Cada vez somos más tontos

En un país donde la política o se va por los cerros de Úbeda o a la guerra; en el que la descalificación y las maneras barriobajeras están a la orden del día, a la cultura nunca se la trata como se merece o se la pone en primer plano y el grito, que es la metralla de las discusiones, ocupa el lugar que debería ser de los argumentos, que José Guirao llegase a ministro, aparte de sus otros cargos en el museo Reina Sofía o La Casa Encendida, es una hermosa excepción que no debe pasarse por alto ahora que su vida ha acabado de forma tan prematura, a los sesenta y cuatro años. Con más gente de su talante, su cortesía y su inteligencia, este mundo sería mejor.

Por desgracia, no abunda la gente de su clase en el territorio del poder y las tareas de gobierno, donde no sólo tendrían que dirimirse las batallas de la economía y la ideología, sino también las de la razón, la ética y, una vez más, la cultura, que es junto con el turismo nuestra otra mina de oro. O, al menos, debería serlo. Nuestro patrimonio, nuestras artes y nuestra literatura son un tesoro, pero no hay el interés que debiera existir en desenterrarlo, o se hace por lo general a medias o por cumplir con el expediente. En España sobra talento y faltan las ayudas necesarias para protegerlo y difundirlo.

Pero no es un problema sólo nuestro, el mundo entero se ha ido abaratando al tiempo que se hundía en las arenas movedizas del cinismo —en Alemania ha explotado el escándalo por la boda millonaria de un ministro que proclamaba la austeridad ante la crisis inminente—, hasta el punto de que se ha hablado muy poco de una noticia perturbadora que en los últimos días ha dado a conocer que el coeficiente intelectual del ser humano lleva casi medio siglo haciéndose más pequeño con cada generación, bajando de siete en siete puntos. El último estudio lo ha hecho el Centro de Investigación Económica Ragnar Frisch, de Noruega, pero llega a las mismas conclusiones que antes lo hicieron otros llevados a cabo por instituciones similares del Reino Unido, Francia, Dinamarca, Holanda y Finlandia. O sea, que eso que decimos de nuestros líderes actuales, que no tienen el nivel que tuvieron sus antecesores y que si los comparas con los dirigentes de la Transición no dan la talla, parece que no es algo que se les pueda atribuir sólo a ellos. Las y los estudiantes de hoy, en los que se centra la investigación mencionada, serán nuestros presidentes y ministros del futuro, así que la cosa no parece que resulte muy esperanzadora. Pero el presente sí que se ve con claridad: hay un exceso de personas con grandes cargos y pocas luces al mando y sus discursos previsibles y con frecuencia zafios abaratan el debate, si se me permite el trabalenguas, además de envenenarlo. Cuando toda una presidenta de la Comunidad de Madrid sale por peteneras diciendo que somos una nación de tres mil años de antigüedad, son pocos los que aclaran el disparate y más quienes la defienden a capa y espada, como si semejante barbaridad tuviera un pase. Aunque puede que tenga que ver con darle becas a familias con más de cien mil euros de ingresos al año, privatizar la Sanidad o desmantelar el maltrecho Estado del bienestar en el que se basaba la idea de la democracia que muchos teníamos. Luego, el dinero lo compró e invadió todo.

Se ha hablado muy poco de una noticia perturbadora que en los últimos días ha dado a conocer que el coeficiente intelectual del ser humano lleva casi medio siglo haciéndose más pequeño con cada generación, bajando de siete en siete puntos.

El estudio le echa parte de la culpa a la tecnología, llega a la conclusión de que las máquinas han ido suplantándonos, y quién puede negarlo, si ni siquiera nos sabemos los números de teléfono de nuestro círculo familiar o de las amistades más estrechas, ya lo recuerda la memoria del celular por nosotros. Los emoticonos que sustituyen a las frases, las palabras escritas a medias porque el mensaje debe ir rápido, la desatención de la ortografía… Todo ello empobrece y limita. Pero hay más: la famosa polarización, auspiciada por los pescadores de río revuelto y los abanderados de populismo más radical, o el preocupante resurgir de la extrema derecha, que es el ángulo más afilado del neoliberalismo, su esquina más sombría, tienen mucho que ver en esta debacle: en el terreno del insulto y la descalificación, no existe otra cosa que la sal gruesa y el golpe bajo. El sectarismo está hecho con esos materiales de derribo. Pregunta: ¿cómo lograr que aquellos a quienes perjudicas te apoyen y te voten? Respuesta: empobreciéndolos intelectualmente, que si no saben qué pensar, pensarán lo que les ordenemos. Es muy triste, pero es así. Es así y es contra lo que tendríamos que rebelarnos. Porque lo que dice de forma más suave ese trabajo del que hablamos, también se puede expresar de una forma más sencilla y más cruda: cada vez somos más tontos. Si no lo fuéramos, ni Trump, ni Boris Johnson ni Vox existirían. Ni tantas otras cosas.

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