El plan de Trump o la paz como espectáculo

El recién anunciado “plan de paz” de Donald Trump para Gaza llega en un momento de extrema tensión internacional, cuando las imágenes del asedio y la destrucción continúan conmocionando a la opinión pública global y la indignación ciudadana se traduce en movilizaciones masivas en capitales de todo el mundo. Lejos de ser una propuesta orientada a resolver las causas estructurales del conflicto, el plan parece concebido como un instrumento de contención política. Un dispositivo orientado a la desactivación de la presión social sobre los gobiernos occidentales, crecientemente incómodos ante la evidencia de un genocidio retransmitido en tiempo real.

Las calles, las universidades, los sindicatos y los movimientos feministas han reactivado una ola de solidaridad con Palestina que no se veía desde principios de los años 2000. Las imágenes de manifestaciones multitudinarias en París, Londres, Berlín o Madrid, y la proliferación de campañas de boicot y denuncia pública han situado a los gobiernos europeos ante un dilema, el de mantener su alianza estratégica con Israel y con Estados Unidos o responder a una opinión pública que demanda coherencia con los valores de derechos humanos y justicia internacional que dicen defender. En ese contexto de creciente disonancia, la iniciativa de Trump funciona como un potente tranquilizante ya que proyecta la idea de que algo se está haciendo, que existe un horizonte de negociación, y que por tanto la presión social puede relajarse.

No es casual que, al tiempo que esto sucede, organizaciones como la Unión Europea de Radiodifusión, la UEFA o la FIFA hayan optado por aplazar o diluir los debates sobre la participación de Israel en sus competiciones y festivales. La cultura y el deporte, espacios donde el consenso moral suele manifestarse con más fuerza, se convierten así en laboratorios de gestión simbólica del conflicto. El mantenimiento de la normalidad y esquivar la ruptura forman parte de ese mismo dispositivo de contención que el plan de Trump encarna en el plano político y diplomático.

La llamada “tregua” llega, además, en el peor momento para Israel en términos de legitimidad internacional. Tras meses de bombardeos sobre población civil, con informes de Naciones Unidas y organizaciones de derechos humanos denunciando violaciones sistemáticas del derecho internacional, el aislamiento diplomático de Israel se hace cada vez más visible. Incluso Washington empieza a percibir el riesgo de un coste reputacional excesivo. La única garantía de seguridad para Tel Aviv, hoy por hoy, no reside en su superioridad militar, sino en la capacidad de Estados Unidos para frenar o modular los impulsos más extremos de un Gobierno israelí cada vez más dominado por la ultraderecha religiosa.

En este escenario, la figura de Trump irrumpe con su habitual teatralidad, erigiéndose en mediador providencial, aunque su propuesta se asemeje más a un show geopolítico que a un proceso de negociación real. Su discurso ante la Knéset fue revelador. Allí habló de “un Israel más fuerte y más grande”, planteando la paz no como un objetivo común, sino como el resultado de la victoria de unos sobre otros. “La paz se construye a través de la fuerza”, afirmó, condensando en una sola frase toda la lógica imperial que atraviesa su pensamiento.

Esa concepción de la paz como imposición, y no como reconciliación, revela la continuidad de un paradigma colonial que niega la existencia política de Palestina y reduce el conflicto a un problema de seguridad israelí. En esta narrativa, los palestinos son sujetos administrados, no actores con derechos. No hay mención alguna a la descolonización de los territorios ocupados, ni a la reparación de las víctimas, ni mucho menos a mecanismos de rendición de cuentas para quienes han violado sistemáticamente el derecho internacional. Olvídense de ver a Netanyahu y a su Gobierno juzgados por el Tribunal Penal Internacional.

Lo que el “plan de Trump” revela no es una voluntad de paz, sino la persistencia de un orden internacional que sigue considerando aceptable la desigualdad entre pueblos

Trump no pretende disimular su desprecio por los procesos multilaterales ni su preferencia por los acuerdos bilaterales entre “fuertes”, en los que el poder sustituye al derecho. En su puesta en escena, cuidadosamente diseñada para los medios, no faltaron las referencias simbólicas donde sus aliados le presentaron como una suerte de Ciro el Grande, el emperador persa que permitió el retorno de los judíos a Jerusalén. Un guiño a los sectores más religiosos del sionismo, pero también a su propia base evangélica estadounidense. La operación, con tintes hollywoodienses, persigue reconstruir el mito del salvador occidental que devuelve la estabilidad al “caos oriental”, una narrativa colonial que ha acompañado a Occidente desde el siglo XIX.

Sin embargo, detrás de la pompa y los discursos grandilocuentes, el plan de Trump carece de los elementos básicos de cualquier proceso de paz creíble. No hay calendario, no hay mecanismos de seguimiento, ni se establecen incentivos ni sanciones. Tampoco hay compromiso alguno con la justicia internacional, ni reconocimiento de los derechos nacionales de Palestina. Es, en definitiva, una tregua sin contenido, un alto el fuego diseñado para ganar tiempo y aliviar la presión social, no para transformar la realidad sobre el terreno. O, mejor dicho, para permitir a su yerno y a sus amigos constructores hacer negocios.

En términos geopolíticos, este tipo de operaciones sirven para reordenar los tiempos del conflicto más que para resolverlo. Mientras se proclama una “nueva etapa”, los asentamientos continúan expandiéndose, las detenciones arbitrarias se multiplican y la población palestina sigue viviendo bajo un régimen de ocupación y apartheid. La tregua se convierte así en un mecanismo de normalización del statu quo, presentado como gesto de buena voluntad.

La Unión Europea, por su parte, observa en silencio, atrapada entre su dependencia estratégica de Washington y la creciente desafección de sus propias sociedades hacia una política exterior percibida como hipócrita y subordinada. Bruselas continúa sin articular una posición autónoma que vincule el apoyo a Israel con el respeto efectivo al derecho internacional. Se repite, una vez más, la inercia que ha caracterizado la política europea en Oriente Medio; aquella de los que denuncian las consecuencias, pero nunca las causas.

Al final, lo que el “plan de Trump” revela no es una voluntad de paz, sino la persistencia de un orden internacional que sigue considerando aceptable la desigualdad entre pueblos. La paz no puede construirse sobre la negación del otro, ni puede imponerse desde los despachos de quienes financian la guerra. Mientras la descolonización de Palestina no se coloque en el centro del debate, cualquier iniciativa que se presente como solución no será más que una pausa táctica, un paréntesis en la violencia.

El recién anunciado “plan de paz” de Donald Trump para Gaza llega en un momento de extrema tensión internacional, cuando las imágenes del asedio y la destrucción continúan conmocionando a la opinión pública global y la indignación ciudadana se traduce en movilizaciones masivas en capitales de todo el mundo. Lejos de ser una propuesta orientada a resolver las causas estructurales del conflicto, el plan parece concebido como un instrumento de contención política. Un dispositivo orientado a la desactivación de la presión social sobre los gobiernos occidentales, crecientemente incómodos ante la evidencia de un genocidio retransmitido en tiempo real.

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