Otro giro reaccionario: sobre migración y prostitución

Hace unos días amanecimos con una de esas columnas provocadoras por las que uno se pregunta si no estarán escritas con el ánimo de despertar la reacción ofuscada de un sector de los lectores antes que con la intención de abrir un debate útil o necesario. Una de esas columnas a las que uno prefiere no responder, seguramente por no dejarse enfrascar en la espiral dañina de la crítica airada y la polémica incendiada, aunque también porque ya hemos ido aprendiendo que estos debates no se ganan en los escaparates de la opinión publicada, menos aún en unas redes sociales en búsqueda insaciable de la autoafirmación y la denigración paralelas. 

Con todo, la columna a la que me refiero conectaba, así lo intentaré mostrar a continuación, con un clima y una forma de argumentación, también con una suerte de afecto político, cada vez más frecuentes y, creo, dañinos. Si esta columna se centraba en la migración, los salarios y el capitalismo o, más precisamente, en la deriva progre y contraproducente ante estos temas, otros objetos de discusión actuales, como la prostitución o la pornografía (pero también el cambio climático y la transición ecológica), están siendo progresivamente abordados desde similares lógicas argumentativas y afectivas. Y esa continuidad o mímesis entre espacios políticos y objetos de debate es la que me parece especialmente preocupante, así que saldré del silencio debido ante polémicas algo forzadas para abordar no tanto la columna de marras cuanto aquello que comparte con otras formas actuales de argumentación. Y sí, se trata de la columna de Ana Iris Simón en El País titulada ¿Fomentar la inmigración es de izquierdas o de derechas?

Sin rubor aparente al emplear una expresión como la de “abrir el grifo de la inmigración”, la autora argumentaba que al ser el capitalismo el responsable de la migración forzada, pues ha arruinado y expoliado a los países del sur, demandar, bendecir o aceptar ingenuamente dentro de nuestras fronteras a estos migrantes acaba, finalmente, haciéndole el juego al capitalismo: no solo arruinados por la lógica de la acumulación desigual capitalista, estos países acabarían también descapitalizados porque desprovistos de una mano de obra esencial para su desarrollo. Esa que, al migrar a nuestros países, acaba precarizando las condiciones de vida de la clase trabajadora autóctona. Ya saben, los migrantes, al aceptar peores salarios, colaborarían en degradar las condiciones laborales de los trabajadores ya residentes en España. 

El texto pretendía así responder a una izquierda ingenua que cree en soluciones morales o humanistas fáciles, ese tontorrón “papeles para todos” que acaba haciéndole el juego a los empresarios de la hostelería. Esos que, en lugar de pagar salarios más altos, buscan, con el beneplácito progre, abrir “el grifo de la inmigración” para poder seguir manteniendo salarios de mierda. En un juego argumentativo harto discutible retóricamente y, como intentaré mostrar más adelante, insostenible políticamente, la tribuna situaba dos opciones contrapuestas: o permitimos y bendecimos la inmigración, bajamos los salarios y degradamos las condiciones de trabajo de los autóctonos al tiempo que colaboramos en el expolio y miseria de los países del sur, o cerramos fronteras, defendemos a los nuestros y… 

… Y, supongo, pues no termina de quedar del todo claro en la columna, esperamos a que esos migrantes que ya no lo serían, porque se quedarían viviendo en sus respectivos países, acaben emprendiendo y desarrollando sus economías para que puedan brotar de ellas las condiciones de vida que buscan aquí. Si esto no sucede, por lo que sea (acaso porque el capitalismo es también eso que no les ha permitido desarrollarse), ¿qué hacer? La columna, claro, no nos dice nada al respecto, aunque uno puede intuir algo parecido a una respuesta en forma de deseo: acabar con el capitalismo

Más allá de obvias consideraciones ideológicas, quiero retener algunas ideas. La primera, que la tribuna está cerrada a pensar la política más allá de una simple, estrecha y, al cabo, perversa dicotomía: defender lo nuestro y cerrar fronteras o “abrir el grifo de la inmigración” para precarizarnos todos. Preferencia nacional o moralismo progre aliado con los empresarios. No es posible, al parecer, regularizar en España las condiciones de trabajo y vida de los nacidos aquí y los nacidos allí, por ejemplo. Ni luchar paralelamente contra las leyes de extranjería y las formas de explotación laboral. Tampoco parece que merezca la pena politizar la enorme dificultad que, no solo por razones económicas, sino políticas e ideológicas, implicaría este gesto paralelo. Parece mejor aceptar la imposibilidad (¡es el capitalismo!) que transformar los marcos culturales, económicos e institucionales que nos gobiernan. 

