Un mundo que se reparte. Esferas de influencia y vacíos estratégicos

La publicación casi simultánea de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos y del último documento de política de China hacia América Latina y el Caribe no es una coincidencia menor. Tampoco lo es el hecho de que, en ese mismo contexto, la Unión Europea haya sido incapaz —al menos por ahora— de culminar el acuerdo con Mercosur tras más de dos décadas de negociación. Estos tres acontecimientos, leídos en conjunto, dibujan con nitidez una tendencia que se consolida: el retorno explícito de la lógica de las esferas de influencia como principio organizador del sistema internacional y la creciente dificultad de la UE para ocupar un lugar relevante en ese tablero.

Estados Unidos ha decidido hablar sin ambigüedades. Su nueva estrategia reconoce abiertamente que el mundo se estructura en torno a una competencia entre grandes potencias y que el objetivo prioritario de Washington es preservar su primacía. América Latina reaparece así como un espacio estratégico fundamental, no tanto desde una lógica de cooperación o desarrollo compartido, sino como una zona que debe permanecer bajo control político, económico y de seguridad estadounidense. La región vuelve a ser pensada desde categorías heredadas: estabilidad, control de flujos migratorios, lucha contra amenazas transnacionales y contención de actores externos, especialmente China.

Este enfoque no supone una novedad histórica, pero sí una reafirmación clara de que el hemisferio occidental sigue siendo concebido como un espacio natural de influencia exclusiva. El lenguaje es elocuente: seguridad, disuasión, control. América Latina no aparece como un socio político con el que construir un proyecto común, sino como un territorio que debe alinearse con los intereses estratégicos de Washington. En este marco, la autonomía regional es tolerada solo en la medida en que no contradiga esos intereses.

China, por el contrario, articula su proyección en la región desde una lógica distinta, aunque no menos estratégica. El nuevo documento chino que traza su hoja de ruta con América Latina consolida una aproximación de largo plazo basada en la construcción de interdependencias económicas, financieras, tecnológicas y políticas. No se trata de una intervención improvisada ni oportunista, sino de una estrategia coherente que entiende la región como un espacio clave para su inserción global y para la redefinición del orden internacional.

La narrativa china apela al respeto mutuo, al beneficio compartido y a la cooperación Sur-Sur, pero detrás de ese discurso se despliega una arquitectura de influencia sofisticada. Inversiones en infraestructuras críticas, financiación, acceso a recursos naturales, cooperación tecnológica y alineamientos diplomáticos forman parte de una misma ecuación. China no necesita imponer una hegemonía militar para expandir su influencia, le basta con ofrecer alternativas creíbles allí donde otros actores han dejado vacíos.

América Latina se convierte en un espacio de disputa, pero también de oportunidad. Lejos de ser un actor pasivo, la región dispone de márgenes de maniobra para diversificar sus alianzas y negociar mejores condiciones

Es precisamente en esos vacíos donde la Unión Europea evidencia sus límites. El acuerdo con Mercosur no era solo un tratado comercial; en 2025 se trataba de una apuesta estratégica de primer orden. Permitía a la UE posicionarse como un actor relevante en América Latina en un momento de transición del orden global, diversificar sus relaciones económicas, reforzar cadenas de valor compartidas y ofrecer una vía alternativa a la creciente polarización entre Estados Unidos y China. Sin embargo, el acuerdo ha vuelto a naufragar, esta vez por la incapacidad europea para resolver sus propias contradicciones internas.

Las resistencias de determinados Estados miembros, la presión de sectores agrícolas, la falta de una narrativa política común y la ausencia de liderazgo estratégico han terminado por bloquear un pacto que era vital para la proyección global de la UE. El resultado es devastador, Europa vuelve a aparecer como un actor normativo sin capacidad real de acción geopolítica, atrapado entre su retórica multilateral y sus miedos internos.

Este fracaso no es anecdótico. Revela una tendencia más profunda que reside en la dificultad de la UE para adaptarse a un mundo en el que el poder se ejerce de forma más explícita, más conflictiva y menos regulada. Mientras Estados Unidos y China asumen sin complejos la lógica de la competencia estratégica y delimitan sus áreas de influencia, Europa duda, se fragmenta y pierde oportunidades. El eje transatlántico, tal y como fue concebido durante décadas, muestra signos evidentes de agotamiento, pero la UE no ha sabido todavía construir una alternativa autónoma y coherente.

En este escenario, América Latina se convierte en un espacio de disputa, pero también de oportunidad. Lejos de ser un actor pasivo, la región dispone de márgenes de maniobra para diversificar sus alianzas y negociar mejores condiciones. Sin embargo, esa capacidad depende en gran medida de la fortaleza de sus procesos de integración regional y de su habilidad para evitar nuevas dependencias asimétricas. La fragmentación interna sigue siendo una debilidad estructural que limita su poder negociador frente a las grandes potencias.

El retorno de las esferas de influencia no implica una vuelta exacta al pasado, pero sí una normalización de prácticas que muchos creían superadas. La diferencia es que hoy la competencia no se libra únicamente en el plano militar, sino en el económico, el tecnológico, el financiero y el normativo. Quien no está presente en esos espacios, simplemente desaparece del mapa estratégico.

La Unión Europea se enfrenta, por tanto, a una disyuntiva clara, la de asumir que el mundo ha cambiado y actuar en consecuencia, o resignarse a una irrelevancia progresiva. La firma del acuerdo con Mercosur habría sido una señal potente de que Europa estaba dispuesta a jugar un papel activo en la configuración del nuevo orden global. Su aplazamiento transmite el mensaje contrario.

En un mundo que se reparte de nuevo en esferas de influencia, no basta con defender valores; es imprescindible respaldarlos con capacidad de acción. De lo contrario, la UE corre el riesgo de convertirse en un espectador de un orden internacional que se decide sin ella.

La publicación casi simultánea de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos y del último documento de política de China hacia América Latina y el Caribe no es una coincidencia menor. Tampoco lo es el hecho de que, en ese mismo contexto, la Unión Europea haya sido incapaz —al menos por ahora— de culminar el acuerdo con Mercosur tras más de dos décadas de negociación. Estos tres acontecimientos, leídos en conjunto, dibujan con nitidez una tendencia que se consolida: el retorno explícito de la lógica de las esferas de influencia como principio organizador del sistema internacional y la creciente dificultad de la UE para ocupar un lugar relevante en ese tablero.

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