España y la amnistía

1. Un sistema político (o régimen, llámenlo como quieran) establece siempre una frontera que separa lo legítimo de lo ilegítimo o lo aceptable de lo inaceptable, incluso lo posible de lo imposible.

2. Esa frontera dibuja, por decirlo de una forma gráfica, lo que queda dentro y lo que queda necesariamente fuera: los actores, las políticas, las demandas e incluso las aspiraciones válidas y aceptables y, claro, aquellas que no lo son y quedan por tanto al margen o, todo lo más, en los márgenes del orden así definido.

3. Dicho con menos palabras: un orden político es, siempre, un sistema de inclusión y exclusión. Así que los consensos sociales que definen y defienden ese orden se sostienen, necesariamente, en aquello que excluyen.

4. Esas fronteras y exclusiones no se refieren principal o prioritariamente a lo legal o ilegal, por más que puedan tener traducción en el derecho (y, sobre todo, en la ausencia de derechos para lo que haya quedado fuera); no, esas fronteras se edifican y apoyan, más bien, en los valores y principios que fundamentan todo orden. 

5. Así, por ejemplo, un orden o régimen político se puede construir frente a un pasado fascista que no solo busca superar, sino convertir en lo otro de sí mismo, en aquello que deja fuera del perímetro de lo legítimo o válido, y frente a lo que se define y se da una identidad: somos demócratas y, por tanto, antifascistas.

6. Pero un orden político puede, también, definir esa frontera y esa identidad, lo sabemos bien, frente al independentismo, el separatismo o toda forma de “extremismo”, considerado así como el afuera no democrático del orden.

7. Estos seis puntos anteriores para llegar a una idea simple y algo evidente pero, con todo, importante: la continuada y pertinaz crisis del sistema político español, esa que arrastra(mos) desde hace ya más de una década, esa que unos observan como la feliz crisis del régimen 78 y otros como el insoportable auge de la polarización política y el final de los consensos, esta crisis puede ser comprendida quizá y por encima de todo como resultado de una profunda desestabilización de la frontera que, desde la Transición, había delimitado el adentro y el afuera del nuestro orden o régimen político, es decir, la que había establecido qué y quién era y quién no legítimo, y, por tanto, cómo y frente a qué se construía la normalidad del orden.

8. Digo desde la Transición pero habría quizá que matizar, pues aunque había gozado de cierta estabilidad desde el 78, esta frontera se alteró de forma notable a finales de los 90, cuando el aznarismo trató con éxito de redefinir la identidad del orden político: ya no se trataba de oponer un presente de modernidad, consenso y acuerdo a un pasado de antagonismos fratricidas felizmente superado (ese pasado al que era inmediatamente asociada cualquier iniciativa política, a izquierda o derecha, no consensual y, por tanto, guerracivilista). No, el aznarismo redefinió esa frontera temporal en favor de una contraposición sin tiempo, eterna: la que oponía a los demócratas y los no demócratas, a los constitucionalistas con… ¡el resto! Todo lo que no estaba en un lado, el de los demócratas, corría así el riesgo de quedar atrapado en el lado malo de la historia, trazándose así una peligrosa e invisible línea de continuidad entre terroristas y nacionalistas, independentistas, movimientos sociales antagonistas, extremas izquierdas alternativas, etc.

9. Conviene quizá no olvidar que, a partir de ese momento, si uno estaba suficientemente en contra de ETA podía ser constitucionalista y demócrata aunque fuese de una derecha un tanto extrema. De aquellos polvos…

10. Tampoco deberíamos olvidar que esa frontera que separa a los demócratas de los no demócratas, o a los constitucionalistas de los no constitucionalistas (una frontera siempre susceptible de ser traducida como la que separa a España de la antiEspaña) acabó convertida en el marco de legitimación para actuar contra la reforma del Estatut, primero, y frente al procés, después.