Se trata, con todo, de aceptar esa imposibilidad aquí, en el norte global, pues para el sur la tribuna reserva toda una emocionante posibilidad: que se desarrolle como lo hicimos nosotros. Que esta prescripción obvie, entre otras cosas, algo que la autora subraya de pasada aunque sin aceptar todas sus implicaciones, no parece conducir a ninguna contradicción de peso: que si el desarrollo del norte implica necesariamente el subdesarrollo del sur —como así lo sostiene la autora—, esperar a que esos países se desarrollen sin afectar a nuestras condiciones de vida es, en fin, tan ilusorio como esa moral progre del “papeles para todos” que denuncia. ¿O la mejora de las condiciones de vida de los migrantes afecta a los salarios autóctonos pero el desarrollo de sus países de origen no tendría ningún efecto en nuestras economías y nuestras condiciones de vida? Si, por ejemplo, nacionalizaran sus recursos y aumentaran la distribución de los ingresos entre los suyos, ¿no nos afectaría? ¿No habíamos quedado en que su expolio era nuestra riqueza? ¿O este mantra solo sirve para explicar que debemos cerrar las fronteras?

Estas formas de maximalismo moral suelen estar animadas por bellas metas que muchos y muchas compartimos (las de acabar con las formas de explotación capitalistas y patriarcales), pero pueden, también, acabar replegadas en una suerte de moral cínica

Tampoco parece que los migrantes puedan sindicarse, exigir las mismas condiciones de trabajo que los autóctonos, forzar que se multipliquen las inspecciones de trabajo y se legisle laboralmente para acabar con las formas actuales de explotación (las de migrantes y no migrantes, dicho sea de paso). Imposible, supongo, generar procesos de transición productiva a modelos económicos algo menos dependientes de la volatilidad y ciclos económicos globales como el de la hostelería y su relación simbiótica con el turismo, amén de su baja productividad y valor añadido. Ni parece que deba ser tenida en cuenta, qué duda cabe, una reforma fiscal que, aunque no vaya a traer el fin del capitalismo, pueda al menos forzar a que las altas fortunas y las grandes empresas autóctonas paguen impuestos suficientes como para transformar las estructuras de la protección social, es decir, para la extensión de derechos más allá del actual reparto desigual según el origen nacional de los sujetos

No, el capitalismo no parece permitir nada de eso, es un juego a todo o nada, así que no merece la pena luchar por ampliar derechos ni, ya de paso, luchar también para que los migrantes recuperen en nuestros países parte de la riqueza que históricamente les hemos ido expoliando. Alguna ley de la historia, la economía o el valor debe marcar a fuego la imposibilidad de esta tercera opción, que no es otra que la de hacer política transformadora. Así, y mientras esperamos (y esperamos) la abolición del capitalismo, o su desarrollo en los países del sur (en los del norte no queremos hacerle el juego, ya saben) no nos queda otra que tomar partido: o los de aquí o los de allí. Al cabo, y para no hacerle el juego al capitalismo, parece que es preferible correr un riesgo no menor: hacerle el juego al fascismo.

Señalaba hace ya unos cuantos párrafos que esta alerta sobre la inmigración y la candidez de la izquierda aparecía justo en el momento en el que el debate sobre la prostitución y la pornografía adquiría renovada insistencia, amén de algún giro inesperado. Y sí, aprecio una coincidencia, una estructura argumentativa sintomáticamente compartida, en las posiciones que se han ido tomando por parte de algunos sectores ideológicos en estos distintos debates. Se trata de una coincidencia en la forma de pensar la política que me parece altamente preocupante: la de enfrentar los conflictos sociales desde un maximalismo (moral o ideológico) que resulta, al cabo, no solo políticamente inoperante (o abolición del capitalismo o hacerle el juego al capitalismo mismo; o abolición de la prostitución o hacerle el juego, esta vez, al mismo patriarcado), sino, y como intentaré mostrar, profundamente reaccionario.  

Lo que está en juego bajo estos giros argumentales binarios o dicotómicos es la desaparición misma de un lugar necesario, precisamente el que, situado entre la exigencia moral (la abolición de la explotación capitalismo y del patriarcado, por ejemplo) y las condiciones de vida presentes (la migración forzada y el ejercicio de la prostitución, por seguir con el ejemplo), permite transitar de unas a otras. Este lugar ausente entre el ideal moral y nuestra realidad compartida no es sino el de la política: qué hacer, hoy y ahora, con las distintas formas de sufrimiento presentes. No, no podemos hacer abstracción del sufrimiento (y de las formas posibles de combatirlo) en favor de metas morales o ideales más elevadas (acabar con la prostitución y con la migración forzada; vale decir, acabar con la desigualdad del patriarcado y con la que el capitalismo genera entre el norte y el sur globales). 

