten el tono para que el aplauso surja y, algo menos espontáneo que el aplauso, que es la defensa encendida de sus partidarios, también. El caso, por ejemplo, de la presidenta de la Comunidad de Madrid es sobresaliente: cuantos más escándalos la acechan, mejor le va en los sondeos. No es la única, desde luego.

No sé bien si será verdad que han muerto las ideologías, pero resulta claro que el desprestigio de la política es notable, quién sabe si como resultado de la idea de que todos son iguales y, en consecuencia, prefiero votar a los míos, a aquellos con los que mis ideas sintonizan mejor. La excepción a eso se ve, a veces, en las administraciones locales, donde las y los vecinos aún miran más lo que se ha hecho que lo que se promete o se justifica no haber llevado a cabo, pero se pide que no se tenga en cuenta en base a una mal entendida lealtad al partido. Tal vez porque en una ciudad más pequeña o un pueblo la convivencia es más cercana, los efectos de cada decisión más inmediatos y la vigilancia más estrecha. Cuando la ultraderecha fue a Ceuta y Melilla a agitar una aguas que sus habitantes mantienen en calma, más que nada se rieron de ellos, los secundaron cuatro gatos y el resto les dio la espalda. Tienen que sembrar vientos para que se muevan las banderas, no es más que eso.

El problema es que la supuesta derecha moderada o con aires de centro, al menos según su propio discurso, que pretende representar el PP, no tendrá la más mínima credibilidad mientras esté en manos de un socio sin el que no tendría ningún espacio de poder relevante en la España actual. Son dignos de una película de parque jurásico los sapos gigantes que se tiene que tragar el presidente de Castilla y León con su segundo de a bordo, que lanza sandeces fascistas cada vez que le acercan un micrófono, además expresadas con una torpeza de orador mediocre, y debería hacerle pensar a su superior: ¿de verdad merece la pena esto? “Prefiero tener razón solo que equivocarme con el partido” , le dijo el cantante y actor Yves Montand a un hermano suyo que le afeaba no comulgar con las doctrinas oficiales del comunismo, tal y como cuenta el escritor Patrick Rotman en su libro Ivo y Jorge. Ojalá cundiera el ejemplo. Porque lo contrario, defender a capa y espada lo indefendible cuando lo hacen los propios y desprestigiar sea lo que sea que hagan los ajenos no conduce más que a hacer aún más grandes los conflictos, menos seguros los puentes. Una guerra también es un espejo.

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