La disyuntiva política es cada vez más clara: o alguna forma de neoliberalismo autoritario tan excluyente de la diferencia como profundamente centralista, o alguna forma de profundización democrática que será necesariamente federalizante

11. El caso es que la crisis del régimen político actual y de su sistema de partidos, eso que se nombra desde no pocas tribunas como polarización o crisis de los consensos, no es sino el resultado de que aquello que había quedado fuera, al otro lado de la frontera que delimitaba lo aceptable, válido o legítimo, ha acabado irrumpiendo y reclamando un lugar y una legitimidad históricamente cuestionadas, subalternizadas o directamente negadas. Dicho, si se quiere, con menos palabras: lo que estaba fuera está ahora ¿dentro?

12. No, no del todo, porque la irrupción de ese afuera ha desestabilizado profundamente el adentro, es decir, los acuerdos y consensos que lo sostenían. Conocemos bien los momentos de esta irrupción: la impugnación bipartidista del ciclo del cambio, con ese primer Podemos que rechazó decididamente el lugar que el régimen del 78 había destinado a las izquierdas a la izquierda del PSOE (aunque ahora, paradójicamente, parezca querer volver a él, a ese exterior autoafirmativo pero políticamente inerte); el crecimiento electoral y social de Bildu en ausencia de violencia terrorista; la hegemonía de la izquierda nacionalista gallega del BNG; el independentismo democrático de ERC o Junts antes y después del procés, etc.

13. Sin embargo, esta irrupción del afuera en el adentro no se refiere solamente a los partidos y al juego de la representación parlamentaria: movimientos sociales como el feminista, el ecologista o la lucha por la vivienda han salido también de esa exterioridad al orden en la que habían sido relegados (y, en ocasiones, auto relegados), para ocupar una centralidad inédita.

14. Dicho esto, parece también evidente que la irrupción de ese afuera en el adentro está lejos, muy lejos, de estabilizarse y traducirse en alguna forma de orden, es decir, en nuevas coordenadas, nuevos consensos y nuevas fronteras políticas.  

15. Más allá o más acá de esta ausencia, hay algo profundamente paradójico que conviene señalar: ha sido el Partido Popular quien más ha hecho, sin duda a su pesar, por visibilizar y legitimar la potencia política de esta irrupción de lo que estaba fuera del orden político. Sí, porque la derecha planteó las elecciones del 23J como un plebiscito entre, al fin y al cabo, el adentro y el afuera. Y aunque fuera por un estrecho margen, el plebiscito mostró que, a estas alturas del siglo, hay más sociedad fuera que dentro de esa representación del orden político.

16. Más sociedad, sí, pero no necesariamente articulada y afirmada políticamente. Más sociedad pero no un bloque político, social y cultural capaz de sostenerse y sostener un gobierno. No es poco lo que falta.

17. Y llegamos así a la amnistía. De la que podemos estar a favor por muchas razones: porque la encontramos justa, o, simplemente, necesaria para la investidura; porque pensemos que permite encauzar políticamente lo que no debería haberse judicializado o porque nos parezca una buena herramienta para normalizar la convivencia en Cataluña… Son todas razones de peso que, además, comparto.

18. Creo, con todo, que hay una razón más, para mí esencial: si tiene lugar la amnistía (o alguna modulación aceptable porque sea aceptada), significará que el PSOE se ha emancipado del lugar en que voluntaria o involuntariamente quedó atrapado: el de rehén de unos consensos del 78 que, hoy, han acabado hegemonizados por las derechas en una definición estrecha y paralizante de lo que sea España.

19. Sí, el PSOE ha sido históricamente tan responsable como, al cabo, rehén de esos consensos y esas fronteras políticas que, hoy más que ayer, frenan el cambio político tanto como el reconocimiento de todo eso que había quedado fuera, o en los márgenes, del orden político español. La amnistía significa, pues, la emancipación política y simbólica del PSOE con respecto a ese orden de posiciones. Algo que la prensa de derechas más avezada llama mutación constitucional y que algunos representantes del viejo PSOE consideran como pura y simple traición a la Transición. ¡Sí, gracias!

20. Y es que, guste más o guste menos, ya no hay vuelta atrás. Ya no hay consensos que restaurar o a los que regresar. La disyuntiva política, en España y en Occidente, es cada vez más clara: o alguna forma de neoliberalismo autoritario tan excluyente de la diferencia como profundamente centralista, o alguna forma de profundización democrática que será necesariamente federalizante. Queda poco espacio entre medias, muy poco.

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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