Estas formas de maximalismo moral suelen, sin duda, estar animadas por bellas metas que muchos y muchas compartimos (las de acabar con las distintas formas de explotación capitalistas y patriarcales), pero pueden, también, acabar replegadas en una suerte de moral cínica. Pues cabe, en efecto, preguntarse si lo que anima realmente este tipo de argumentaciones es acabar con la desigualdad global del capitalismo y la migración forzada o si no incorporan, en algunas ocasiones, una cierta incomodidad ante la presencia misma de migrantes en nuestros países. O si, para el segundo caso, se  quiere realmente acabar con el ejercicio de la prostitución o lo que opera en ocasiones es, más bien, un profundo rechazo moral a su aceptación social, con independencia de que se pueda o no, al menos hoy y aquí, acabar con ella. 

Cínica o animada por ideales elevados, lo que quiero señalar es que este tipo de argumentación dicotómica acaba anulando las posibilidades mismas de la política, es decir, de ese mientras tanto esencial a todo proceso de transformación social y cultural encaminado a realizar las metas que nos orientan: ¿qué cambios institucionales, culturales y sociales podemos ahora emprender, qué podemos regular ya para mejorar las condiciones de vida (de migrantes o prostitutas) al tiempo que nos dirigimos a metas mayores, sí, pero que no están a la vuelta de la esquina (sea abolir el patriarcado y la prostitución, sea acabar con el capitalismo, la desigualdad norte-sur y la migración forzada)? 

Se me dirá que hay una contradicción posible o insalvable entre ambas dinámicas, entre la mejora de las condiciones de vida (de migrantes o prostitutas, en este caso) y la meta moral y política ulterior (acabar con las razones de la prostitución o de la migración forzada). Sí, la hay o, en cualquier caso, puede haberla. Efectivamente, no siempre aquello que mejora las condiciones inmediatas de vida trabaja en la buena dirección de la historia y los ideales que proyectamos en ella. Pero esas contradicciones hay que afrontarlas, tratar con ellas, asumir su riesgo, no descartarlas. Hacerlo, desertar del conflicto por el riesgo de incurrir en contradicciones insalvables entre el presente posible y el futuro deseado es, me temo, evadir lo político mismo. 

Con cuatro corolarios: uno, quedar inmaculados moralmente pero incapacitados para la acción política, como esas almas bellas que no se manchan con lo real al tiempo que decretan una y mil veces la superioridad moral de unas metas e ideales que, sin embargo, no pueden traer al presente y así realizarlas. Dos, y por efecto de esa deserción de lo político, desplazar el campo de actuación: de la libertad al código penal, es decir, del anhelo de una ampliación de las libertades y derechos a decretar la necesidad de restringirlos. Se buscar así cerrar fronteras y prohibir (la prostitución, la pornografía, el deseo que los anima, la migración o lo que fuere que rechazamos con toda legitimidad), en lugar de ampliar las posibilidades materiales de vida (generar  alternativas reales y preferibles a la prostitución, además de favorecer la regulación de su ejercicio mientras siga existiendo), tanto como las formas culturales que la organizan (trabajar en la educación, por ejemplo, del deseo masculino, ese espacio de lo humano que no puede, porque no sirve, ser legislado, pero sí transformado culturalmente). Tres, enfrentar a unos grupos sociales con otros, a trabajadores de aquí con trabajadores de allí, o a unas mujeres con otras, las que reclaman la prohibición con las que tienen en ella su forma de sustento, en lugar de trazar formas comunes de lucha (ante aquello, precisamente, que pone en común a esos distintos grupos humanos: sea el capitalismo o el patriarcado). Cuatro, acabar transfigurando el moralismo en su mismo contrario, pues sabemos que cerrar fronteras no impide la migración, sino que genera muerte en los pasos fronterizos tanto como miedo y vulnerabilidad en los países de destino; y porque sabemos, también, que prohibir la prostitución no acaba con ella —en ningún país que la ha prohibido lo ha hecho—, sino que sitúa en condiciones de riesgo y enorme vulnerabilidad a quienes la ejercen. 

Son estos corolarios los que me resultan altamente preocupantes, y los que explican un giro en la izquierda, precisamente el que, en nombre de valores morales supuestamente superiores, acaba sustituyendo los derechos por el derecho, la ampliación de libertades por la ampliación del código penal, la universalidad y las metas comunes por el enfrentamiento entre distintos grupos sociales dominados y, en fin, la espera idealizada de un cambio social que, al no llegar, colabora en las formas presentes de sufrimiento. 

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